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Alquilar tierras a la Xunta para protegerlas: las entidades que cuidan el patrimonio natural abandonado por la administración

Un equipo realizando labores en uno de los proyectos de custodia del territorio en Galicia

Beatriz Muñoz

28 de agosto de 2021 06:00 h

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Ante la iglesia de la parroquia de Barazón, en el municipio coruñés de Santiso, un panel informa de la presencia de unas inusuales vecinas en la zona: unas flores raras y en peligro de extinción que obligaron a modificar el proyecto constructivo de una autovía. Lo instalaron los miembros de la Asociación Galega de Custodia do Territorio (AGCT) dentro de las tareas que desarrollan para evitar que desaparezcan estas plantas, que solo se pueden encontrar en este rincón del mundo. La AGCT es una de la docena de entidades que se dedican a la custodia del territorio en Galicia. Constituidas habitualmente como asociaciones, se concentran en localizar parcelas con valor ambiental de las que las administraciones no se ocupan y buscan la manera de poder gestionarlas para protegerlas: firman acuerdos con los propietarios, compran directamente las fincas o las alquilan.

Este modelo de intervención en el territorio tiene más arraigo en Estados Unidos, donde surgió, y en países del norte de Europa como Reino Unido, en donde la nobleza e incluso la monarquía se implicaron en estas iniciativas de conservación de la naturaleza, expone uno de los responsables de la AGTC, Martiño Cabana, biólogo especialista en anfibios. En Galicia, aun así, en la actualidad están en manos de entidades de custodia centenares de hectáreas en áreas como las Fragas do Eume y las Fragas do Mandeo, en la provincia de A Coruña; la sierra de O Careón, entre A Coruña y Lugo; o la laguna de Antela, un humedal desecado por la dictadura franquista en los 50 en la comarca de A Limia, en Ourense. La experiencia pionera es la del bosque de Ridimoas. El dinero de un premio medioambiental en 1988 hizo que la Asociación Cultural–Ecolóxica Ridimoas comprase los primeros terrenos de lo que hoy son ya casi 300 hectáreas de terrenos arbolados en propiedad.

Entre las dificultades con las que se encuentran las entidades de custodia del territorio en Galicia, Cabana se refiere a la falta de conocimiento y respaldo social, que deriva en una gran dependencia de subvenciones públicas. En torno al 95% de los ingresos provienen de esta fuente en las asociaciones dedicadas específicamente a custodia, dice. Otro de los obstáculos es un sorprendente “cuello de botella” en las administraciones estatal y autonómica. La conservación y protección del patrimonio natural es “obligación” para los gobiernos central y gallego, pero llegar a acuerdos con ellos “es imposible”, protesta. Dentro del dominio público marítimo-terrestre, relata, hubo intentos de negociación, pero no fructificaron. “Te tratan como si fueras a poner un chiringuito. Tiene que haber un aprovechamiento y piden que pagues un canon. Y por ahí no pasamos”, expone.

A los ayuntamientos y diputaciones los ve más receptivos. Cabana cita dos ejemplos. Uno es el de los Ollos de Begonte, unas lagunas de forma redonda en la provincia de Lugo. Los terrenos, 111 hectáreas, los compró la Diputación provincial en el año 2000 y ahora los gestiona la Asociación Galega de Custodia do Territorio tras firmar un acuerdo. El otro caso es el de las flores raras de Santiso –presentes también en los vecinos municipios de Melide y Palas de Rei–. Una subvención de la Diputación de A Coruña y una iniciativa de crowdfunding permitieron a la asociación comprar 4,5 hectáreas de terrenos. Sin embargo, gestionan otras 18,5 hectáreas, alquiladas a la Xunta, que no solo no se encarga de la protección de estas especies, sino que cobra a cambio de que esta entidad tenga acceso a varias fincas para hacer trabajos de conservación. Cabana resalta que este es, además, un caso “fácil”, puesto que no requería por parte del Gobierno gallego establecer prohibiciones, sino simplemente “desbrozar y hacer mantenimiento”.

El alquiler que pagan, opina, es “demasiado”: unos 600 euros anuales por una docena de parcelas del Banco de Terras. Este instrumento, que se creó para intentar recuperar terrenos en desuso para la agricultura y la ganadería, acumula también parcelas sin interés para actividades económicas que nadie solicita. Es el caso de las parcelas de Santiso y de otras que alquila la Sociedade Galega de Historia Natural (SGHN) en la comarca de A Limia. Su presidente, Serafín González, explica que lo que les llevó a emprender iniciativas de custodia fue la constatación de que las administraciones “no estaban protegiendo lo que debían proteger ni actuando en defensa del patrimonio natural”. “Cuando fuimos a ver las parcelas que nos interesaban, el 27% estaban o invadidas por terceros sin autorización o convertidas en vertederos”, recalca.

La SGHN tiene alquilados en total 85 terrenos a la Xunta, por los que abona 2.237 euros al año. En el caso de esta entidad, las parcelas tienen “padrinos y madrinas” que asumen el coste de arrendarlas. La sociedad también tiene en propiedad una zona de humedal, que han recuperado y bautizado con el nombre del presidente de honor, Antonio Villarino.

También Martiño Cabana carga contra la “dejadez” de la Xunta y se declara “pesimista” sobre la conservación de la naturaleza. “No se gasta un euro en especies amenazadas”, lamenta. El aeródromo de Rozas, en la Terra Chá de Lugo, recibe visitas frecuentes de responsables de la Xunta, pero no por su valor natural, sino porque allí está instalado el polo aeroespacial de Galicia. Compartiendo los mismos terrenos, en una zona de matorral, se encuentran las últimas parejas reproductoras de mazarico real (zarapito real, Numenius arquata) que quedan en toda la península Ibérica. Son seis ejemplares de una especie que está en peligro crítico de extinción, destaca Cabana, que explica que en el norte de Europa la población es mayor. Proteger este entorno beneficiaría a otra especie amenazada, la tartaraña cincenta (Circus pygargus). La asociación intentó negociar un acuerdo de gestión, pero “fue imposible”. Compara la situación con la de Catalunya, en donde asegura que la Generalitat “ayudó mucho”.

El biólogo todavía menciona otro obstáculo que ha provocado que la asociación renunciase a alguno de sus proyectos: la conflictividad. Se refiere fundamentalmente a casos en los que los propietarios de los terrenos que aspiran a gestionar miran con recelo las actividades ambientalistas: “A veces no se interpretan bien las cosas”. No obstante, no son raros los proyectos en montes comunales y en montes de varas, una fórmula de propiedad heredada de las desamortizaciones, sobre todo de las de principios del siglo XX, que pervive en la montaña lucense. Los dueños pueden comprar y vender participaciones, así que cada uno puede controlar un porcentaje distinto. Tampoco es necesario vivir en la zona para ser propietario, lo que facilita la entrada de entidades de custodia del territorio, expone el biólogo.

Aunque el fin económico no sea el que guía las actividades, Cabana defiende que hay un enfoque de desarrollo rural y que las intervenciones terminan favoreciendo en algunos casos que aumente el turismo y se generen ingresos. La Asociación Galega de Custodia do Territorio colaboró en el programa Life del oso en O Courel, en la montaña de Lugo, gestionado por la Fundación Oso Pardo. En Cerceda se acondicionaron rutas de senderismo en un área que antes no estaba señalizada, lo que “favorece el turismo y también su dispersión”, de forma que se evita que los animales “se estresen” y las plantas queden “pisoteadas”, destaca.

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