La vida en los campos de refugiados en Bangladesh cinco años después del éxodo rohingya
“Si fuera un pájaro volaría hasta mi casa”. Esta frase que guarda la melodía de un poema no es literatura, sino las palabras que emplea Anowara, una madre de familia, para explicar lo que siente como refugiada rohingya en Bangladesh.
Sin embargo, sabe que ni ella ni su pueblo pueden volver hasta que no existan medidas de seguridad que garanticen el regreso a un entorno seguro, libre de discriminación y violencia, donde sus derechos y libertades y el acceso a una vida digna sean posibles. Y es que, aunque en Myanmar está su casa y es la tierra que la vio nacer, allí la discriminación hacia la minoría étnica musulmana a la que pertenece sigue vigente desde la década de los 60. El gobierno se niega a reconocer a los rohingyas como ciudadanos, lo que les convierte en la población apátrida más grande del mundo, viven segregados del resto de la población y tienen un acceso muy limitado a derechos fundamentales como el acceso a la asistencia sanitaria, a la educación o a un empleo.
Anowara es una de las miles de personas que en 2017 escaparon de la campaña de violencia selectiva por parte del ejército birmano que arrasaba con las aldeas donde vivía la población rohingya, obligándolas a abandonar sus hogares y cruzar hacia Bangladesh, uniéndose así a otros cientos de miles de rohingya que habían buscado y encontrado refugio en el país en años anteriores. Según los datos oficiales se calcula que, en estos últimos cinco años, 773.972 personas de la comunidad rohingya escaparon hacia Bangladesh instalándose la mayoría en asentamientos como el de Kutupalong, en la región de Cox’s Bazar, o en la isla de Bashan Char, entre otros.
Vivir entre la supervivencia y la desesperanza en el exilio
Si bien es cierto que, desde el inicio de esta crisis humanitaria, el Gobierno de Bangladesh y las comunidades locales, junto con las agencias humanitarias, respondieron rápidamente a las necesidades de los refugiados que llegaban, proporcionándoles refugio en el que ahora es el mayor campo de refugiados del mundo en Cox's Bazar, las condiciones de vida para los casi un millón de refugiados rohingya apátridas son cada vez más difíciles.
El paisaje de los campos está formado por un mar de precarios refugios con estructuras de bambú donde reina el hacinamiento y la electricidad o el agua corriente brillan por su ausencia. El acceso al empleo y la educación también es muy limitado y genera un sentimiento desesperanzador que, sumado a todo lo vivido antes del exilio, deja huella en la salud mental de sus habitantes.
Además, los efectos de la pandemia de la COVID han provocado el aumento de los niveles de inseguridad alimentaria tanto en la población refugiada como en la local más empobrecida. Una evaluación del Programa Mundial de Alimentos encontró que, a finales de 2020, el 86% de las personas refugiadas rohingyas eran altamente vulnerables a la pobreza y el hambre, en comparación con el 70% en 2019.
Otro gran obstáculo es el olvido que envuelve a esta crisis humanitaria que cumple cinco años. Se trata de una desmemoria que la comunidad internacional protagoniza y que la población rohingya sufre. Por eso Anowara, se niega a pasar página y lidia con la nostalgia cada día que pasa en el campo de refugiados donde sobrevive con sus hijos, sin recursos para acceder a una alimentación básica si no es por la ayuda de organizaciones o instituciones locales o internacionales. “Este año, en ramadán, durante cuatro días rompí el ayuno solo con agua porque no tenía dinero para comprar comida”, lamenta la mujer.
ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, hace un llamamiento para que se redoblen los esfuerzos para garantizar tanto ayuda financiera como soluciones para los rohingya, y advierte de que numerosas encuestas de evaluación humanitaria han revelado que entre las principales necesidades que no logran ser cubiertas se encuentran una nutrición adecuada, materiales de refugio, infraestructuras de saneamiento y oportunidades de subsistencia.
“Después de cinco años, la operación ya no se considera una emergencia. Sin embargo, las necesidades siguen siendo humanitarias, es decir de supervivencia. Estas personas llevan toda su vida sin tener acceso a derechos. El esfuerzo que realiza Bangladesh en permitirles un espacio para vivir en paz es increíble, pero insuficiente. Necesitan más apoyo, desde alzar la voz para que la gente sepa que existe esta población apátrida a quien se le ha privado de tener una documentación e identidad, hasta apoyo económico, puesto que, sin este, no habrá cómo cubrir las necesidades básicas, como buena alimentación o educación”, explica Regina de la Portilla, oficial de comunicación de ACNUR en Bangladesh.
