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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

Una metáfora para Madrid Central

Señales que indican que Madrid puede cambiar.

Pedro Bravo

“La característica realmente única de nuestro lenguaje no es transmitir información sobre lo que existe, sino hacerlo sobre cosas que no existen en absoluto”. Unas de las revelaciones más pistonudas del muy revelador Sapiens (Debate, 2014) de Yuval Novah Harari es ésta que cuenta que es la capacidad de fabulación la que ha llevado al ser humano a mandar sobre el resto de los animales y otros humanos. Según explica el israelí, la ficción “no sólo nos ha permitido imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente”. Así, a través de relatos comunes, se une gente que no se conoce y trabaja con objetivos que también se convierten en comunes. Como digo, bueno, como dice él, esta capacidad para generar relatos, creérnoslos y, a partir de ahí, articular relaciones y proyectos basados en la confianza, nos ha hecho gobernar todo esto, pero también darnos muchos golpes. De hecho, nos puede llevar al chasco final.

El dinero, la religión, la nación, el equipo de fútbol, la ley… Todo lo que mueve nuestro mundo nos lo hemos inventado nosotros, nada venía de serie en el planeta que nos da cobijo. A estos conceptos tan poderosos hay que sumar esas creencias y certezas que se nos pegan de los mensajes propagandísticos o incluso de nuestras propias iluminaciones y que nos impiden ver las cosas como son por mucho que las tengamos delante o nos las cuenten con demostraciones empíricas.

Aunque quizás no lo parezca, vengo por aquí a hablar de Madrid Central. Como pasa con muchos otros temas, el ruido en este debate es insoportable, azuzado en parte por intereses partidistas, pero también salido de lo más profundo del sentir —del creer, más bien— ciudadano. Todo muy poco objetivo, todo muy humano.

De un lado, se atribuyen a la puesta en vigor de la medida efectos terribles para la vida de las personas y de la ciudad en general. Todo tiene que ver con la limitación de uso de un vehículo, el coche, al que aplicamos por costumbre —y por las enormes campañas de publicidad que se llevan haciendo décadas para que así sea—, valores que, al menos en su uso urbano, no puede demostrar: libertad, comodidad, eficiencia, ahorro (de tiempo y dinero), rentabilidad para el comercio, velocidad, seguridad… No importa que miles de estudios y datos contradigan estas virtudes. tampoco es relevante que haya otros tantas evidencias de la necesidad de parar de quemar combustibles fósiles, de limpiar el aire, de aliviar los atascos, de reducir los atropellos, de mejorar el espacio público. Quienes están en contra de la medida, lo están en muchos casos desde la firme convicción de que el coche es para ellos algo positivo y/o necesario en uno o todos los momentos de su vida urbana y que limitar su uso, aunque sea para determinado tipo de vehículos y en una delimitada y no excesivamente grande zona de la ciudad, es inviable. (No ayuda a aliviar estas creencias que haya partidos que juren que tienen otras soluciones para mejorar la calidad del aire que no pasan por restringir el uso del coche y que van a revertir el asunto si ganan, dos cosas tan hipotéticas como la religión Jedi).

Del otro lado, también hay un montón de personas que tienen la firme convicción de que puede existir la ciudad sin coches de ningún tipo. Como si fuera posible hacer todos los trayectos diarios caminando, en bici o en transporte público; como si no hubiera detrás de su uso costumbres, formas de vida e intereses que están en el ADN de nuestro sistema económico y de valores; como si no se hubieran dado nunca un paseo con los ojos abiertos por cualquier ciudad.

Un único diagnóstico, un único tratamiento

El choque entre los creyentes de ambas ficciones genera ese ruido infernal que nos aleja de la realidad. Madrid Central es una medida necesaria, requerida por Europa, puesta en marcha anteriormente de forma similar en otros lugares, llena de excepciones que la hacen moderada y cuya única exigencia, por eso, será un leve cambio de algunas costumbres, un cambio del que probablemente en unos años ni nos acordemos. Esto es todo.

“La metáfora es un invento tan importante como la rueda”. Lo decía el otro día en una entrevista en La Vanguardia el neurocientífico Daniel C. Dennet, autor del libro De las bacterias a Bach: la evolución de la mente (Pasado y Presente, 2017). Dennet profundiza en lo de Harari y dice que sobre la metáfora construimos herramientas más complejas como “el silogismo, la lógica, la computación y el algoritmo”. Y yo, porque me dedico a escribir y por eso dependo de las metáforas y porque estoy de acuerdo, acabo con una. A ver si sirve para algo.

Madrid, como muchas otras ciudades en el mundo, es un paciente que va a la consulta del médico. Se ha hecho un montón de pruebas y todas indican lo mismo. Tiene una afección en las vías respiratorias y en el sistema circulatorio que es grave y está a punto de atacar irreversiblemente a todo el organismo. El médico, en modo realista, le dice que sólo tiene una opción. Además de tomar algunas medicinas, debe cambiar de hábitos: debe dejar de fumar, comer más sano y hacer una vida un poco más activa. Si lo hace, tiene posibilidades de sobrevivir. Si no, es seguro que morirá muy pronto. Mientras recibe la noticia, el paciente oye de lejos el escándalo en la sala de espera. Son algunos de sus familiares más queridos, sangre de su sangre, discutiendo a gritos sobre el diagnóstico y el tratamiento, sobre su destino.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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