Auge y desvirtuación del 'síndrome del impostor': ¿por qué se ha popularizado la sensación de que no somos suficiente?

Auge y desvirtuación del 'síndrome del impostor'.

Laura Torvisco Alzás

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En los últimos años, el llamado 'síndrome del impostor' ha ganado popularidad al extenderse entre un creciente número de individuos. Cada vez son más las personas famosas y anónimas que confiesan sentirse atrapadas en una espiral de autoduda, llegando a cuestionar sus propios méritos y a sentirse como impostores en sus propias vidas y trabajos. El contenido que responde a esta etiqueta prolifera en redes, en ocasiones desvirtuando su sentido original —se acuñó como fenómeno, no como síndrome— y entendiéndolo como si fuese una condición psicológica individual más que como un fenómeno colectivo que responde sobre todo a cuestiones estructurales. Así se ha difundido su uso.

El escritor Neil Gaiman, autor de Buenos presagios, Coraline y padre de la serie de cómics Sandman tuvo, como él mismo cuenta en su web, la suerte de asistir a un encuentro con artistas, científicos y escritores en 2012. Una vez allí, rodeado de eminencias —relata— recuerda experimentar un extraño temor a ser descubierto como alguien que no había hecho cosas importantes entre tanta gente que sí había aprovechado su tiempo.

Transcurrieron los días de la celebración con este estado permanente de inseguridad. Sin embargo, algo sucedió cuando, en la tercera noche, mientras disfrutaba de un espectáculo musical en la parte trasera del salón, se sentó a su lado un hombre mayor con el que no solo compartía el gusto por el whisky en vaso corto, sino también el propio nombre: Neil Armstrong. Entre tragos y conversaciones de sobremesa, el astronauta echó la vista a la sala y confesó: “¿Qué diablos estoy haciendo aquí? Estas personas han hecho cosas increíbles. Yo simplemente fui a donde me enviaron”. En ese momento, Gaiman, embriagado entre alivio y comprensión, dijo: “Sr. Amstrong, fue usted el primer hombre en pisar la luna. Creo que eso cuenta para algo...”.

Esta sensación de duda constante sobre uno mismo no la estrenaron 'los Neils' de esta historia, sino que viene desde muy atrás. La psicóloga social Pauline Clance ya se había topado con él. A ella también le invadía este sentimiento de no estar a la altura. Ni siquiera le bastó haberse convertido en la primera de su familia en conseguir acceso a la universidad para abandonar esta sospecha persistente de haber engañado a los demás para que pensaran que era suficiente. A mediados de los 60 compartió su preocupación con su compañera, la también psicóloga Suzanne Imes, que había experimentado esta misma ansiedad. Ambas, que ya eran profesoras por aquel entonces en Oberlin College, observaron que sus alumnas vivían en un estado de alerta constante por temor a fallar, llegando a desvirtuar su propia realidad. De ahí que algunas confesaran sentirse como “impostoras” entre la excelencia que caracterizaba a los demás. Así nació lo que denominaron “el fenómeno del impostor”.

El fenómeno del impostor fue acuñado por primera vez por las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes. El concepto invadió el mundo a una velocidad impetuosa, pero el verdadero punto de inflexión y difusión llegó con el auge de las redes sociales

A partir de ese momento, ambas se pusieron a trabajar en un estudio para el que entrevistaron a más de 150 mujeres, profesoras, alumnas y mujeres vinculadas con las ramas de la abogacía, la enfermería y el trabajo social.

Este concepto invadió el mundo a una velocidad impetuosa, pero el verdadero punto de inflexión y difusión tuvo lugar con la llegada y auge de las redes sociales. Tal es su poder, que cualquier término que deambule por ese universo puede ser castigado con una saturación cultural o, lo que es peor, con su propia deformación. Esto último es precisamente lo que le ha ocurrido al término acuñado por Clance e Imes, que se ha convertido, muy a su pesar, en el 'síndrome del impostor'. 

No faltan los ejemplos de personajes del ámbito público —principalmente mujeres— que han hablado abiertamente de ello. C. Tangana en una entrevista con este medio o la ministra de Igualdad, Ana Redondo, son algunos de los más recientes. Hace apenas unos días, Redondo admitía durante un coloquio en el evento institucional del 8 de marzo haber sido impactada por el síndrome del impostor, como un dardo que alcanza su blanco, cuando Pedro Sánchez la invitó a liderar la cartera de Igualdad. “Cuando me llama el presidente y me dice '¿quieres venirte?' Yo dije 'pero si no puedo, si no voy a ser capaz, no voy a dar la talla, lo único que había en mi cabeza es ¿seré capaz de dar la talla? (...) El síndrome de la impostora me ha acompañado en mi vida (...) Tienes que decirte todos los días 'eres capaz”.

