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Sobre este blog

Periodista de formación, publicista de remuneración. Bilbaíno de paraguas y zapatos de cordones. Aficionado a pasear con los ojos abiertos pero mirando al frente y no al suelo, de ahí esta obsesión con las baldosas.

Las catedrales invisibles

Carlos Gorostiza

“Si estuviésemos ante esta obra hace más de mil años, habríamos inaugurado una catedral”. Más o menos esas fueron las palabras que el alcalde Ibón Areso pronunció el pasado 28 de noviembre en la puesta en marcha del nuevo tanque de tormentas recién construido en Etxebarri. La cosa no es para menos. El tal depósito ha costado 33 millones de euros y, usando el Sistema Métrico Periodístico (SMP), tiene un volumen equivalente a un campo de fútbol con la altura de un edificio de cinco plantas. Mucha agua. Porque tamaña inversión sirve, precisamente, para recoger la que sobra cuando el Nervión se pone estupendo. No solo la recoge, evitando así inundaciones y “aguaduchus”, sino que también permite retirarla del cauce y drenarla poco a poco hacia las depuradoras.

El arquitecto Areso, ahora alcalde, bien sabe, porque le tocó gestionarla muchos años, que la obra de regeneración del nuevo Bilbao más decisiva y transformadora brilla poco, no tiene paredes de titanio ni diseños artísticos ni otros oropeles. Empezó en 1979 con la puesta en marcha del Plan Integral de Saneamiento del Bilbao y es lo que ha permitido, después de muchos años y muchísimo dinero, que la Ría recupere la vida y que la ciudad pueda asomarse a ella sin arcadas. El tanque de Etxebarri es solo una pieza más de esa infraestructura.

Los urbanitas solemos pecar de algunas carencias y una de ellas es la dificultad que tenemos para percibir que el suelo mínimo a partir del cual empezamos a contar no es cero. Acostumbrados a un cierto orden, nos cuesta ver que debajo de la suela de nuestros zapatos hay un buen montón de infraestructuras sin las cuales la ciudad no podría ni abrir la persiana por las mañanas.

Lo peor es que a menudo trasladamos esa misma inconsciencia de lo mucho que cuesta que no pase nada a otros ámbitos y cuando nos asalta la pasión regeneradora, enseguida nos ponemos estupendos nosotros mismos abogando por recomenzar de nuevo, hastiados de los problemas que sí conocemos pero ignorantes del dinero, del esfuerzo y del trabajo que hace falta para alcanzar eso que llamamos cero.

Celebramos elecciones cada poco tiempo y son noticia sus resultados pero no las propias elecciones, faltaría más, alguien llena de gasoil los depósitos de los autobuses y organiza los turnos del metro, la justicia funciona tan mal o tan bien como el resto de cosas pero se celebran cada día miles de actos jurídicos que no salen en los periódicos, abrimos el grifo y sale agua potable, miles de alcaldes y concejales toman cada día decisiones normales, alguien alimenta y coordina las redes eléctricas que llegan hasta el enchufe al que está conectado este ordenador. La lista de lo que funciona cuando pensamos que nada funciona sería interminable.

Así que cuando nos asalta, como ahora, el sano afán regenerador convendría que nos parásemos a pensar un poco en que tal vez las cosas no sean tan simples, ni las soluciones tan fáciles como creemos y que las transformaciones más importantes, positivas y duraderas suelen venir de cambios laboriosos, cotidianos, poco brillantes y a menudo muy caros. Justamente lo contrario de lo que creemos que pasa cuando nos da por pensar que es posible hacer borrón y cuenta nueva cada 30 años.

Para poder llenar un vaso de agua o una urna de votos hace falta que alguien haya construido y mantenga muchas catedrales invisibles. Téngalo en cuenta antes de hablar de partir de cero.

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Periodista de formación, publicista de remuneración. Bilbaíno de paraguas y zapatos de cordones. Aficionado a pasear con los ojos abiertos pero mirando al frente y no al suelo, de ahí esta obsesión con las baldosas.

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