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Ruido y silencio

Rastros de carmín

Guy Debord en septiembre de 1969, captura de pantalla del documental "Debord, un arte de la guerra" (BNF)

Montero Glez

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El último día de noviembre de 1994, el revolucionario francés Guy Debord decidió acabar con todo apoyando una escopeta sobre su pecho. Para entonces, Guy Debord ya se había consumido varias veces en el fuego secreto de la anarquía.

De la Internacional Letrista y de la Internacional Situacionista sólo quedaban las brasas. Con todo, desde aquel disparo de salida, en cada revuelta social se revive su memoria aunque los revoltosos lo ignoren. Desde el mayo francés y sus consignas situacionistas, hasta el 15M, pasando por lo de rodear el Congreso y denunciar a los dueños de las hambres, la presencia de Debord se hace inevitable.

Porque Guy Debord sabía que el sentido del discurso legítimo se hace de abajo hacia  arriba. Nunca al contrario. Debord había leído, y comprendido, a Maquiavelo, cuyo tratado, El Príncipe, vino a desvirgar a la política como ciencia en nombre de los oprimidos. Por decirlo de una manera actual: Debord no era un Cayetano.

Revolucionario como pocos, Debord denunció la miseria desde el corazón de la riqueza y publicó su tesis en un manual que inspiraría el mayo del 68, y que lleva por título La sociedad del espectáculo (Pre-textos). El citado manual fue publicado meses antes de la revuelta y, hasta el día de hoy, es la lectura más vanguardista del marxismo. La intencionalidad con la que Debord carga su crítica a la vida cotidiana no ha sido superada hasta la fecha.

Lo interesante, en el caso que nos ocupa, es que sus enunciados también revolucionarían el mundo de la música a finales de los años 70, cuando un avispado manager, de nombre Malcolm McLaren, reunió bajo su falda escocesa a un grupo de músicos que no sabían tocar sus instrumentos, asunto que no impidió que acabasen convertidos en estrellas del show business. Los Sex Pistols, el grupo inglés capitaneado por Sid Vicious –un pobre diablo con vicios de drogata– se convertiría en referencia musical del fenómeno punk rock. Estas cosas son las que cuenta el periodista Greil Marcus en un libro que ya es un clásico, y que acaba de ser reeditado por Anagrama. Nos referimos a Rastros de carmín.

Se trata de una obra colosal, uno de los ensayos más apasionantes de los últimos tiempos donde música, historia y filosofía se van trenzando a lo largo de más de 500 páginas bien prietas de anécdotas y de referencias alquímicas. El dadaísmo y su origen en el Cabaret Voltaire de Zúrich, en 1915, va a transitar por la historia subterránea de una Europa bélica, hasta llegar al Londres de finales de los años 70, donde una tienda de artículos sadomaso lucirá en su escaparate las consignas más persuasivas del trayecto convertidas en mercancía.

Durante el camino, se mostrará a cada paso el fundamento del situacionismo, es decir, de la crítica a la vida cotidiana que tiene su origen en el capítulo más esotérico de El Capital, donde Karl Marx, en una de sus intervenciones metafóricas más brillantes, nos habla acerca acerca del fetichismo de la mercancía; momento en el cual el objeto se subjetiviza a la vez que el ser humano se objetiviza, pasando el sujeto a depender de la mercancía, más que por su valor de uso, por su valor de cambio. En la citada relación de categorías funda Debord su tesis que, una vez  llevada a la práctica, supuso una cadena de protestas que paralizaron París durante los meses mayo y junio de 1968.

El ensayo de Greil Marcus es de esos libros imprescindibles para todas aquellas personas que les guste curiosear en la Historia, en los movimientos de vanguardia y en la relación de ambos temas con la alquimia y la música. Su lectura es un viaje anarquista, una deriva cuyo rastro, al igual que sucede con las manchas de carmín, no se puede borrar de la piel de la memoria.

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