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Suárez y las pirámides
“¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? En los libros figuran los nombres de sus reyes. ¿Arrastraron ellos los grandes bloques de piedra?” Bertold Brecht se preguntaba esas cosas en un conocido poema que reclamaba un sitio en la Historia para la gente común, ausente habitual de las grandes narraciones. El fallecimiento del presidente Suárez y toda la esperada saturación mediática retrospectiva del personaje y de su hazaña invitan a volver sobre esas cuestiones del protagonismo histórico.
Estos días Suárez ha sido convertido en sumo hacedor de la Transición. Los medios han ensayado todo tipo de términos para ilustrar la tarea del héroe, la que se hace en soledad y a cargo de las propias fuerzas, triunfando sobre todo tipo de adversarios y peligros, y presentando al universo mundo de mortales como simple personaje coral, escenario casi pasivo de su gesta. Pero alguien, anónimo a la vez que masivo, la sociedad española, estuvo en esos años arrastrando los bloques de piedra de una dictadura interminable, lo suficiente como para hacer prosperar una operación política soportada sobre ese cambio social tan silencioso como sólido.
La cuestión del protagonismo en la Historia es un clásico del género. La historiografía tradicional, hasta que surgieron las corrientes de la nueva historia con el comienzo del siglo XX, reparó por norma en el de los grandes y poderosos personajes en su tarea de dar forma a los estados contemporáneos o históricos. El historicismo no dedicó páginas al pueblo, pero el perfume de la nación o del destino era el que daba aire a cada gran movimiento. Luego, conforme las masas irrumpían poderosamente en las sociedades modernas y conforme se legitimaban las ideologías que pretendían encuadrarlas detrás de un destino común y trascendente (socialismo, comunismo, fascismo, nacionalismo), se hacía popular esa reclamación de Brecht por el pueblo ignorado. La nueva historia estructuralista se prolongó durante todo un siglo y de ella se cayeron los grandes personajes y hasta su actividad característica: la política.
A cambio, las corrientes masivas y subterráneas, además de principales, estructurales, la demografía, la economía, la confrontación social y hasta la cultura, interpretada como emanación de las anteriores, ocuparon la atención y el oficio de los historiadores. Posiblemente solo la atención de ellos, porque el corolario de esos nuevos sujetos históricos era una literatura histórica –si aquello no era un oxímoron- intencionadamente difícil, hosca y tosca, trufada de números, tablas y referencias estadísticas, que expulsó a los lectores hacia géneros más amables e incluso más capaces de evocar el espíritu y aroma de los tiempos pasados.
La elección por el personaje individual o colectivo, así como por lo irrepetible del genio o la inevitabilidad del peso de las grandes corrientes -la historia de los de arriba o la historia desde abajo-, ha tendido también a interpretarse en términos ideológicos o políticos. La primera sería más del gusto de las derechas, acostumbradas y gustosas de contemplar la importancia de las decisiones y movimientos de las élites, así como de las consecuencias de éstas en unas masas adocenadas, pasivas y expectantes. Al contrario, para las izquierdas, desde ese pueblo convertido por el gran Michelet en personaje colectivo, lo determinante son los cambios que protagonizan las sociedades, de manera que los grandes hombres lo serían en tanto intérpretes capaces de identificar el espíritu del tiempo e incorporarse activos a encabezar su designio.
La cuestión no es menor a ninguno de los efectos. Por regresar a Suárez y a la Transición, tanto la percepción popular como la historiografía se dividen de nuevo a partir de dos grandes consideraciones. En un lado quedarían los que han disfrutado estos pasados días, los que creen que el cambio tuvo que ver con la inteligencia, decisión y tino de un puñado de personajes provenientes tanto del régimen como de la oposición. Una corta nómina donde destacarían Suárez y el Rey, junto con otros pocos como Carrillo, Felipe y algunos actores importantes, aunque secundarios, en bambalinas. Enfrente tenemos a los que inciden en los cambios y demandas que venía manifestando la sociedad española –y sobre todo sus sectores más dinámicos y movilizados- ya desde finales de los años sesenta. Según éstos, de una parte esos movimientos y cambios estructurales estarían dando lugar a la nueva sociedad española que demandaba un escenario bien distinto del de la dictadura. De otra, los reformistas de dentro y de fuera del antiguo régimen habrían actuado tratando de encauzar políticamente la presión creciente de las calles.
Los héroes de la Transición no serían tanto esos políticos propositivos, generosos y geniales que vemos estos días representados en Suárez como los astutos, pragmáticos y asustados que vieron la necesidad de cambiar muchas cosas para que algunas principales siguieran en el mismo sitio. La percepción de la Transición, como ejemplo o como rémora, se nutre sintéticamente de esas dos interpretaciones.
Como siempre, “in medio virtus”, que dicen decía Aristóteles. Las exageraciones de estos días son normales y previstas. Los medios tenían enlatadas docenas de horas de metraje, entrevistas, artículos de opinión solicitados y valoraciones de esas que tardan en quedar viejas como para evitarse el festín de un fin de semana sin mejor temática. La realidad convertida en mercancía, una vez más. Pero las aguas volverán raudas a su cauce y nos retornarán a la sensatez de pensar que, ciertamente, el propio desarrollismo instado por el régimen de Franco (y por el contexto internacional) desde los años sesenta transformó tanto las estructuras de su sociedad como para hacer inviable la continuidad de la dictadura a la muerte del dictador.
Las grandes movilizaciones sociales, sindicales y políticas, empujaron en una clara dirección hacia la recuperación democrática. Y en ese escenario, cierto también, no es lo mismo tener a un inteligente “traidor” como Suárez deshaciendo el atado y bien atado, o a otro no menos “traidor” como Carrillo discerniendo lo principal y lo secundario de las necesidades del momento, que haber contado con otros actores. La historia contrafactual –“qué hubiera pasado si…”- acaba dando la razón a la importancia del peso de las grandes corrientes, pero es indiscutible que al final alguien de carne y hueso acaba tomando la última decisión y acaba acelerando o demorando los enormes procesos. A cada cual lo suyo.
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