Según un estudio realizado por la consultora KPMG publicado en 2023, el 75% de las mujeres en puestos ejecutivos lo han experimentado en el ámbito laboral, sintiendo que no están lo suficientemente cualificadas para desarrollar su trabajo. Pero el llamado 'síndrome del impostor' no solo lo experimentan los famosos ni se aparece en el trabajo o entre estudiantes, sino que su popularización ha derivado en un uso a veces desvirtuado de su significado original y aplicable a multitud de ámbitos: “¿Os sentís impostores cuando os montáis en el metro? Tengo la sensación de merecerme el asiento menos que nadie”, decía en Twitter Raquel, una usuaria barcelonesa licenciada en filología hispánica. 

De fenómeno a 'síndrome'

Salta a la vista que el fenómeno del impostor se ha adherido a la sociedad y ha abrazado el día a día de muchos. Tanto es así que incluso se ha llegado a incorporar al diccionario de la psicología sin ni siquiera constar en el Manual diagnóstico y estadístico de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría 6 ni figurar como diagnóstico en la Clasificación internacional de enfermedades, décima revisión (CIE-10).

En este sentido, María Martín, psicóloga, afirma que el 'síndrome del impostor', lejos de ser nombrado como síndrome y, considerado, por tanto, como patología, debería tratarse como “un comportamiento que se aprende y unas emociones que se asocian”. 

Martín asegura que, aunque el sentimiento de impostor no es estrictamente similar a la depresión o la ansiedad, sí que guardan una estrecha relación: “Detrás del síndrome del impostor hay miedo y el miedo es ansiedad”, alega. En ese miedo irracional quizá se encuentre la repercusión más devastadora que, en su opinión, este puede ocasionar: “¿Cómo dedicarte a un trabajo que te ayuda a levantarte feliz por las mañanas y a que la rutina no se te haga tan pesada puede convertirse en tu peor enemigo?”, dice la psicóloga. 

María Martín, psicóloga, afirma que el 'síndrome del impostor', lejos de ser nombrado como síndrome y, considerado, por tanto, como patología, debería tratarse como 'un comportamiento que se aprende y unas emociones que se asocian

El 'síndrome de la impostora'

Sin embargo, es evidente e innegable que, como dejan ver las investigaciones y testimonios públicos, por lo general, las mujeres tienen más bajas expectativas que los hombres respecto a sus éxitos. Tan solo hay que escuchar a una amiga, a una compañera, incluso a una jefa, para ser consciente de que las mujeres, especialmente las que tienen puestos de más responsabilidad, son las que mayor inseguridad sufren en cada paso que dan.

En una entrevista con el Diario Ara, mujeres de distintas edades y ámbitos diferentes conversan sobre este fenómeno transversal, entre ellas la periodista y escritora Anna Pacheco, copresentadora del pódcast Ciberlocutorio y especializada en abordar temas sociales con perspectiva de clase y género. Pacheco explica que, desde su punto de vista, el problema recae en cómo está repartida esta tendencia: “El síndrome del impostor está muy mal repartido. Casi siempre nos afecta a nosotras”, destacando que se trata de un problema social determinado por un sesgo de género. La periodista relaciona este comportamiento con el hecho de que a las mujeres “se nos ha educado socioculturalmente en una manera de ser que está anclada en el patriarcado”, una concepción que tacha de incorrectas a aquellas mujeres que se expresan sin miedo ni reparo.

Denisa Praje, psicóloga especializada en trastornos de la conducta alimentaria y conocida por sus reflexiones diarias en Twitter sobre psicología y sociedad, comentaba al respecto en esta plataforma que “el síndrome del impostor en mujeres se mantiene, en parte, porque parece que es la única forma de que se nos perciba como humildes o modestas ('seguridad=soberbia') y que se nos reconozcan nuestras aptitudes”.

Andrea Ramírez, estudiante de química y aficionada al boxeo, nos cuenta su experiencia al respecto en este deporte altamente masculinizado: “Hemos sido educadas en un sistema que da la mano al patriarcado y que nos hace creer mediante la publicidad, la enseñanza e incluso desde la propia institución familiar, que las mujeres no damos la talla en casi nada”. El boxeo, un deporte de presencia mayoritariamente masculina, es una de las múltiples realidades que potencian las barreras arquitectónicas del techo de cristal y las mentales como el sentimiento de impostoras. Andrea lucha cada día en el ring con comentarios cargados de condescendencia que la empujan a la espiral de la desconfianza: “Con este aluvión de inseguridades que nos inculcan desde que damos un salto a la realidad, los hombres nos dejan sin control y nos tienen controladas”, añade. 