Algunas personas, incluso, han optado por salir también de Bangladesh a pesar de tener que recurrir a peligrosos viajes por mar en busca de un futuro mejor. Malasia es uno de los destinos de esta ruta que lideran traficantes de personas y ha dejado episodios de trato inhumano, abandonando en el mar embarcaciones repletas de personas -mayoritariamente rohingya- durante meses. Begum Ziyah, de 19 años, es uno de los supervivientes de estas travesías del horror, que en su caso duró desde marzo hasta septiembre de 2020. “La gente estaba nerviosa y frustrada y la dotación empezó a golpearlos. Yo ayudé a limpiar la sangre de los cuerpos de dos personas”, relata la joven sobre la pesadilla que vivió durante casi siete meses en el mar y en la que perdieron la vida al menos 30 personas.
La educación como faro de luz en los campos de refugiados en Bangladesh
En este contexto, las necesidades de protección —especialmente las de mujeres, niños y personas con discapacidad— no suelen denunciarse. La violencia contra niños y mujeres, especialmente la violencia de género, está rodeada en un estigma que puede dejar sin voz a los supervivientes, que a menudo no pueden acceder a apoyo legal, médico, psicosocial o de otro tipo.
Por eso, organizaciones como ACNUR, apuntan hacia la “necesidad de aumentar el apoyo a la educación, al desarrollo de habilidades y a las oportunidades de subsistencia” y pone en marcha actividades para superar los retos educativos en los campos de refugiados en Bangladesh y que las generaciones más jóvenes puedan estar preparadas para su eventual retorno, al tiempo que les ayude a mantenerse seguros y productivos durante su estancia en el país de acogida.
En este sentido, de la Portilla apunta hacia el espíritu de superación de las y los adolescentes que, a pesar de crecer sin acceso a educación formal, “se enseñan y apoyan mutuamente, algunos han logrado hacerse de un móvil y aprenden inglés en TikTok. Su fuerza, esperanza y energía, inspiran. Si tuvieran oportunidades de educación o medios de vida, alcanzarían metas extraordinarias, estoy segura”, concluye la trabajadora humanitaria que pone como ejemplo al joven Hasson, que llegó a los ocho años escapando de Myanmar y a pesar de ser una persona sorda, ha encontrado en la fotografía y el arte un lenguaje para expresar lo que siente y mostrar al mundo lo que su comunidad vive.
Yasmine, de 18 años es una de las niñas y jóvenes que pertenecen a uno de los 70 clubes de adolescentes que ofrecen educación informal a 10.000 jóvenes refugiados rohingyas que viven en estos campamentos, donde más del 50% de su población son menores o jóvenes, pero muchos no han tenido acceso a una educación formal desde que llegaron a Bangladesh.
“Si pudiera continuar con mi educación, sería médico o profesora... Pero no tenemos estas oportunidades”, lamenta la joven refugiada de 18 años que solo había asistido a un año de escuela primaria cuando huyó de Myanmar a Bangladesh con su familia en 2012.
Las niñas y los niños más pequeños pueden asistir a centros de aprendizaje, pero hasta hace poco, el plan de estudios informal consistía principalmente en alfabetización y aritmética básica, y atendía únicamente a quienes tenían entre 4 y 14 años.
Después de la aprobación del Gobierno de Bangladesh, ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, UNICEF y sus socios han introducido un programa de aprendizaje más formal basado en el plan de estudios nacional de Myanmar, que acabará por solucionar el grave déficit de educación también para las niñas y los niños mayores de los campamentos.
Shah Alam, de 22 años, también es uno de esos jóvenes que vio cómo su educación terminó abruptamente cuando se vio forzado a huir de su natal Myanmar antes de poder graduarse de la escuela preparatoria. Sin embargo, nunca ha renunciado a su sueño de ser profesor. Tras ser formado como asistente educativo en programas liderados por ACNUR, hoy dirige una clase de alrededor de 40 niñas y niños rohingyas en el campamento de Kutupalong a los que atiende haciendo brillar su vocación de profesor y ayudando a mantener vivos los sueños de los más pequeños. “Mis estudiantes llevan en su corazón el sueño de realizarse”, defiende orgulloso dejando una ventana abierta a la esperanza.