Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
El futuro pasa por no tener un coche autónomo
Hace unos días se supo que Uber había suspendido el programa de pruebas de sus vehículos autónomos e, inmediatamente después, se oyó un “oh” muy grande en todo el planeta. Y es que hay palabras apisonadora que aplastan cualquier debate. Dinero es la principal. Pero hay otras. Tecnología, por ejemplo. Parece que la innovación es buena por definición y que cualquier cosa que sea nueva y, ahora, digital nos la tenemos que tragar como si fuese la pastilla azul. Ahí están el proceso de datos y la inteligencia artificial, que muy bien pero que está por ver que sean buenos para todos o sólo para unos pocos. Y aquí al lado, al lado de ese big data y esa IA y al lado en el tiempo, está el asunto del coche autónomo.
El concepto es tan deslumbrante que provoca que un medio de referencia en materia urbana como Citylab empiece un texto con un subidón de hipérboles que ni José Luis Moreno en una de sus presentaciones: “Las expectativas son enormes. El coche autónomo es, sin duda, la gran promesa tecnológica del siglo XXI. Una de ésas raras tecnologías que puede cambiar el mundo (…) Tanto es así, que su increíble potencial para salvar vidas es secundario frente a otras transformaciones económicas, culturales y estéticas que causará”. Sigue el colocón, digo el párrafo, hablando de la movilidad independiente que permitirá a invidentes, por ejemplo, pero también de cómo creará y destruirá industrias y transformará la forma en que las ciudades se diseñen y conecten. Y aquí es donde empieza la bajona.
Ahora que las ciudades de todo el mundo están replanteándose su diseño y su forma de conectarse y moverse precisamente restando coches a su ecuación, viene la revolución tecnología a cortar el rollo y, cambiando de piel, tratar de que sigamos atascados en el mismo problema. El reportaje de Citylab hace un repaso sobre quiénes son y dónde están las marcas que están desarrollando prototipos de estos vehículos. Habla de Uber, de Tesla, de Apple, de Waymo (el proyecto de Google) y se deja a muchas de las marcas tradicionales que también tienen las manos en la masa. Y lo hace sin poner en cuestión el beneficio real del invento para las ciudades y para las personas.
Sam el Atascos vs Harari
Sí lo pone este otro texto de otro medio sobre temas urbanos, Cities of the Future, que asegura que el advenimiento del coche autónomo puede suponer un giro de 180 grados en las políticas de recuperación del espacio público en las ciudades. Y cita a Samuel I. Schwartz –más conocido como Gridlock Sam, algo así como Sam el Atascos–, que trabajó en el departamento de movilidad de Nueva York durante los 70 y 80 y que fue famoso por tratar de sacar los coches de la ciudad en aquellos difíciles años (aclaración: lo del Atascos le viene precisamente por un plan para evitarlos). Schwartz cree que esta nueva tecnología automovilística invertirá la tendencia de alejamiento del coche por parte de los jóvenes y que incrementará el número de kilómetros recorridos por vehículo. O sea, que mal.
O puede que no tanto, si hacemos caso al hombre que mejor está contándonos hacia dónde vamos. Yuval Noah Harari es un historiador israelí que, con Sapiens (Debate, 2014), ha hecho la fotografía más reveladora de nuestra especie que se puede leer y que, con Homo Deus (Debate, 2014), ha terminado el retrato pintando un relato tan apasionante como acongojante de nuestro futuro más posible.
Es en este último libraco donde Harari se imagina en un tiempo –cercano, el coche sin conductor estará entre nosotros, según todos los expertos, en diez años– en el que no necesite tener un carro en propiedad porque una flota de vehículos autónomos se encargará de la movilidad del personal. Así, uno de esos vehículos le esperará cada día a las 8.04 y le llevará en media hora a la Universidad para luego hacer otros portes humanos y volver, ése u otro de la flota, a las 18.11 a depositar al investigador en su casa o en su centro de meditación o donde quiera. “De esta manera –escribe Harari–, 50 millones de coches colectivos podrían sustituir a 1.000 millones de coches particulares, y también necesitaríamos menos carreteras, puentes, túneles y aparcamientos. Siempre –añade–, claro está, que yo renuncie a mi privacidad y permita que los algoritmos sepan siempre dónde estoy y a dónde quiero ir”. Y siempre, añado yo, que Harari para entonces conserve el curro y no se lo haya quitado un robot, como parece que nos pasará a casi todos, aunque eso es otra historia.
En cualquier caso, es necesario que nos metamos en la cabeza que la verdadera revolución no es que la tecnología nos permita viajar sin conducir el vehículo sino que nos ayude a movernos sin poseerlo. Aunque ya hay muchas empresas de automoción que lo saben (PSA y Daimler, por ejemplo, con el éxito de sus coches compartidos en Madrid), marcas y gobiernos nos van a ir inyectando la idea de que necesitamos poseer un coche autónomo por encima de todo. La misma burra que nos han vendido las últimas décadas y que hemos comprado pensando que eso era la modernidad.
Pues no. Sólo si nos quitamos millones de coches de encima y combinamos las flotas compartidas con transporte público (toma flota compartida, por cierto), bicis y mucho paseíto estaremos siendo innovadores e inteligentes de verdad. Lo otro, lo de tener un carro muerto de asco en el garaje o en la calle el 80% del día, por muy autónomo que sea, es más viejo que la tos. Y muchísimo más tonto.