Además, ahonda en la cuestión trascendiendo desde el machismo encubierto tras falsa modestia hasta el sistema capitalista que también impregna nuestra sociedad. “El capitalismo es el que soporta el peso del patriarcado. Saca el máximo beneficio del 'síndrome del impostor' generando una competitividad tóxica entre nosotras que hace que vivamos infinitamente en un bucle de esfuerzo”. Además, el esfuerzo en el caso de las mujeres juega por partida doble, tal y como sostiene la psicóloga María Martín: “Las mujeres, aparte de demostrar su valía en el trabajo, tiene que demostrar su valía en un mundo de hombres”.

Es también una cuestión de clase

Stephanie Land, la mujer cuyas memorias protagonizaron La asistenta, ponía de relieve en una entrevista en S Moda un tema que cala hondo en el universo de los impostores: la clase social. “La gente pobre asume que no puede sentir o merecer cosas bellas”. Land se hizo famosa por plasmar en su obra las batallas que libró para sacar adelante a su hija con 28 años, sin ahorros y con el peso de haber vivido una relación violenta, todo ello deambulando entre viviendas de acogida y pisos cochambrosos que pagaba con lo que le daban por limpiar casas. Tras su publicación empezó a gozar de unos privilegios que como clase trabajadora no contemplaba anteriormente: “Cuando volé en primera clase sentí estar atrapada en un lugar al que no pertenecía. Me hacía sentir un fraude, o más bien mi yo del pasado un fraude, o de alguna manera ambas versiones de mí fraudulentas a la vez”, dice en la entrevista. 

En relación con esto, Cristina Barrial, doctoranda de antropología social, afirmaba en 2021 para el El Salto que la meritocracia se ha convertido en otro factor latente en el vínculo que predomina entre clase social y el llamado 'síndrome del impostor'. La doctora comenta que el discurso de la meritocracia no valora las dificultades añadidas que dependen de la situación económica: “No quiere decir que no sirvas para esto, sino que no puedes hacerlo de otra manera porque no tienes recursos. La sensación de no estar a la altura depende mucho de la clase social”.

Las periodistas Ruchika Tulshyan y Jodi-Ann Burey trasladaron el tema un paso más allá de la perspectiva capitalista y de género, abordándolo como una tendencia planteada erróneamente desde sus orígenes: “El síndrome del impostor dirige nuestra visión hacia arreglar a las mujeres en el trabajo en lugar de arreglar los lugares donde trabajan las mujeres”, escriben en Harvard Business Review. Desde que escucharon por primera vez este término hace aproximadamente una década, siempre han recriminado la falta de toma de conciencia por parte de Clance e Imes respecto al sesgo de género y el racismo estructural, pues en su estudio se centraban exclusivamente en factores como la dinámica familiar y la socialización de género, ignorando otros indicios de desigualdad como el racismo sistémico.

Lisa Factora-Borchers, autora y activista filipina-estadounidense, revelaba en una conversación con The New Yorker a propósito del tema sentir cierto resquemor en sus entrañas cada vez que escuchaba hablar sobre el 'síndrome del impostor' a sus colegas blancos: “¿Cómo puedes pensar que eres un impostor cuando todos los moldes fueron hechos para ti?”.

En una entrevista con elDiario.es, la novelista gráfica Quan Zhou también ahondaba en esta idea: “No conozco ninguna mujer racializada que no padezca el síndrome de la impostora”, decía. “El síndrome de la impostora me viene al preguntarme si es suficiente lo que publico, por ejemplo (...) Hay un dicho que es 'ojalá nacer con la autoestima de un hombre blanco mediocre' (risas). No todas partimos del mismo sitio y este reconocimiento ayuda a paliar ese 'no valgo suficiente' o 'quizás lo que cuento no es tan importante o tan válido'. En Estados Unidos se llaman identity politics o creaciones identitarias. Me pregunto si yo valgo porque soy china. A mí me sirvió de mucho el mirar con amor mi camino”.

Todos estos sentimientos que experimentamos como víctimas del fenómeno del impostor son, en última instancia, el resultado del sistema en el que (sobre)vivimos, más que una consecuencia psicológica. Es el sistema el que nos hace vivir en guerra con tres preguntas protagonistas de nuestras peores pesadillas: qué somos para nosotros mismos, qué somos para el mundo y cómo entiende el mundo aquello que somos. Si nos paramos a pensarlo, al final este fenómeno es un poco como esa madre que te dice 'es que no quiero que te salga mal y sufras'. Pero ni siquiera las madres tienen siempre la razón.

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