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La corrupción, según Felipe González

Ignacio Escolar

Encubrir a tus hijos mientras roban no es corrupción. Defraudar durante al fisco durante más de tres décadas tampoco es corrupción. Esconder dinero en paraísos fiscales no, es ni mucho menos, corrupción y, por supuesto, que toda tu familia se convierta en millonaria para diez generaciones al calor de los pelotazos y la adjudicación pública tampoco es corrupción. Según Felipe González, lo de Jordi Pujol no parece corrupción: encubrimiento a la sumo, una maniobra de distracción.

Felipe González Márquez, expresidente español durante los años en los que en Catalunya reinaba el muy poco corrupto Jordi Pujol, ha hecho una defensa del expresident que no tiene perdón. Felipe se hace eco de una teoría muy extendida entre ciertas élites: que Pujol se sacrifica para salvar a su familia, pero que fueron los demás y no él quien robó.

La tesis de Felipe no tiene agarre alguno. Asumiendo que entre los muchos defectos de Jordi Pujol no está la estupidez, es imposible creer que el entonces president no supiese nada del tren de vida y los orígenes de la fortuna de su propia familia. Unos dineros que, además, solo se explicaban por su inmenso poder: porque hacer favores a la familia Pujol tenía después su contraprestación. Unos presuntos sobornos que solo se explican por la importancia de apellidarse Pujol.

Por ejemplo, la operación Europraxis, una consultora de medio pelo propiedad, entre otros, de Josep Pujol. Indra la compró por 44 millones de euros, un precio desmesurado para lo que entonces era su facturación. Casualmente, Indra después consiguió una serie de grandes contratos con la Generalitat que, hasta entonces, apenas le daba negocio en esa Administración. La escandalosa noticia se publicó en 2002. No pasó nada, como tantas y tantas veces con los Pujol.

Que Pujol es un corrupto no es ya una hipótesis: es un dato que ha confirmado el propio fundador de Convergencia al admitir en su famosa carta que defraudó al fisco durante décadas, desde que llegó al poder. Incluso si damos por buena su increíble versión –ese cuento de una herencia de la que su propia hermana no sabía nada– Pujol ya acepta en ella que robó a Hacienda: que nos robó a todos los demás.

La gran duda no es si Pujol es un corrupto; él mismo lo ha aclarado ya. La pregunta que muy pocos saben responder es otra: ¿por qué Pujol se decidió a confesar? ¿Por qué admitió que su familia escondía dinero en paraísos fiscales en lugar de mantener la clásica estrategia de negarlo todo, como había hecho durante todo este tiempo ante otras informaciones igual de graves que las que El Mundo estaba publicando esos días?

Visto el resultado de su carta, está claro que hay algo en las piezas que conocemos que no acaba de encajar. Si Pujol hubiese mantenido su silencio, hoy no tendría un escrache diario en la puerta de su casa. Su apellido no estaría en el fango. La fundación que lleva su nombre no habría decidido cerrar. No habría perdido sus privilegios ni su familia tendría un futuro tan negro ante el juez.

Y ni el más convergente se puede creer que, tras treinta años de mentiras, a Pujol le ha dado simplemente un ataque de responsabilidad.

Entre las élites económicas catalanas, circula la teoría de que la confesión de Pujol esconde más: algún tipo de pacto que algún día, tal vez, llegaremos a conocer. Lo cierto es que el Gobierno no ha hecho oferta política alguna ante la pulsión independentista, pero es evidente que, en estos años, el CNI, la Policía y la Agencia Tributaria se han movido en Barcelona mucho más.

Que el estallido del caso Pujol sea una repuesta del Estado ante el auge del soberanismo catalán no quita ni un gramo de gravedad a lo que ha hecho este molt honorable ladrón. Pero sí deja grandes dudas. ¿Cuántos otros padres de la patria esconden dinero en Suiza? ¿Es que acaso en España el poder permite el robo, pero no la traición?

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