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La construcción discursiva de la sospecha y sus efectos en la percepción de la violencia machista
En 'Esto no existe', Juan Soto Ivars se aproxima a las denuncias por violencia machista reclamando para sí la posición del observador escéptico, ajeno a las “narrativas oficiales” y guiado por un rigor casi forense. Sin embargo, resulta significativo que el autor deba reiterar una y otra vez que no niega la violencia machista, hasta el punto de que esa aclaración se convierte en un estribillo retórico. Ese subrayado constante, más que un gesto de honestidad intelectual parece una estrategia defensiva frente a una sombra que sobrevuela el texto: la de que su argumentación, por más que se vista de neutralidad, funciona como un cuestionamiento estructural de la credibilidad de las mujeres y, por extensión, de la magnitud del problema de la violencia de género.
Cuando un ensayo necesita reafirmar insistentemente su compromiso con la realidad de la violencia machista, puede ser por una de estas dos razones: porque anticipa una lectura intencionadamente hostil, o porque su planteamiento contribuye objetivamente a desplazar el foco desde la violencia hacia las supuestas distorsiones que genera la denuncia, ofreciendo así un marco interpretativo que, sin negar el fenómeno, lo reduce, lo relativiza o lo pone en suspenso. Este es el caso.
El planteamiento de Soto Ivars produce un efecto objetivo de relativización de un problema que es gravísimo, contribuyendo a instalar la idea de que las denuncias, el marco jurídico y el relato feminista constituyen un campo hipertrofiado, sobreactuado, peligrosamente ideologizado. El resultado es un tipo de narrativa que no necesita impugnar la violencia machista para contribuir a su minimización: basta con saturar el discurso de excepcionalidades anecdóticas, dudas metodológicas o advertencias sobre los supuestos excesos del feminismo institucional para que la sombra de la sospecha se extienda sobre un problema cuya dimensión está más que sobradamente documentada. Un movimiento discursivo clásico que convierte la violencia real, masiva y sistemática en un telón de fondo casi accesorio, mientras el protagonismo recae sobre las incomodidades o temores de quienes nunca fueron sus principales víctimas.
Esta dinámica no es nueva. Coincide de manera inquietante con el fenómeno que Susan Faludi describió en los años ochenta bajo el nombre de 'backlash': una reacción cultural y mediática frente a los avances feministas que no opera negando frontalmente la desigualdad, sino afirmando que el feminismo ha ido demasiado lejos, que exagera, que distorsiona la realidad o que genera problemas más graves que los que pretende resolver. Faludi mostró cómo este tipo de reacción fue impulsada, en buena medida, por intelectuales varones -como Allan Bloom o Christopher Lasch- que interpretaban los avances feministas como una amenaza a su estatus simbólico y cultural. Merece la pena citar en extenso a la propia Susan Faludi:
“Los expertos que difundieron la reacción entre la opinión pública formaban un grupo muy diverso y había poca cohesión entre sus miembros, de modo que resultaba imposible hacer generalizaciones acerca de ellos desde los puntos de vista político o social, pero es evidente que no habrían obrado de aquel modo de no tener algún motivo. Es posible que su interés por la situación social de la mujer fuera sincero, y que tuvieran una gran curiosidad intelectual. Pero también obraban impulsados por íntimos anhelos y animosidades y vanidades que a veces ni ellos mismos eran capaces de reconocer o comprender del todo. […] Y, como al parecer sucede inevitablemente en los periodos de pugna entre los dos sexos, las ansiedades personales y los intereses intelectuales terminaban fundiéndose con el paso del tiempo hasta hacer de las mujeres un 'problema' que exigía un estudio microscópico y febril, una 'imperfección' en el paisaje nacional que justificaba que pontificaran interminablemente mientras se mesaban la barba”.
No es casual que muchos de los textos contemporáneos que cuestionan la credibilidad del feminismo estén firmados por hombres que escriben desde posiciones de agravio, resentimiento o pérdida de centralidad. A este tipo de figuras cabría denominarlas, no sin ironía, 'incelectuales': una amalgama de 'incel' e 'intelectual' que da cuenta de una producción cultural atravesada por el despecho masculino y revestida de falsa lucidez crítica.
El 'backlash' se sostiene en discursos que adoptan la forma de la racionalidad crítica mientras erosionan, insidiosamente, el consenso social sobre la importancia de la violencia contra las mujeres. El mecanismo es claro: conceder en abstracto la existencia del problema para, acto seguido, subordinarlo narrativamente a una supuesta “exageración” o “distorsión” generada por sus denunciantes, por las activistas o por las instituciones.
