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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

La cuarentena me hizo un regalo intangible, que las personas que forman parte de mi vida tuviesen tiempo

Tiempo.

Marina Garcia Perez

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Marzo, mi mes favorito. Aún no habíamos cambiado la hora para dar la bienvenida a los ansiados días largos y ya anochecía cuando me tocó hacer una de las maletas más raras de mi vida. Me mudaba a casa de mi madre para lo que aquel día pensaba que iban a ser dos semanas, pues ese 14 de marzo mi desconocimiento sobre la gravedad de la que se nos venía encima, o mejor dicho, de la que ya teníamos encima, era total, y mis 'sabios' presagios auguraban que el estado de alarma no podría alargarse mucho más.

Así que era una maleta para catorce días, pero en los que apenas iba a necesitar ropa porque no podría salir a la calle. Rectifico, fue sin duda la más rara de mi vida. La hice además con esa cierta prisa que suele caracterizarlas, sin ser consciente de que el mundo acababa de paralizarse, el tiempo estaba tomando otro cariz y mi madre no iba a moverse de casa. La hice con esas prisas tan propias de nuestros días.

Así que lo que más ocupó mi equipaje (de mano, por supuesto) no fue una cuidada selección de mis mejores modelos, sino el pisto que había preparado ese mismo sábado por la mañana, cuando ni se me pasaba por la cabeza que esa sería una de las recetas más sencillas que cocinaría a lo largo de los próximos meses. Me trasladaba a casa de mi madre porque no me imaginaba quedarme sola en la mía durante dos semanas seguidas, acostumbrada a estar más fuera que dentro y a ser yo quien decide cuándo y cómo disfrutar de mi independencia, pero mucho menos me imaginaba pasar mi cumpleaños sin un solo tirón de orejas. Justo a la semana de estar cerrando aquella maleta, el 21 de marzo, fecha que da la bienvenida a la primavera y avecina ese ilusionante cambio de hora, cumplía 32 años.

El mejor regalo no hubo que abrirlo, fue intangible, como lo es este virus que ha modificado todo lo que dábamos por inmutable, y me hizo reflexionar sobre algo que espero que esta nueva rutina, como quiera que se materialice, no me haga olvidar entre quehaceres: el ser humano me demostró que cuando dispone de tiempo se convierte en la mejor versión de sí mismo. Que las personas que forman parte de mi vida tuviesen tiempo, ese término que representa lo más valioso que se nos concede y cuyo minutero nunca se detiene, me llevó a emocionarme de una forma que el mensaje de WhatsApp que hubiese recibido en esa 'vida pre COVID-19', de ritmo frenético, jamás hubiese conseguido.

Hablo de aquello que nos hace humanos, condición que muchas veces olvidamos: de vídeos de felicitación que rescataban de la memoria nuestras mejores bromas, haciéndome reír, sacándome carcajadas; que profundizaban en la relación que nos unía, emocionándome al sentirme tan afortunada; que rememoraban experiencias despertando mi melancolía, tristeza, pero de la buena; o que simplemente me auguraban cómo sería la celebración cuando todo pasase, alimentando así mi lado más fiestero. Hablo también de imágenes con guiños inolvidables, frases que no podrían escribirse mientras se almuerza frente al ordenador de la oficina, postales hechas a mano, derroche de creatividad e innumerables llamadas que sentí más cerca que nunca, con la presión del minutero más lejos que recuerdo.

Viví estos sentimientos gracias a ese tiempo que me dedicaron las personas, gracias a esa empatía que solo el tiempo nos permite alcanzar. Ese tiempo que nos regala la posibilidad de profundizar, ir un paso más allá, conocernos a nosotros mismos, mirar a los ojos, detenernos, ponernos en su lugar, imaginar, proyectarnos, emocionarnos con un gesto, replantearnos certezas… ¿A qué y quién se lo dedicamos? No es la primera vez que me lo pregunto, pero seguramente nunca tuve el tiempo suficiente para responderlo. Nosotros decidimos si coger el mando o entregarnos a esa especie de piloto automático, dejando que sean otros quienes marquen el rumbo de nuestro viaje. Sea cual sea el destino, nosotros decidimos qué meter en esa maleta que nos acompañará durante todo el camino.

Si queremos dejar huella, no la hagamos con prisa. Es cuestión de dedicar tiempo.

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