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Las tapias del cementerio de San Juan

La matanza de Badajoz en un periódico francés

Chema Álvarez

Los muertos de muerte ajena, los que horadan la tierra que no eligieron por voluntad propia, retiemblan sus huesos cuando es el olvido el que cava las tumbas. Son los muertos de ayer, de hoy o de mañana que esperan ser desenterrados para gritar con uñas y dientes la impunidad de los crímenes y la vileza de los criminales, gusaneras exhumadas de las calaveras que escarban a través de los días para emerger sobre la memoria recobrada, cráneos rotos y agujereados por el tiro de gracia que lloran por sus cuencas vacías el paso del tiempo, quijadas hospiciadas en muladares, cunetas y caleras, donde el cuerpo se pudre y deja sólo como testigo a la osamenta desconocida.

Llega entonces, cuando los muertos resucitan de su obligada amnesia, la hora del borrón y cuenta nueva, los discursos asépticos de quienes tratan de aplicar la cura de un profiláctico presente frente al recuerdo aún vivo de un genocidio consentido y ensalzado, con la excusa de que las heridas pasadas no duelen y el cínico argumento -propio de los dueños de la victoria- de que hay que ejercer el perdón con humildad donde antes se ejerció la culpa con orgullo, sin que la contrición o la penitencia hagan acto de presencia y obviando el hecho de que las cicatrices, ahora afloradas de entre la tierra de las fosas comunes, todavía escuecen.

Las fotos de René Brut y los textos de Mário Neves no dejan lugar a dudas sobre lo ocurrido en Badajoz hace 81 años. En las fotos del camarógrafo francés los cadáveres desparramados por el suelo, caídos junto a las tapias aún agujereadas por los disparos de los fusilamientos y castigados por el fuerte calor de agosto, parecen querer hundir sus cuerpos en la tierra que los acogerá durante años para preservar el lugar de la memoria, en la ingenua certeza de que no hay crimen sin castigo. Las palabras de Neves ponen texto al silencio de los testigos, convierten la crónica periodística en acta de acusación y siembran, entre las margaritas donde yacen los muertos, la voz del recuerdo y el compromiso claro de recordarlo a gritos.

El Ayuntamiento de Badajoz (PP), al paso alegre de la democracia y con el argumento de pasar página de algo sobre lo que aún no se ha escarbado lo suficiente, construyó en el 2009 un muro perimetral sobre el cementerio viejo de San Juan de Badajoz, ocultando las tapias blancas en las que cientos de personas fueron asesinadas por los militares golpistas, falangistas y legionarios en los primeros días de la Guerra Civil. El primer intento a mano de los verdugos de hacer desaparecer los cadáveres en aquellos días de agosto mediante su incineración en improvisadas hogueras humanas -las pilas de cadáveres carbonizados fotografiadas por René Brut que levantaban, como señaló en sus crónicas Mário Neves, densas columnas de humo blanco- se perpetúa con este nuevo gesto de desmemoria que pone ladrillo y cemento donde otros quisieron poner fuego y cenizas. El sacerdote que acompañaba al periodista luso no sólo dijo de los ejecutados que se lo merecían, sino que además el espectáculo dantesco de las piras de cadáveres ardiendo respondía a una medida de higiene, no sabemos si sanitaria o ideológica.

El olvido se nutre de silencio, la memoria de recuerdos. En estos tiempos difíciles de barbarie sentimental, en los que palabras como libertad, justicia e igualdad todavía sonrojan, es de admirar que aún haya quien se convierta en la voz de los desaparecidos y remueva la huesa donde se revuelven anónimos sus restos, dando sentido a los versos del exiliado Cernuda cuando habla de su tierra:

Un día, tú ya libre

De la mentira de ellos,

Me buscarás. Entonces

¿Qué ha de decir un muerto?

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