Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
El ataque limitado de Israel a Irán rebaja el temor a una guerra total en Oriente Medio
El voto en Euskadi, municipio a municipio, desde 1980
Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

El fallecimiento de un familiar durante la pandemia: así perdimos y enterramos a mi abuelo

El cortometraje 'Abuelo', de Caque y Juan Trueba.

Erika Martin

2

Desamparada. Así es probablemente como se sentía mi abuela cuando obligaron a todos aquellos que la acompañaron al entierro de su marido a quedarse fuera. En ningún momento pensamos que esto nos podría pasar a nosotros. Mi abuelo llevaba años saliendo y entrando del hospital y había sido desahuciado unas decenas de veces. Pero no, mi abuelo nunca se había rendido.

Era uno de los hombres más fuertes que he conocido en mi vida, con su famosa postura de “darle al cuerpo lo que el cuerpo desee” había llegado hasta la vertiginosa edad de 90 años. Aunque poco cariñoso, siempre se mostraba alegre y altanero, incluso cuando se encontraba en una cama de hospital y hasta arriba de pastillas.

Este pequeño escrito no es más que una forma de honrar a mi abuelo, ya que pese a todos los momentos que ha vivido estos últimos años siempre intentaba poner una sonrisa en la boca de todos. Nunca olvidaré los partidos de fútbol a los que me llevó, incluso debo tener perdida por algún lado una pequeña bufanda del Real Unión que me compró.

Nunca olvidaré las veces que me hacía pasar vergüenza, yo con diez años y las mejillas sonrojadas del bochorno que sentía cuando cantaba a todo pulmón en el autobús. Nunca olvidaré sus “Asturias patria querida, Asturias de mis amores”. Nunca olvidaré las veces que, de bares, me preguntaba cómo decir gracias en euskera, y yo lo intentaba con mediano éxito.

Siempre tendré en la mente las veces que le acompañé a echar la lotería o a sacar dinero, ya que dejándolo solo podría haber acabado en otra provincia. Él me enseñó muchas cosas. “Cuando vayas a votar, coge todas las papeletas posibles, ya que así nunca sabrán a quien votas”. “Si quieres que tu mujer no se entere de que has acabado con todas las patatas fritas de casa, esconde la bolsa debajo del sofá (y encierra al gato en tu habitación, para que no pueda descubrir el pastel)”. 

Mi abuelo ingresó en el hospital una vez comenzado el confinamiento. En un principio ingresó con los mismos síntomas que comenzó a mostrar años atrás. Su tez amarillenta y sus mareos no le impedían negarse en rotundo a acudir al hospital. Nunca le habían gustado los “mata sanos” (en palabras de mi bisabuelo, sin ánimo de ofender al maravilloso personal médico). Esta vez, tal y como cien otras, los médicos se mostraban desesperanzados. Esto no era ninguna novedad, así que nos resistimos a creer que podría ser verdad.

Días después del ingreso, encontraron dos infecciones más y lo que creían que era un pequeño punto en el pulmón: mi abuelo pasó a estar aislado en su habitación, con el personal médico vestido como si de 'World War Z' se tratara. Un par de días después, confirmaron que no se trataba del virus innombrable y diagnosticaron neumonía. Una vez permitidas las visitas, mi abuelo no dejaba de acusar a mi tío de haberle dejado solo. No mucho tiempo después, murió.

Su muerte fue considerada “dulce” (dentro de lo que cabe). En ningún momento se dio cuenta de que se estaba yendo, ni sufrió ningún tipo de dolor. El mismo día de su fallecimiento sufrió dos grandes hemorragias: una a la mañana y otra a la noche. Sobre las 20:00 o las 22:00 su cuerpo no pudo aguantar más. Mientras mi tío (su cuñado) le daba la mano y le explicaba que sus hijas y su mujer irían a visitarle al día siguiente, lo único que mi abuelo pudo hacer fue abrir un poco los ojos, mirarle a la cara y, finalmente, apretarle suavemente la mano. Luego, silencio.

Mi madre nunca ha sido de llorar. Recibimos la noticia hacia las 22:15, y fue mi madre la que se encontraba al teléfono. Su cara se deformó. Comprendí lo que pasaba. Comencé a sollozar. Siempre se suele decir que los abuelos deberían de ser eternos, y tendrían que serlo. A mis 21 años hace ya cinco que mi abuela paterna falleció. Recuerdo llorar, y llorar, y llorar. Fue la primera persona a la que perdí. Esta vez, me convencí de que tenía que ser fuerte, no solo por mí sino por mi madre y mis dos hermanos pequeños. “A mi abuelo no le hubiera gustado verme llorar”, me he dicho todas las mañanas desde su fallecimiento.

Ayer fue su entierro. Ahora puedo decir que lo peor que existe en el mundo es no poder decir adiós a tu ser querido. Según la orden SND/298/2020, publicada en el BOE núm. 88 del 30 de marzo de 2020, las ceremonias de culto religioso deben de ser aplazadas. No solo eso, sino que según dicta el punto quinto “la participación en la comitiva para el enterramiento (…) se restringe a un máximo de tres familiares o allegados, además (…) del ministro de culto o persona asimilada de la confesión respectiva para la práctica de los ritos funerarios de despedida del difunto”.

A la comitiva del enterramiento solo pueden acudir tres personas, en nuestro caso mi madre, mi tía y mi abuela. El entierro siempre suele ser uno de los momentos más duros tras el fallecimiento de una persona. El confinamiento ha logrado que sea todavía más duro. Tres personas, cuatro junto al cura, escuchan como se les resquebraja el corazón al compás del rezo del oficiante. Mientras, mi tío y yo nos encontramos a una distancia prudencial del cementerio, ya que ni siquiera nos dejaron esperar a que nuestros familiares salieran.

La vida es muy dura, lo es. Pero lo es mucho más cuando de una mañana a otra te arrebatan a lo que más quieres. Eso mismo le pasó a mi abuela. Desde que era joven se ha deslomado cuidando de los demás. Ahora se encuentra perdida, ya que es su momento de disfrutar de los cuidados que tan altruistamente ha ofrecido. La vida es, también, un círculo vicioso. Sufrir es parte de ella. En este momento creo firmemente que debemos intentar ver el lado positivo, tal y como mi difunto abuelo me enseñó. Su muerte va a afectar a mi vida, pero no más de lo que me proporcionó cuando todavía se encontraba con vida.

A día de hoy debemos recordar todo aquello que nuestra familia y amigos nos aportan. Debemos recordar la sonrisa de nuestros fallecidos, las sabias palabras que nos ofrecieron. Pero más importante: debemos de recordar todo aquello que nos ha hecho ser como somos, todo lo que las personas más importantes de nuestra vida nos enseñaron, nos están enseñando y nos enseñarán. Y mientras se pueda: “Dale al cuerpo lo que el cuerpo te pida”.

Sobre este blog

En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Etiquetas
stats