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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Sentirse mujer

Maite Berrocal

Estaba yo enredada en mi madeja, cuando me entero por absoluta casualidad, (sí, de estas cosas una se entera casualmente y de la mayoría no nos enteramos), que en el Congreso de los Diputados se está tramitando una Proposición de Ley contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género.

Por descontado que comparto el objetivo de erradicar la discriminación, pero si el texto se aprobara tal y como se ha publicado en el BOCG, supondría entre otras cosas que cualquier varón, una vez manifestado su deseo de “ser mujer” y tan sólo con la expresión del mismo, podría automáticamente acceder o permanecer en cualquier espacio reservado a las mujeres: vestuarios de instalaciones deportivas, celdas, casas refugio para mujeres víctimas de violencia machista…

De la misma forma, las cuotas en determinadas profesiones o los lugares reservados a mujeres en las listas cremallera perderían todo su sentido porque podrían ser ocupadas por varones autodeclarados “mujeres” que, incluso una vez conseguido su escaño, podrían voluntariamente volver a “sentirse hombres”. ¿Por qué no? ¿Qué se lo impediría?

En resumen, todo aquello por lo que ha luchado desde hace siglos el movimiento feminista (que nacer mujer no suponga una merma de nuestros derechos) estaría en riesgo si se aprobara una norma de “identidad o expresión de género” tan líquida que no haría sino ratificar el principal axioma del patriarcado: que las mujeres debemos ser todas iguales y que nos debemos comportar de una manera determinada (rol femenino) y que si un hombre tiene comportamientos “femeninos”, deberá pedir que se modifique su identidad de género, porque ¿dónde se ha visto un hombre que llore o una mujer con ambición?

Pero como a veces es más fácil entender las cosas con un cuento, les propongo que imaginen…

Yo nací muy rubia y muy grande. A medida que iba creciendo, cada vez más rubia y más alta, empecé a ser consciente del impacto que mi aspecto provocaba en el entorno, escuchando una y otra vez “esta niña de dónde ha salido, parece sueca…”

Mi madre, harta de que las sospechas se cernieran sobre ella, me llevó a un especialista que sólo fue capaz de aconsejarle que me cambiara a una alimentación algo “menos nutritiva”. Evidentemente, el consejo no surtió los efectos deseados.

Mi sexto cumpleaños coincidió con el estreno en televisión de la serie “Pippi Calzaslargas”.

¡Que revelación! La protagonista era espléndidamente libre; justo como todas las niñas querríamos ser. ¿No es cierto?

Pero lo principal, lo más determinante, fue ver con mis propios ojos que había un lugar en el mundo en el que todas sus habitantes eran como yo. Fui corriendo donde mi padre y le dije:

- ¡Papá! ¡Es verdad! ¡SOY SUECA!

No le gustó nada. Me prohibieron ver la serie y hablar del tema pero a partir de aquel momento lo tuve claro: yo era una sueca atrapada en un cuerpo de española.

A todas mis amigas les pedí que me llamaran Annika (casualmente como la mejor amiga de Pippi); que Pilar no era mi verdadero nombre, que sólo era un accidente.

Empecé a estudiar sueco a escondidas con un par de libros de la biblioteca municipal y me propuse convencer a mi madre de que aquel uniforme gris del colegio era una imposición inaceptable, que en otros lugares las niñas vestían de colores vivos y que nadie les señalaba con el dedo por eso. Sólo conseguí que me permitiera llevar una bufanda multicolor tejida por mi abuela, la única que me entendía… Dejé de escribir a los reyes magos y pasé a dirigir mis peticiones a Santa Claus. Me encantaban las albóndigas y el pescado y las historias de vikingos se convirtieron en mis lecturas favoritas.

Todo mi entorno se iba desdibujando mientras, cada vez con mayor nitidez, mis padres tomaban conciencia de que aquello no era un capricho pasajero ni una infantilidad.

Así cumplí 17 años. Ya había muerto Franco y las “suecas” dejaban poco a poco de ser sinónimo de perversión y libertinaje. Conseguí una beca del consulado sueco para estudiar COU en Estocolmo y, lo más importante, por primera vez mis padres estuvieron orgullosos de que las locuras de su hija (lo de estudiar sueco y tal) sirvieran para algo.

Aquel año fui inmensamente feliz. Después tocó volver a la realidad. No podía quedarme en el paraíso nórdico. Mi pasaporte y mi DNI decían que yo era Mª Pilar y que mi nacionalidad era “española”; que lo de ser sueca y llamarme Annika, era una ficción, un deseo irrealizable.

Y ahora, que me expliquen por favor, cómo es posible reconocer legalmente el derecho a que una persona nacida biológicamente hombre o mujer que desea ser tratada o manifestarse de acuerdo con un estereotipo cultural de género (femenino o masculino) pueda cambiar el sexo (que no el género) señalado en su documentación legal (en la documentación nunca se hace referencia al género, entendiendo que esta es una construcción cultural mutable) y que, aprovechando la tramitación de esta ley tan permisiva con algunas identidades sentidas yo no pueda pedir ser legalmente sueca, cuando estoy en condiciones de demostrar que este ha sido mi deseo desde que tengo uso de razón.

Aunque podría darse el caso de que, si alguna vez me reconocen este derecho, para entonces prefiera ser noruego. ¡Quién sabe!

'Soy sueca', una ficción de Maite Berrocal'Soy sueca'

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