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La nostalgia es una tilde

Ilustración de Riki Blanco

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Hay una relación entre la tilde de solo y el miedo a la muerte. Si me acompañan a lo largo de unos pocos párrafos, acurrucados en este rincón, se lo puedo explicar.

Como en el psicoanálisis, al decaer los argumentos lingüistas al respecto de las preferencias de escritura de los solotildistas para el adverbio solo y de los demostrativos este, ese o aquel, salieron a flote razones más profundas y personales, enmarañadas entre la autobiografía y la cosmovisión. Dialécticamente, es difícil contraargumentar esa premisa tan poco racional, por lo que parece más interesante zambullirse en ella e intentar entender de dónde viene un apego tan visceral a una rayita sobre una vocal.

Ese argumento argüido al fondo de las discusiones, y que se aferra a la cucharilla sin gana alguna de disolverse, es la nostalgia. De la escucha atenta a los defensores de las razones personales, parecen catalogarse aquellos en dos tipos de nostálgicos: los melancólicos y los reaccionarios. Estos últimos venían de desgañitarse en una batalla previa, todavía caliente, pero que no les ha hecho perder fuelle.

El envite inmediatamente anterior de los nostálgicos reaccionarios se produjo cuando la revista Sight & Sound reelaboró su lista de las mejores películas de la historia del cine, y el filme de Chantal Akerman Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles desbancó a Vértigo, la cual a su vez había expulsado de la primera posición a Ciudadano Kane. Las ideas fuerza pro ‘sólo’ (yo lo estudié así) y anti Akerman (no conozco a esa mujer), ambas muy parecidas y esencialmente la misma, coinciden en colocar al defensor en el centro del argumento, poniendo en valor sus memorias, sus experiencias previas, su aprendizaje, su sistema de valores, su necesidad de elementos que le sirvan para explicar el mundo o relacionarse con él.

Y luego están los nostálgicos melancólicos. Estos, como los otros, poseen una energía inagotable a pesar de su posición profundamente atormentada ante la vida. La concepción de sí mismos, así como su proyección hacia los demás, como incomprendidos, es esencial para la defensa de su principal obsesión: la memoria. Nadie más consciente que un nostálgico melancólico de que el patrimonio memorativo es, quizá, la única y verdadera posesión, aunque sea inasible, invisible y, en gran medida, ficción.

El filósofo madrileño actual Diego S. Garrocho (y jefe de Opinión de ABC desde hace dos meses) abre su ensayo Sobre la nostalgia citando a un Nietzsche que afirma que “sólo [sic] lo que no deja de doler permanece en la memoria”. Garrocho desdice al alemán cuando afirma que también recordamos las cosas bonitas. Pero abre una puerta a la inquietud cuando sugiere que, precisamente, no produce acaso dolor recordar que aquellas cosas bonitas del pasado ya pasaron. Por eso el nostálgico melancólico de hoy —y un poco también el nostálgico reaccionario— nos recuerda al poeta maldito del XIX, que vive en sufrimiento por todo lo perdido.

Garrocho nos enseña en su libro a movernos por una línea de tiempo. Y de pronto, de tanto mirarla, desconocemos qué es el tiempo. ¿Qué es exactamente el ahora? En realidad, no hay manera de definirlo. ¿Es este minuto? ¿Y los 58 segundos que le sobran al minuto después de haber leído la frase '¿Es este minuto?' qué es? ¿Dónde acaba el pasado y dónde empieza el futuro? En verdad, el futuro nos interesa en la medida en la que conseguimos proyectar la nostalgia del pasado hacia adelante. El futuro es la nada, es un abismo negro, la única manera de caminarlo con cierta templanza es agarrándose uno al retorno proyectado de los elementos amados del pasado.

Quien dice amor dice otras cosas que se le parecen: convicción, estabilidad, confort, el esqueleto de un relato.

Podemos entender, leyendo a Garrocho, que la nostalgia es el dolor por lo irrecuperable. La imposibilidad de volver al pasado es un inmenso pozo agrio de insatisfacción y desgracia. Aceptar la pérdida de la memoria se parece a aceptar la pérdida de la vida. Y esto es, ni más ni menos, que el miedo a la muerte. 

Y aquí es cuando hemos acudimos a la premisa inicial: renunciar a que la película que siempre hemos considerado la mejor del mundo —dirigida por un hombre, que nos habla de las cosas que le pasan a un hombre— no tiene por qué serlo, así como desistir del uso de la tilde que nos enseñaron en el colegio y que nos ha acompañado durante años no es necesaria, nos recuerdan, a los nostálgicos, que la muerte está al otro lado de la esquina.

Garrocho nos habla también de que la añoranza, la nostalgia y la soledad están relacionadas con el mito. El mito aparece siempre que hay un episodio asombroso en la historia. Son episodios fundacionales que nos ayudan a contar el pasado, a organizarlo, a darle un sentido de cara al futuro. Algo parecido a las metáforas. En la discusión sobre la tilde del 'solo', las metáforas aparecen del lado de los escritores y no de los lingüistas, del lado de la nostalgia y no de la racionalidad del lenguaje. ¿Y qué es la metáfora si no un ejercicio de ficción, un esfuerzo de imaginación? La nostalgia se construye con ladrillos de mitos y metáforas.

No obstante, esa difusa línea escurridiza entre el pasado, el presente y el futuro se mueve con tanta imprecisión y rapidez que metáforas y mitos están cada día más cerca del presente, un momento en el que, en teoría, debería disminuir la presencia de la nostalgia. Y no es así, porque algo sucedido ayer puede hoy ser ya 'mítico' y porque el vértigo del presente es tan apabullante que usamos metáforas a tontas y a locas para explicar el hoy, el ahora, el instante.

La música pop nos ayuda de manera diferente a como lo hacen los filósofos, pero igualmente válida ya que su liviandad la libera de cargar con la responsabilidad del pasado. En la canción La nostalgia es un arma (1999), el dúo Astrud cantaba, después de llamar “mitómano” a su interlocutor, que “el mejor momento de las cosas es cuando no han pasado porque luego, todo lo que puede hacerse, es comentarlo”. En otra ocasión (2003), Kiki d'Akí cantaba una letra escrita por Fernando Márquez que decía que “el futuro no es una mancha en la pared ni más horas mirando al mundo desde un canapé. El futuro es ahogarse en vasitos de agua termal, apurando a sorbitos el momento estival”. El futuro es el resultado de unos dados que ruedan antes de que se paren con el borde de la mesa. El futuro es la instrucción que ejecutará la máquina antes de situar las yemas de los dedos sobre las teclas. El futuro es cualquier cosa que el pasado sea incapaz de predecir, con una gráfica, con una metáfora o con una ficción.

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