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Pucheros frente a jeringuillas: las mujeres migrantes que ocupan un piso de Barcelona para alejar el narcotráfico del Raval

Virginia Montaño cocina un puchero en un local ocupado, que antes servía como uno de los mayores puntos de venta de drogas de Barcelona

Cristina Tallón

“¿Nos van a sacar para que entre el narco?”, pregunta Alma Calderón, quien se define como “una compañera más” de un proyecto que intenta buscar una vida digna para las mujeres mayores y migrantes que pelean contra el sinhogarismo. El pasado 1 de mayo decidieron ocupar un local vacío de la calle Agustí Durán y Santpere del Raval, propiedad de una entidad bancaria, donde una organización criminal había campado a sus anchas desde el año 2015.

Nueve meses después de que una operación policial conjunta de los Mossos d'Esquadra y la Guardia Urbana acabara desmantelando uno de los mayores centros de droga de Ciutat Vella, integrantes de varios colectivos del Raval decidieron echar abajo la puerta. Con la ocupación de este espacio, que un día fue sede de la editorial Edicions 62, las mujeres aseguran intentar alejar la posibilidad de que el narcotráfico vuelva, a la vez que se desarrolla una iniciativa comunitaria de “empoderamiento femenino”. El temor de estas cinco mujeres, que conviven bajo el mismo techo, llega ahora desde el Juzgado de Primera Instancia número 55 en forma de orden de desalojo, fechada para el próximo 28 de noviembre.

En el inmueble ocupado, América Iriarte, a sus 68 años, se empeña a fondo por dejar los cristales relucientes para la jornada de presentación del proyecto. El olor al caldo de pollo que lleva un rato cocinando Virginia Montaño inunda un local que, según Alma, nada se parece al de aquel primero de mayo. “Cuando entramos aquí estaba todo roto. Habían entrado para desalojar al narco y habían hecho registros a fondo. Accedimos miembros del Espacio del Inmigrante, el Sindicato Mantero y el Sindicato del Habitatge. En un primer momento nos pusimos a limpiar esto a fondo y a pensar qué uso comunitario era más adecuado”, afirma Alma. La necesidad de plantar cara a diferentes formas de violencia hacia las mujeres llevó a América, Virgina, Alma y dos mujeres más, que prefieren mantener el anonimato, a compartir este espacio de cinco habitaciones y una sala principal.

Triple exclusión: mujeres, migrantes y mayores

“Estábamos en la calle porque no tenemos dinero para pagar una habitación. Somos cinco señoras que no estamos bien de salud, pero vamos a sacar energía y valentía de hasta debajo de las piedras. Lo van a tener muy difícil para sacarnos a nosotras de aquí”, asegura Virginia a sus 65 años.

Esta mujer decidió viajar en 1991 desde la República Dominicana hasta España. Después de 16 años de trabajos precarios, el inicio de la crisis económica en 2017 hizo que se viera en la calle, víctima de un desahucio. La situación le empujó a convivir en un piso en el que los okupas, según su denuncia, se dedicaban al tráfico de drogas. “Aquello era una pesadilla, el resto de okupas me presionaban para que acabara marchándome. Hubo un momento en que las aguas fecales de las tuberías rotas habían inundado mi habitación”, explica.

No le quedó más salida que elegir una parada de autobús o un cajero para dormir al raso: “Recuerdo muy bien la primera noche que dormí en la calle. Me quedé en una parada de autobús disimulando que esperaba hasta que los ojos se me cerraron”, recuerda.

Virginia compartía esta situación de desamparo con el resto de sus actuales compañeras y con otras 33.000 personas en España, según el informe Estrategia Nacional Integral para Personas Sin Hogar 2015-2020. En Barcelona, entre 2016 y 2018, el incremento relativo de mujeres detectadas en la calle fue superioar al registrado en el caso de los hombres. Según los datos publicados por el Ayuntamiento de la ciudad, de 199 mujeres se ha pasado a 329, un incremento del 65%.

Entre otros aspectos, los expertos apuntan a la precariedad laboral como una de las principales raíces del problema. Algo que América, a sus 68 años, continúa viviendo en primera persona. Esta boliviana llegó a Lleida en 2006, donde trabajó cuidando a los hijos de otro matrimonio del altiplano. “Me pagaban 600 euros con los que intentaba ahorrar. Después, trabajé cuidando a personas mayores”, atestigua. La vida le llevó incluso a entrar en un convento de clausura, del que prefiere no dar el nombre.

Allí, América comenta que sintió en su propia piel la discriminación racial: “Llegué a recibir los primeros votos, pero conseguí darme cuenta de que ni siendo religiosos estamos exentos de cometer faltas”, mantiene. A su salida volvió al cuidado de personas mayores, un trabajo que muy regularmente sigue teniendo rostro de mujer migrante. Ahora intenta poder acceder a una prestación no contributiva. “Me piden documentación que debo solicitar en la oficina de extranjería. Llevo meses intentando pedir cita”, lamenta.

Como ella, otras mujeres emprendieron un viaje paralelo desde América Latina y ahora también conviven juntas. América comparte habitación con Carolina, que se oculta bajo este seudónimo huyendo de la violencia de genero de la que fue víctima en su última relación. Como ella, el 69% de las mujeres sin hogar en Barcelona han sido con anterioridad víctimas de violencia machista, según un estudio publicado por el Grup de Recerca i Innovació en el Treball Social de la Universitat de Barcelona.

Lugares de encuentro

Según sostiene Alma Calderón, la marginalidad de estas mujeres se tradujo en “energía femenina” para construir un nuevo proyecto que, no solo aspire a ser una casa donde escapar del sinhogarismo, sino que intente plantar cara a esa violencia de la que son víctimas. “Queremos dar visibilidad a las violencias que viven las mujeres mayores y que, cuando cumplen cierta edad, son desechadas del sistema capitalista. Ya no están en edad productiva y se cumple el binomio producción-reproducción de un sistema que fortalece la desigualdad entre las mujeres. Queremos construir alternativas dignas”, afirma Alma.

La propuesta persigue una educación para alcanzar el empoderamiento de las mujeres y establecer así sus propias dinámicas de relación. Buscan abrir las puertas a más mujeres con las que compartir momentos de intercambio de conocimiento de diferentes técnicas, como la serigrafía o la costura, que les permita obtener un beneficio económico futuro. También pretenden crear una ludoteca donde madres migrantes, que carecen de una red familiar, puedan dejar a sus hijos.

Luchan a contrarreloj contra una orden de desalojo que llegó el 14 de noviembre y cuya ejecución es inminente. Hasta el momento, han tenido ocasión de entregar la documentación a la Oficina de l'Habitatge del Ayuntamiento de Barcelona y confían en que la política sea capaz de mediar: “La administración tiene que ver que si nos sacan esto se va a volver a quedar vacío. ¿Por qué no mejor apostar por negociar una concesión que permita al ayuntamiento comprarlo? Así, podría crearse un centro que sirva a un entorno en el que hay muchas necesidades”, sostiene Alma.

Tienen escasos días, y en ellos aspiran a darse a conocer entre los vecinos “para hacerse fuertes contra el desalojo”. Estas mujeres tienen la certeza de que su salida traerá de vuelta al narcotráfico. “Mientras rehabilitábamos este espacio han venido a ofrecernos dinero para intentar recuperarlo. Estoy convencida de que lo querían para volver a la venta de droga, una situación de la que también están hartos los vecinos”.

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