«Vivimos en una democracia teatral. Los políticos interpretamos el papel que nos toca y luego en privado hacemos y decimos lo contrario. La gente ya no se traga esta mascarada». La frase es de un importante político que ha sido casi todo en España. Lo dijo en privado, claro. En una comida off the record, entre bambalinas, donde los actores políticos se quitan el maquillaje ante los periodistas e intentan explicar lo que sucede con una extraña sinceridad que mezcla el sentido de Estado con el cinismo, como si fuesen sacerdotes que ya no creen en dios.
La distancia entre la democracia representativa y la democracia teatral es una de las grandes brechas abiertas en la credibilidad institucional. El último golpe en este país arruinado, desorientado y deprimido ha llegado esta semana con la confirmación de esos sobresueldos, esos «gastos de representación», que durante décadas se repartieron en secreto los principales actores del Partido Popular. Representación (diccionario de la RAE, tercera acepción): «Figura, imagen o idea que sustituye a la realidad». El nombre no ha podido estar elegido mejor.
La realidad de esos sobresueldos, del caso Bárcenas que hoy investiga la Audiencia Nacional, es gravísima, y eso que aún hay flecos sueltos por aclarar. Ya sabemos -según ha publicado El País- que el PP incumplió la ley electoral de financiación de partidos de forma sistemática, durante años, impunemente y sin que nadie en el inane Tribunal de Cuentas detectase la más mínima irregularidad. Los donativos anónimos superaban el máximo legal, se troceaban, se disimulaban y procedían de empresas con contratos con la Administración, que tienen prohibido donar. Sabemos también que estos presuntos delitos están prescritos pero, más que un atenuante, la falta de responsabilidad judicial agrava la responsabilidad política.
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