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La guerra silenciosa en Jerusalén: crecen las colonizaciones israelíes

Ayed Al Ayubi/ Ana Garralda

Ana Garralda

Jerusalén —

Voces y pisadas se confunden con el sonido metálico de los cierres de los comercios de la Ciudad Vieja de Jerusalén. El ambiente está enrarecido. Desde que el pasado 2 de julio un grupo de extremistas judíos quemaran vivo al adolescente palestino Mohammed Abu Khdeir en venganza por el secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes, se respira una profunda desconfianza mutua. Los palestinos evitan ir a la parte oeste de la ciudad, de mayoría judía y donde han tenido lugar varios linchamientos. Los israelíes temen ir a la parte este, de mayoría palestina, debido al miedo a recientes apedreamientos. Quizás el único espacio en el que coinciden físicamente estos días sea la Ciudad Vieja. Llegó la paz en Gaza, pero otra guerra se mantiene casi en silencio: Una batalla abierta por cada casa, cada metro, cada puerta.

Sobre el empedrado de los barrios musulmán y cristiano, residentes locales, peregrinos y turistas se entremezclan en una maraña intercultural plagada de señas e identidades. Unos caminan ajetreados en una jornada más de su rutina; otros, los más religiosos, recorren lugares de obligada liturgia como la Vía Dolorosa, de especial importancia para los cristianos. Sin embargo, a escasos metros por encima, en los tejados de la Ciudad y en medio del trajín de una ciudad viva, pocos conocen la otra guerra soterrada -fuera de la atención mediática, centrada desde hace semanas en la Franja de Gaza- que hoy se libra sobre sus cabezas.

Una contienda silenciosa entre los colonos judíos y los residentes palestinos que viven en un espacio superpoblado de 36.000 habitantes y donde proliferaran los estandartes albiazules con la estrella de David. “Nos quieren echar poco a poco”, denuncia Ayed Al Ayubi, palestino de 58 años, junto al retrato de Saladino -el sultán árabe de origen kurdo que conquistó Jerusalén en 1187- del que asegura ser descendiente y que corona la sala de estar de su casa, situada en un angosto callejón del barrio musulmán. A pocos metros queda la Basílica del Santo Sepulcro, corazón del barrio cristiano.

Una zona especialmente sensible además por su cercanía a la mezquita de Al Aqsa, el tercer santuario del Islam -el lugar donde Mahoma subió a los cielos, según los musulmanes- y al Muro de las Lamentaciones, el espacio más sagrado para los judíos, pues es el único resto en pie del segundo templo destruido por los romanos en el 70 DC.

Crecen las colonias

Desde el salón, de estilo árabe, Ayed al Ayubi sale a un pequeño patio y sube las empinadas escaleras que conducen hacia el tejado de su casa. Al escalar los últimos peldaños aparece, brillante y descomunal, la cúpula dorada; al fondo se alcanza a ver el Monte de los Olivos y a la espalda el Santo Sepulcro. El palestino señala en dirección a la Basílica. “¿Ves esa terraza? Ahí viven colonos”, explica. Los árboles de la azotea, de especies foráneas, apenas dejan vislumbrar lo que hay detrás, pero sí dejan entrever una bandera israelí. “Ponen árboles y plantas para que no les veamos”, añade Al Ayubi.

En el otro extremo de la azotea y a tres pisos por encima de la entrada principal, Ayed marca otro edificio, a no más de 20 metros, igualmente con la enseña albiazul. “Esa fue mi casa hasta el año 2013”, explica Gazi Zaloum, un viejo conocido del palestino que ha querido acercarse hasta la casa de su amigo “para que los extranjeros sepan lo que está ocurriendo aquí”. Se explica.

“El vecino de abajo, que es judío, me denunció porque tenía filtraciones de agua en su techo, y el juez me ordenó que hiciera reformas en el tejado para arreglarlas”, relata Zaloum. “Pero cuando hice las obras, el juez dictaminó que había hecho una ampliación sin permiso y nos ordenó evacuar nuestra casa de toda la vida”, se lamenta. Hoy Gazi, con 60 años y escasos recursos, vive en casa de unos familiares que le han acogido.

