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Una república con semántica

Antonio Rivera

En 2001 asistí en Kiev a un rapapolvo cuando un amigo se refirió en un despacho oficial a la “República de Ucrania”. La funcionaria bramó contra aquella denominación que devolvía a su país a los tiempos en que como república soviética se había encontrado sojuzgado. Ucrania era solo Ucrania, y entendí de sopetón que sí hay más posibilidades que ser una monarquía o una república, que se puede en este punto estar “medio embarazado”. Si lo pienso, la España de Franco había vivido también en ese incierto estatus, pues había surgido contra la república, pero tenía una forma de reino sin rey… hasta nueva orden. República o monarquía no son solo formas de estado, de manera que si no se es una cosa se tendrá que ser necesariamente la contraria. República o monarquía son identificaciones históricas, imágenes sociales de tiempos vividos con felicidad o con desdicha. República y monarquía tienen semánticas precisas y cambiantes; por eso no son solo estatus administrativos.

El instante de la sucesión de coronas pilla al país más republicano que nunca. España es mal sitio para establecer una tipología científica sobre la cuestión. En su contemporaneidad más reciente han dominado las dictaduras de militares que obviaban esta discusión (al menos al pronto). Las monarquías han encontrado preclaros defensores entre quienes teniendo el corazón más cerca de la república eran capaces de preferir coronas constitucionales en tiempos de modernidad democrática a la incertidumbre de su fórmula alternativa auspiciada por agitadores poco fiables. Al revés, las repúblicas han llegado aquí en sendas ocasiones en que los monarcas o han salido corriendo o se han pegado un tiro en la pierna de su respetabilidad. La república ha alumbrado en el país de nacimiento natural y sin cesárea, y se ha proclamado con entusiasmo y sin dar una voz más alta que la anterior. Pero tampoco ha tenido republicanos ardientes, conscientes de lo que traía consigo la “niña bonita”. De manera que cuando han dejado de estar de moda por la fuerza, han perdido todo su encanto para el medio siglo posterior.

Ahora vemos que se repite de nuevo la confusa sensación. Yo hablaría de dos republicanismos, contradictorios en esencia aunque ahora puedan coincidir en circunstancia. En un lado tenemos a los partidarios de La Tercera. Es la dimensión política y de partido del republicanismo. Se nutre de la ensoñación falseada de La Segunda, como ejemplo histórico e inédito de democracia en España o incluso de poder popular. Es una tergiversación tosca que prescinde de la inclinación tumultuosa y poco estable de nuestra anterior experiencia republicana, de un nivel de crisis cotidiana –propia y común a los años treinta- que convierte la de nuestra actualidad en una balsa de aceite. Pero, peor, que supone que fue aquello el gobierno de las izquierdas, olvidando que hubo gobiernos de derechas y que había una parte importante del republicanismo (el de Lerroux y otros) que se reclutaba en una posición política claramente conservadora (cuando no finalmente reaccionaria).

La semántica de esta invitación republicana es antigua, casposa y falsa, escasamente civilista y dudosamente democrática. Por muy en crisis que pille a la institución monárquica española, con esos argumentos no gana un referéndum: tiene poco que ofrecer, más allá de la invocación inconsciente al cambio por el cambio. Por el contrario, el otro republicanismo ha prendido entre sectores de población hasta ahora “accidentalistas”, ajenos a la cuestión de monarquía o república. Es el republicanismo del ciudadano corriente, alejado de la política y pegado a su televisor. Su semántica es reactiva, pero más moderna que la de los políticos republicanistas. Piensa que bastante la han liado el rey y su corte, y sin motivo alguno más allá de la codicia imperdonable o de la irresponsabilidad senil. Piensa que eso debe costar caro y que ya vale de pagar para lo que acaba resultando. Que es mejor elegir que resignarse a conocer cómo sale el melón de la heredad. Que es más moderno, indiscutiblemente, decidir quién representa testimonialmente a mi país que dejar que lo resuelva la providencia.

Son argumentos no precisamente de politólogo, pero destilan más modernidad y mirada al futuro que las de los proclamadores de La Tercera. República remite en estos a una experiencia en sepia que ni sus mejores restauradores de la historiografía pueden hacer pasar por más saludable y envidiable que nuestra actual democracia de calidad discutida. República remite a una expectativa política de cambio que parece asegurar el éxito de las opciones avanzadas y de progreso solo con su invocación, cuando ya sabemos que tal promesa no se sostiene absolutamente en nada cabal. No hay mejor antídoto que imaginar unos bigotitos sonriendo maliciosamente debajo de la capa de armiño republicano para despertar del sueño.

Es tiempo de república. Insistir en la providencia monárquica es una antigualla de primera. Pero la república casposa de unos y la república naif de otros no animan a sumarse al carro, y nos devuelven otra vez al accidentalismo preventivo. Es ocasión para cebar de semántica civil, democrática, moderna, liberal (en el sentido noble del término) la palabra república, para que se nos aparezca a todo color y sin condicionantes ni esperanzas tan falsas como temibles viniendo de donde a veces vienen sus auspicios. Una república de ciudadanos, como en la mejor tradición democrática. Si no se vende así, igual se aplica a ese encargo Felipe VI y los de La Tercera en la república tienen que esperar más que los de La Segunda en el fútbol. Al tiempo.

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