Estas estrategias discursivas de minimización son enormemente preocupantes. Estudios sobre percepciones sociales de la violencia contra las mujeres en España muestran que los discursos que cuestionan la fiabilidad del sistema de denuncias tienen efectos medibles en la disminución del reconocimiento social del problema. La investigación seria (consulten la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2024) demuestra que la violencia contra las mujeres es un fenómeno masivo y profundamente infradenunciado, mientras que las denuncias falsas representan una fracción ínfima del total. Según datos del Consejo General del Poder Judicial, entre 2009 y 2023 el porcentaje medio de denuncias falsas por violencia de género se sitúa en el 0,0084 %. Es cierto que esta cifra no refleja el total de denuncias que pudieran ser falsas, sino únicamente los casos en los que hombres denunciados por violencia de género iniciaron posteriormente acciones judiciales por falsedad contra sus parejas o exparejas y obtuvieron una sentencia favorable. Pero esta limitación estadística no parece significativa y afecta de manera análoga y mucho más intensa a la violencia de género en su conjunto, ya que una parte muy significativa de las mujeres que la sufren no denuncia y, por tanto, queda fuera de cualquier registro oficial. Sirva un dato para dimensionar esta infradenuncia: en 2023, solo una de cada cuatro mujeres asesinadas por violencia machista (el 25,9 %) había presentado previamente una denuncia contra su agresor.
Sin embargo, la percepción social no refleja esta realidad y una parte de la población cree que el problema está exagerado o que las denuncias no siempre son fiables. Esta distancia entre los hechos y su reconocimiento social no surge de manera espontánea; está alimentada por discursos culturales y mediáticos que, aun sin negar abiertamente la violencia, desplazan el foco hacia la sospecha, la duda y la excepcionalidad. Los discursos centrados en la manipulación del sistema de denuncias funcionan como verdaderos “mitos culturales” que erosionan la percepción de gravedad del problema. Cuanto mayor es el espacio que ocupan esas dudas en el debate público, menor es la disposición social a reconocer la violencia como estructural y a respaldar políticas específicas para combatirla. Este efecto es especialmente intenso entre la población más joven, donde el cuestionamiento de la credibilidad de las víctimas se asocia a una banalización creciente de la violencia y a una mayor tolerancia hacia conductas de control, dominación o agresión. La sospecha no solo distorsiona la comprensión de la realidad, contribuye activamente a producir subjetividades menos sensibles al daño y más receptivas a narrativas antifeministas.
En este contexto, resulta significativo que se conceda tanta atención a ensayos que siembran dudas abstractas, mientras se ignora sistemáticamente el conocimiento situado que producen las organizaciones de mujeres víctimas y supervivientes de violencia machista. Colectivos como Bizitu Elkartea, entre otros, aportan una experiencia contrastada imprescindible para comprender la violencia en su dimensión cotidiana, institucional y relacional. Escuchar y acompañar a estas organizaciones es una exigencia democrática básica. Prestar más atención a libelos que cuestionan la credibilidad de las víctimas que a quienes sostienen procesos de acompañamiento, reparación y denuncia revela una jerarquía de saberes profundamente sesgada.
'Esto no existe' no es un producto intelectual aislado. Se inscribe en una corriente más amplia de ensayos, columnas y debates públicos que, desde mediados de la década de 2010, construyen una narrativa de “saturación feminista”. Este marco no es neutral: desplaza el problema de la violencia hacia el terreno del malestar masculino y transforma el feminismo en un objeto de sospecha antes que en una herramienta de protección. En un contexto donde cada avance político del feminismo va acompañado de una contrarreacción visceral, obras como 'Esto no existe' deben leerse no como productos intelectuales aislados, sino como piezas que forman parte de un movimiento ideológico más amplio. Y es esa inserción en el clima de 'backlash' lo que hace que su impacto social sea profundamente problemático. No es un libro aislado: forma parte de una corriente de ensayos, columnas y debates públicos que, desde mediados de la década de 2010, construyen una narrativa de “saturación feminista” que es, en sí misma, un mecanismo reaccionario, porque desplaza el problema de la violencia hacia el terreno del malestar masculino y transforma el feminismo en un objeto de sospecha antes que en una herramienta de protección. Sus efectos culturales son claros: contribuyen a reforzar percepciones erróneas, alimentan la desconfianza hacia las víctimas y desplazan el debate desde la violencia comprobada hacia la sospecha hipotética, provocando un ruido sistemático destinado a socavar la legitimidad del movimiento feminista.
Este tipo de planteamientos, por mucho que se cubran con la capa de la moderación, construyen el terreno cultural ideal para el avance del negacionismo, porque generan un ambiente donde el énfasis deja de estar en la urgencia de proteger a las víctimas y pasa a centrarse en la necesidad de “equilibrar” el debate, un eufemismo que en la práctica significa relativizar la gravedad del problema. Aunque el libro no niegue la violencia machista, su marco discursivo sí contribuye a debilitar la percepción social de esa violencia. Al insistir en la necesidad de revisar el relato feminista dominante, sin explicar la dimensión estructural, histórica y estadística de la violencia machista, el libro participa del clima de sospecha que permite que el negacionismo prospere.
En sociedades donde la violencia contra las mujeres es estructural, donde la infradenuncia es masiva y las denuncias falsas constituyen una excepción estadística, cualquier discurso que insista en la idea del abuso del sistema legal contribuye a erosionar el reconocimiento social del problema y a debilitar los marcos de protección de las víctimas. Este es precisamente el mecanismo central de la reacción antifeminista contemporánea: desplazar el foco desde la violencia real hacia la sospecha hipotética, generando un clima cultural en el que la duda pesa más que la evidencia y en el que la credibilidad de las mujeres vuelve a ponerse en cuestión. Y esto es inaceptable.
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