Ayed prosigue con el relato de su amigo. “Ahora ahí viven colonos y además me están construyendo debajo”, apostilla asomándose por la tapia de la azotea y señalando un par de plantas más abajo, hacia una de las ventanas del edificio contiguo, a escasos tres metros del tragaluz de su salón, que queda justo enfrente. “A veces no podemos dormir, hacen ruido hasta muy tarde, incluso nos han dejado basura en la puerta más de una vez”, cuenta Ayed.

Para este palestino el objetivo que persiguen sus vecinos es hacerles la vida lo suficientemente insufrible como para que terminen vendiendo y marchándose de Jerusalén. “Quieren expulsarnos, derribar nuestra casa y edificar un gran modulo adyacente que conecte el asentamiento del norte con el del sur”, explica. Incluso asegura que le han ofrecido cuatro millones de shequels [unos 845.000 euros] por su vivienda junto a un pasaporte del país que él escogiera y unos 2.000 dólares en metálico para empezar de nuevo en otro lado. “Pero yo no voy a dejar mi casa. Mientras vivamos estaremos sobre la tierra, después, debajo, pero ni venderemos ni nos vamos a ir”, asevera.

Para Ayed la expulsión de los palestinos de la ciudad vieja de Jerusalén no es solo el objetivo de sus vecinos, también es el del ayuntamiento de la ciudad y hasta de los jueces israelíes. “Ya me confiscaron la tienda y ahora quieren hacer lo mismo con mi casa”, asegura mientras, escaleras abajo, llega hasta la entrada principal, coronada por otra placa del sultán Saladino. Justo enfrente está la tienda que la policía le precintó hace dos años. “Nos la cerraron con el argumento de que no habíamos pagado las facturas de agua y electricidad, pero eso no es más que una estratagema para intentar expropiárnosla”, señala. Esto le obligó a contratar a un bufete de abogados para litigar ante la justicia e intentar recuperar el usufructo del inmueble, una tarea difícil y, sobre todo, cara.

“Tengo ya varios casos abiertos ante los tribunales y he pagado más de 90.000 shequels [unos 19.000 euros] en multas por haber construido una habitación adicional en mi casa, y eso sin contar con las costas y los abogados”, comenta indignado. Ayed tiene la suerte de ser propietario de un restaurante –que gestionan sus hijos– junto a la concurrida Puerta de Damasco que le reporta los suficientes beneficios para hacer frente a las abultadas facturas. “Ahora pesa sobre la casa una orden de demolición, pero ya hemos recurrido ante el Tribunal Supremo”, añade pausado.

Para la arqueóloga palestina Abir Zayyad, que también se crió en este barrio de apretadas calles, lo que está sucediendo en Jerusalén se resume en una palabra “judaización”, y según ella, no solo institucional, sino también material y cultural. Primero, en la silenciosa adquisición de viviendas. “Antes no se veían tantas banderas israelíes en los barrios cristiano y musulmán, también había palestinas, hoy no está permitido y cada año la situación empeora”, explica.

En segundo lugar, transformando la herencia cultural. “Incluso en sus restaurantes dicen que el falafel fue inventado por los judíos, ¿el falafel?, ¡pero si viene de una palabra árabe! [فلف (filfil), que significa pimiento y quizá del sánscritopippalī]”, bromea.

Por último, Zayyad habla de lo que denomina “judaizar la propia mentalidad”. “Los israelíes que hoy viven en Jerusalén son cada vez más religiosos, más extremistas, hay una brecha en la sociedad israelí. Solo hace falta ver la cantidad de mezquitas e iglesias que están siendo atacadas cada semana por radicales religiosos. No creo que eso tenga nada que ver con el judaísmo de verdad”, explica.

