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Entre dos confinamientos: la vida con toque de queda en Jordania y pendiente de mi familia en España
No recuerdo en qué momento todo empezó a cambiar. Hace dos meses, todavía estaba en casa, con mi madre, viendo la televisión. Poco a poco empezaban a llegar noticias de un virus que se expandía como la pólvora por China. ¡Bah!, otro virus, como tantos. Por aquel entonces, me preparaba para volver a Jordania y participar en una conferencia en Tailandia, antes de que ése y el resto de los planes saltasen por los aires.
Regresé a Jordania, mi segunda casa, después de varios meses en España. Todo era más o menos normal hasta finales de febrero. Entonces, empezaron a llegar las noticias sobre el virus extendiéndose por Italia y, después, por España, y por el resto del mundo. Lo que al principio no parecía serio, se ha convertido en una tragedia. El teléfono móvil se ha convertido en mi tercera mano, yo que no era de pasar mucho tiempo en chats.
Cada mañana me levanto y lo primero que hago es mirar las estadísticas. Llegan noticias muy dolorosas desde el sur de Europa. España declara el confinamiento de la población mientras los casos empiezan a multiplicarse a la velocidad de la luz. Hablo con mi madre. En el pueblo se nota la diferencia con respecto a las grandes ciudades, aunque le han cancelado sus clases de inglés y de pintura. Mientras, mis hermanos están en Madrid, la zona cero del coronavirus en España. Y pensar que un mes antes estaba tomando cañas con amigos tranquilamente por el centro...
Dos días después del confinamiento español, las autoridades jordanas nos dicen que nosotros también estamos confinados. Hay menos de 50 casos, pero por si las moscas. Los jordanos oyeron el anuncio como el que oye llover. Dos días después, despliegue militar y toque de queda indefinido, por listos. Quien ponga un pie en la calle, un añito de prisión. Casi mil lo han logrado ya.
Hoy, llevamos ya cuatro días encerrados sin poder pisar la calle para nada. Nos han dicho que nos repartirán pan y agua en autobuses. El primer ensayo, hoy mismo, ha sido un fracaso. La gente se amontonaba junto a los vehículos por cientos. No parece muy en línea con esta cuarentena que vivimos. Las medicinas también nos las entregarán a domicilio. Y los salarios. Del resto, aún no sabemos cuando podremos comprar otros productos, aunque también nos los traerán taxis, Uber o cualquier otro medio de transporte.
La cuarentena tiene sus cosas buenas. Te pasas todo el día trabajando y comiendo. Y, a veces, cuando no llueve, puedes salir a que te dé el sol en la terraza. Y también te acerca a los tuyos. Vuelves a hablar con amigos que hace tiempo no lo hacías y te empuja a iniciar actividades que siempre relegabas para otro momento.
Pero es muy larga. Sobre todo, cuando no se le ve el fin. Cuando piensas que, aunque la epidemia se acabe, quizás algunas cosas no vuelven a su sitio. Cuando sigues lo que pasa en un país mientras intentas entender lo que va a pasar en el otro. Cuando tu trabajo se centra en contar cosas que duelen, pero no puedes cerrar el ordenador porque, si no, no llegas a la entrega.
Nunca pensé que iba a vivir bajo toque de queda. Quizás porque soy afortunada y no vivo en un lugar donde es el estado normal de las cosas. Pero no me gusta. No me gusta ser tratada como si no supiera lo que me juego, como si no pudiera tomar mis propias decisiones. Vivir bajo este paternalismo estatal en Jordania es una de las peores sensaciones que he tenido nunca. Y me da miedo. Porque, con la facilidad con la que ciudadanos de muchos países hemos aceptado este orden de cosas como algo lógico, nada hace pensar que no pueda volver a suceder antes de lo que pensamos.
Y me enfada. Pero me consuelo pensando que pronto podré volver a ver a amigos y familiares, quedar con esas personas con las que no tuve oportunidad antes del encierro y disfrutar de las cosas simples de la vida. Y en estos pensamientos encuentro consuelo a la espera de que este confinamiento eterno, indefinido y sin sentido, dé paso a lo que ha sido siempre la vida normal. Hasta entonces, seguiré viviendo entre dos confinamientos, el físico, que me mantiene aquí en casa, y el mental, que me hace viajar hasta España y suspirar, deseando que el horror cese de una vez.
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