Los chicos de los ojos pintados arrasan la ciudad
Estoy dentro en un autocar limusina con leds en el pasillo, asientos de cuero fino, vidrios tintados y las fans chillan a mi alrededor. Es como cuando un banco de peces gira al unísono en el fondo del mar, una marea que se mueve como un solo ser, así son las fans. Así, pero con cuerdas vocales y cámaras de fotos. Y en exactamente cinco segundos se darán cuenta que en el interior de este autocar limusina no están Spandau Ballet. Quiero irme con mi mamá.
Barcelona, interior, noche. Spandau Ballet han llegado al Festival In-Edit y se puede oler en el ambiente. La cola para ver su documental, Soulboys of the Western World da la vuelta a la manzana y se han contabilizado más de mil personas que quieren entrar. Si el público corriente del festival es una mezcla entre el gafapasta listillo que se conoce las caras B del primer álbum de Kate Bush y la juventud local con ganas de que le cuenten una historia musical, hoy se palpa algo distinto. Señoras Que Llevan Bufandas de Spandau Ballet Como Si Fuera La Del Deportivo De La Coruña. Antiguas chavalas que crecieron con la Super Pop (“mi favorito era Tony”) y que han venido a ver a sus ídolos, treinta años después, porque ellos en persona presentan el documental. ¿Postureo cultural? Eso será otro día y en otro contexto. Aquí hoy hay emoción pura.
El tema es que hemos cometido un error: la directora de la película, George Hencken, –rubia, bella, la versión roquera de una joven Kristin Scott Thomas–, ha decidido venir al cine en la limusina de la banda, pero sin ellos, y las fans nos van a descubrir en cualquier momento. Y así sucede en cuanto nos bajamos del coche. Por si alguien quiere conocer cuál es exactamente el tono de la decepción, ya puedo responder: mi bemol, combinado con un suspiro desinflado.
Cinco chicos guapos y pobres de Londres
Para el que crea que todo es un tanto exagerado, es recomendable conocer un poco la trayectoria del grupo, para lo cual el documental es un buen apoyo: chicos de barrio obrero de Londres, amigos del instituto, que deciden dedicarse a la música “porque en ese momento, las opciones eran esas: música, fútbol o ir a trabajar el resto de tu vida haciendo algo que detestabas”, como explica John Keeble, el batería. Intentos frustrados con el punk y el soul hasta que encuentran su camino: el new romantic.
La mezcla de moda, sofisticación y temazos les convierten de la noche a la mañana en superventas. De ahí, el clásico Spinal Tap: discos producidos en las Bahamas, cinco llenazos en Wembley, fans desatadas en todos los aeropuertos y lucha de egos en la cúspide. ¿El resultado? Spandau Ballet se separó en 1990, y le sucedieron disputas en juzgados por derechos de autor y muchos años sin hablarse. Para muchas adolescentes del momento, no hubo otro grupo igual. Entre 1981 y 1986, el mundo fue suyo y vendieron 25 millones de discos. Veinticinco. Millones. Y de repente, décadas después, se reconcilian. Y vuelven. A Barcelona.
Así que este es el estado de la cuestión en una sala llena, excitada y expectante. Entre algunas caras de los pocos no fans se concentra una cierta distancia irónica, muy propia de un fenómeno como Spandau Ballet. Oigo a algún periodista decir a otro “¿Te has traído la camisa de chorreras?” entre carcajadas, y cuando comienza la proyección me doy cuenta de por qué.
Soulboys of the Western World, además de ser un documental informativo y digno, pone sobre la mesa algunas cuestiones que, gracias a la distancia, ahora pueden estar presentes y antes no. Spandau Ballet es un producto de su tiempo: gráciles, con ansia de triunfo e irrelevancia política. En palabras de Gary Kemp: “Lo único que pensé cuando la guerra de las Malvinas era si eso iba a interferir con nuestro siguiente single”. ¿Será por eso el desprecio?, me pregunto. Pero al examinar otros ejemplos eso resulta un tanto injusto. ¿Cuándo dio Michael Jackson una declaración decente sobre algún tema candente?
El secreto está en la masa
No. Spandau Ballet hacían pop del bueno -y lo componían ellos-, pero, por alguna razón, esa sonrisilla despreciativa del crítico musical permanece ahí. ¿Por qué? El secreto está en la masa. Al contemplar a las muchachas, anhelantes, con sus cámaras de fotos se comprende el sempiterno problema del pop, que los propios músicos revelan en el documental: “Queríamos que nos tomaran en serio, pero con todas las niñas chillando a nuestro alrededor, resultaba muy difícil”.
Los ropajes de beduino, la sombra de ojos, las mechas de Martin Kemp... y aparecer en revistas de chicas daban réditos, pero no autenticidad. Como explica Miranda Sawyer, esa es la razón por la que Blur no fueron tomados en serio hasta que desafinaron las guitarras y dejaron de salir en Smash Hits.
Ah, Smash Hits. Super Pop. Ragazza. Cantera de suspiros, deseos e información de tus grupos preferidos. Mientras acaba el documental recuerdo a John Taylor de Duran Duran y Luke Goss de Bros sin necesidad de buscar sus nombres en internet. Así de grabada está toda esa información en mi neocortex, junto con sus preferencias alimenticias -a Taylor le gustan las hamburguesas- y románticas -pero no las chicas con las uñas pintadas-.
Y entonces, entre los últimos acordes de Gold, aparece el grupo. “Menudo temazo”, pienso, mientras ellos se contemplan a sí mismos en una pantalla gigantesca y ríen y aplauden y la sala estalla. El banco de peces en forma de fans se arremolina en torno a ellos, cinco cincuentones sonrientes en buena forma, los flashes nos ciegan y ellos saludan. “Os queremos”, dicen y las fans aplauden y suspiran y se hacen fotos, incrédulas. El resumen informativo es el siguiente: prometen venir de gira, sacan libro en primavera y Steve Norman habla un decentísimo español. La gente aplaude y una fan recuerda al resto del público que el amor se retroalimenta y ellos asienten. Tras carantoñas, sonrisas y el gesto de ponerse la mano en el corazón, termina el acto.
Antes de irse, Tony Hadley me estrecha la mano. Cuando se lo cuente a mi yo de los siete años, no se lo va a creer.