“Haremos todo lo necesario para traer la vida judía”

La imperturbable cúpula de la Roca vuelve a ser testigo silencioso de lo que ocurre en otra de las azoteas del barrio musulmán, a escasos 200 metros de la casa de los Al Ayubi. Aquí, con kipá y tzitziot (los flecos que sobresalen del talit katan, una prenda que visten debajo de la ropa los judíos religiosos y que sirven para recordar los mandamientos divinos) Daniel Luria, director de la organización privada Ateret Cohanim, responsable directa de la colonización de la ciudad vieja, sentencia desafiante: “Haremos todo lo que sea necesario dentro del margen de la ley para traer de vuelta la vida judía a Jerusalén”.

Financiada gracias a las aportaciones de filántropos judíos en la diáspora, Ateret Cohanim se encarga de comprar o alquilar inmuebles en el lugar donde para ellos siempre vivieron los judíos, lo que conocen como “el antiguo barrio judío de Jerusalén”, la misma extensión de tierra que actualmente comprende el barrio musulmán y parte del cristiano.

La zona armenia y judía actual (renovada tras su destrucción durante la guerra árabe-israelí de 1948) ) también se encuentran, en un espacio sin fronteras definidas, en el seno de la ciudad amurallada. “Los judíos tenemos derecho a revitalizar esta zona (el barrio musulmán) porque Dios nos dio la tierra, eso número uno y quizá ya sea suficiente”, afirma. “Pero también tenemos derecho porque ya vivíamos aquí y fuimos expulsados ”, apostilla convencido.

Luria cuenta cómo a mediados y finales del siglo XIX hubo oleadas masivas de judíos que llegaron a la ciudad vieja -hasta 1860 Jerusalén se limitada al espacio comprendido dentro de la muralla-. “Entonces éramos una mayoría, pero ¿quién cuenta eso?”, pregunta. El colono relata cómo en los pogromos de 1920, 1929 y 1936 gran parte de la comunidad judía de la ciudad vieja fue expulsada por los árabes tras las incitaciones de algunos de sus líderes nacionalistas.

“Después llegaría la guerra de 1948, el control jordano del este (Israel controlaba el oeste de la ciudad) y 1967. Ahí nos hicimos con el control de todo Jerusalén y la ciudad volvió a estar unida”, explica. El israelí se refiere a la ocupación que ese año Israel efectuó sobre Jerusalén oriental y Cisjordania, tras salir su ejército victorioso de la guerra de los seis días.

“Ahí ya pensamos en volver pero muchas de las casas de judíos que fueron expulsados durante los pogromos ya habían sido ocupadas por los árabes”, explica. Luria no menciona, en cambio, a las familias árabes que viven desde hace centurias en el barrio y que han terminado o bien siendo expulsadas, o vendiendo sus propiedades ante las suculentas ofertas de quienes querían convertirse en los nuevos pobladores.

Este australiano hoy nacionalizado israelí y ultranacionalista asegura que, de los alrededor de 36.000 habitantes de la Ciudad Vieja, unos 5.000 son judíos. “Hace 33 años no había ni un solo viviendo aquí (barrio musulmán) hoy ya son 1.000, pero nos queda mucho que recorrer”, asevera.

Su organización no sólo gestiona la adquisición de viviendas para familias de colonos judíos, también la de propiedades destinadas a la construcción de sinagogas -hay 21 en el barrio musulmán- o yeshivás (escuelas religiosas judías) de las que ya funcionan al menos seis.

Luria ironiza. “Aquí hubo sirios, babilonios, griegos, romanos, musulmanes, cruzados, bizantinos, mamelucos, tucos, jordanos y británicos. Todos se fueron y los judíos siempre volvieron”. Para este sionista convencido la colonización de Jerusalén es parte de un proceso de “redención física”, que básicamente consiste en la vuelta del pueblo judío. Después llegará la espiritual, en la que ya trabajan los cientos de estudiantes de las yeshivás y de la que forma parte la futura construcción del templo, “entonces el Mesías llegará”, concluye Luria. Pero para que eso suceda antes hace falta que lleguen muchos más judíos, de todas partes, “a su verdadera casa, el lugar de Dios”. “Esta tierra nos pertenece, sin concesiones. Hay una Hoja de Ruta divina y nosotros, no hay duda, estamos en ella”.

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