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La pasión veneciana de Julián y Javier Marías

El escritor Javier Marías (izquierda) y el filósofo, padre de este, Julián Marías

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En los años ochenta del siglo pasado, unos meses antes de la aparición de su sexta novela –Todas las almas, para muchos de sus lectores, su primera gran novela, clave de bóveda del universo narrativo que vendrá después– Javier Marías recalaba en Venecia, una de sus pasiones. Quizá le vendría de herencia, uno de esos laberintos del inconsciente familiar en el que retomamos el hilo allá donde lo dejaron nuestros padres. En efecto, Javier Marías publicó en cinco entregas –en agosto de 1988, en su periódico de referencia durante tantas décadas, El País, recogidas posteriormente en su libro Pasiones pasadas– sus impresiones venecianas. Emulaba, tal vez, el mismo viaje que su padre, don Julián Marías, realizó a la ciudad de los canales unos años antes, y que el filósofo dejó plasmado en su libro Venecia (1971).

La aproximación a la ciudad de uno y otro, no podía ser de otra forma, se nos plantea, en una primera lectura superficial, muy diferente. El padre, que siempre reivindicó, como buen alumno de Ortega y Gasset, la claridad como la cortesía del filósofo, no renunció nunca a bajar esta a pie de plaza, precisamente su lugar de origen –el ágora griega– y acercarnos a los grandes temas de la filosofía con los aperos más humildes, lo más cercano a cada uno de nosotros, la vida misma. Y con todo, el filósofo no renuncia en ningún momento a la verdad. La aproximación del novelista a Venecia –“el único lugar en el mundo que, si no se ha visto, puede empañar la digna imagen final de cualquier persona que haya cumplido con sus obligaciones estéticas”– nos puede parecer, en un principio, muy distinta, pero hemos de estar alerta y no dejarnos llevar por precipitadas conclusiones.

“A veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse”, leemos en las primeras páginas de Todas las almas; detrás del novelista, tras cada párrafo –esos eternos, sinuosos y llenos de meandros párrafos de sus novelas– se agazapaba un filósofo, sin sistema, sí, pero no hacía falta: bastaba su mirada, su capacidad de asombro que, como sabemos desde Aristóteles, es la raíz de todo conocimiento. Ambos, filósofo y novelista, se zambullen en una ciudad ciertamente singular, en la que el tiempo parece detenerse, un lugar irreal, inverosímil, casi “un disparate”. Lo primero que llama la atención a don Julián es el Silencio –así, con mayúscula– “que es para los hombres del siglo XX la imagen más válida del paraíso perdido”, asegura. A Javier, que ha heredado de su padre esas privilegiadas dotes de observación y esa excepcional capacidad de describir la realidad –la real y la inventada, que ambas existen–, también le llama poderosamente la atención, nada más perderse por los campi y sestiere venecianos, algo que tampoco se ve, “lo único que no se deja admirar, lo que es inverosímil que exista y al viajero, de hecho, le parece imposible que pueda haber: ¡Gente que vive en Venecia!”.

Poderosas ambas aproximaciones, que delatan al perspicaz escritor que es cada uno. Al primero, la ciudad le lleva a preguntarse por la esencia de la felicidad, eso tan personal e intransferible, que “depende de nuestro proyecto, del grado de autenticidad de nuestra vida, de la respuesta de nuestra circunstancia, de aquello a lo que decimos 'sí”. El segundo capta enseguida el espíritu de esta ciudad, para cuyos habitantes es “la Ciudad por excelencia” y el resto del mundo es mero “campo”. A uno y a otro, los turistas les incomodan, pero ambos detectan lo que ocurre tanto con los que viven allí como con los que recalan unas horas o unos días de visita: todos ellos apenas “acaban teniendo deseo ni fuerzas para salir de la ciudad”.

Los que hemos visitado alguna vez las islas de la Laguna, nos podemos sentir reconocidos en ese sentimiento de hechizo, de encantamiento que produce esta especie de Brigadoon del que, una vez que se lo conoce, uno no quiere regresar a su lugar de origen… porque es feliz. El joven Marías, reconoce en sus impresiones, no dejaba de pasear, mirar, volver a pasear y volver a mirar, de día y de noche. En efecto, mientras que durante el día el agua de los canales nos devuelve y potencia la luz de la ciudad, de noche ese mismo elemento “apenas devuelve nada”, antes al contrario, parece tragarse todo. Subrayaba Javier que Venecia produce dos sensaciones simultáneas y aparentemente contradictorias: la armonía de cada uno de sus rincones, perfectamente reconocibles e irrepetibles, que nunca nos deja indiferentes, por un lado; y, por otro, la sensación de aislamiento que cada uno de sus sestiere provoca en el paseante, de hallarse “en un mundo alejado de cualquier otro”. Finalmente, para Javier, “Venecia es un interior”: una vez que estamos en ella, nada aparte de ella nos ofrece interés alguno, “fuera de ella no se necesita nada”.

Por eso, Venecia es la hiperciudad, que nos brinda “la infinitud de lo que es limitado”, lo inacabable del fragmento, la pasión por el instante. Venecia “siempre es más”, más de lo que uno ha imaginado, soñado con encontrarse. Una vez que se “vive” esta ciudad, empezamos a tratarla como si de una persona se tratase, sostiene don Julián: la ponemos a prueba, y en cada nuevo encuentro inesperado se va renovando “esa sorpresa agradecida de lo que parece crecer dentro de nosotros”, que no es otra cosa que la ilusión, que para el filósofo, es “condición de la felicidad humana”. En Venecia, el filósofo encontraba la clave de la felicidad, y un reflejo de lo que nos pasa con algunas “contadas personas, a través de las cuales se puede vivir en perpetua dilatación del alma”. Que es precisamente lo que tantos miles de lectores hemos encontrado en las novelas de Javier Marías: la ilusión del encuentro y la sorpresa ante lo inesperado en cada nueva entrega de un mundo narrativo que es un interior en el que, una vez que estamos, nada aparte de él nos ofrece interés alguno. Fue nuestro Brigadoon.

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