Las oscuras visiones de Denis Johnson

Quien dice que la literatura no puede cambiar el mundo no ha leído Catedral de Raymond Carver, La Lotería de Shirley Jackson o Un hombre bueno es difícil de encontrar de Flannery O'Connor. Como el visitante en la historia de Carver, las grandes historias cambian el mundo porque nos enseñan nuevas maneras de verlo y de existir con él. La catedral de Denis Johnson es Urgencias, una historia serpenteante con efectos literalmente alucinógenos que nos enseña más sobre la naturaleza humana que las obras completas de Sigmund Freud.

Heredero de William Burroughs y Charles Bukowski, alumno de Raymond Carver y favorito de Tobias Wolff, Dave Eggers, Junot Diaz y George Saunders, Johnson sabe bien lo que es estar intoxicado. “Durante un tiempo era adicto a todo. Ahora sólo bebo mucho café”. El título de su obra maestra, una colección de once relatos autobiográficos llamada Hijo de Jesús (Random House Mondadori, 2013), está inspirado en Heroin, la canción de Lou Reed: “When I'm rushing on my run, And I feel just like Jesus' Son”.

Johnson se lo vendió a su editor de Farrar, Straus & Giroux en un momento particularmente bajo de su vida, a cambio de que le pagaran los 10.000 dólares que debía al fisco. Resuelta la deuda, Johnson tardó el doble de lo estipulado (dos años) en entregarlo y encima entregó la mitad. Veinte años más tarde, sigue siendo su mejor libro y la mejor introducción a una obra llena de personajes imposibles de olvidar.

Un viaje alucinado

Todas las historias de Johnson empiezan de manera diabólicamente cómica y se van oscureciendo hacia el nihilismo más profundo. Hay flechazos de melancolía que nos obligan a empatizar con sus personajes y golpes de terror repentino que nos ahuyentan de ellos y nos hacen sospechar de nuestra simpatía inicial. Urgencias, probablemente uno de los mejores relatos jamás escritos en la lengua inglesa, es una alucinada road movie que empieza con un hombre que llega a la sala de emergencias de un hospital con un cuchillo en el ojo y acaba con un autoestopista que huye del servicio militar, cerrando el círculo con una última línea demoledora. Dentro de ese círculo, una secuencia de pequeños accidentes atraviesa el universo. Y es un universo fragmentado, pero no en el sentido filosófico, sino porque sus dos protagonistas, dos sanitarios del hospital, han robado un puñado de fármacos y están drogados hasta las trancas.

Prueba de la magia de Johnson es que resulta imposible no intoxicarse con ellos. Embarcados en un viaje interior que, desde dentro les parece épico y desde fuera, delirante, los protagonistas van sembrando pequeñas tragedias que se leen en un trance como de sueño, donde el lector lo siente todo y no puede hacer nada (imprescindible la lectura de Tobias Wolff en el podcast literario del New Yorker). Los personajes de Hijo de jesús son hombres al borde del colapso que se comportan con una calma sinuosa en escenarios marginales que, a menudo, han generado ellos mismos. La violencia llega sin más provocación que una idea repentina o una desazón que no saben o no quieren gestionar. Además, son invariablemente hilarantes.

En Sueños de trenes, la última novela de Johnson recién publicada en castellano, la conexión con estos low life es un hombre “al que le había pegado un tiro su perro” y que el protagonista lleva en su carromato al médico. Su conversación es puro Johnson: dos mendrugos que se cruzan en un mundo desprovisto de ironía. Grainier quiere saber cómo ha sido lo de que le ha disparado su perro, y el herido, que se desangra sentado en su carromato con la pachorra de un San Bernardo, le sale por la tangente sólo para hacerse el interesante. Hasta que al primero se le hinchan las narices.

Nihilismo mágico

Grainier y su interlocutor –uno de los muchos personajes indelebles que aparecen en este libro– son los agentes de la modernidad: la mayoría ha trabajado en la construcción de las vías del tren que recorre Idaho. Paradójicamente, su existencia es indistinguible de la de un granjero del siglo anterior, hombres sin futuro cuyo única redención es la belleza y la fatalidad del minúsculo universo que les rodea. Según Arn Peeples, “que ya era viejo y que de joven había sido un aserrador fanfarrón”,

La prosa austera de Johnson sigue la vida de un hombre enterrado en vida, pero Sueños de trenes no es El caballo de Turín, la alegoría negra y casi suicida de Béla Tarr. Johnson conecta a Carver con el gótico sureño de Flannery O'Connor y el oeste árido de Cormac McCarthy con un realismo mágico hilado través de los bosques, montañas y árboles de las supersticiones indias y la presencia cotidiana de una tragedia que se acepta con dulce naturalidad. Aunque estemos de cuardo con Harold Bloom, que dice que a su edad las únicas tragedias que lee son las de Shakespeare porque sufrir por cualquier otra cosa ya no le compensa, Johnson sería una excepción. Y Sueño de trenes sería una fábula seca y nihilista si no fuera porque su carácter visionario, que en sus personajes produce momentos estáticos, al lector le enseña algo sobre sí mismo que hoy en día no nos enseña nadie más.