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Un día en el mercado negro de Caracas

Un supermercado el 24 de julio de 2017, en Caracas.

Alberto Arce

Caracas —

A sus 41 años, Ramón Niño es uno de esos hombres fuertes, elegantes e hiperactivos, vocales, extrovertidos, articulados que viven al teléfono y hablan rápido y alto. Que navegan por cualquier tormenta y resuelven. Es maestro de obra y está comenzando la reforma de una vivienda en un barrio de clase media del oeste de Caracas. Hoy necesita al menos 40 sacos de cemento. Se pone el casco, se arma de paciencia y sale en moto a buscarlo.

Se detiene en un almacén que ya conoce. Ni se baja de la moto para preguntar.

- ¿Qué te ha dicho aquel amigo del cemento?

- “Que no hay, que en unos días”.

- “¿A cuanto está?”.

- “En 28 o 30 pero no hay” (28.000 o 30.000 bolívares).

- “Con dolor de corazón tendré que ir a pagar 46 (46.000) en un almacén donde sí tienen”, se despide. 

28.000 bolívares por saco es el precio legal, el autorizado por el Gobierno. Pero a ese precio Ramón no encuentra cemento con el que comenzar el encargo que le han hecho. No trabajar significa no cobrar y no poder pagar, retrasarlo todo, perder otros trabajos. O que los dos empleados que tiene con él no trabajen y no cobren y pierdan otros trabajos. Pero, como el resto de los venezolanos, sabe también que conseguirá lo que busca. Que es cuestión de perder más tiempo y más dinero buscándolo. De activar el laberíntico quebradero de cabeza sobre el que se sostiene la supervivencia diaria del caraqueño y de ganar en este proyecto algo menos de lo que ganó en el anterior. Asume que comprará la mitad del cemento que necesita al precio de mercado negro de hoy, el de 46.000, y encargará el resto a 28.000 para dentro de unos días. 

En el segundo almacén la escena es un poco más complicada. O exitosa, en función de cómo se mire. ¿Hay cemento? Vuelve a preguntar. No, no hay, le dice quien recibe. Cuando se va a ir,  sin darle tiempo a despedirse, desde una especie de patio interior donde trabajan varios hombres metiendo grava en un saco, alguien le chista y le llama con apenas un gesto de cabeza.

- “A 30 y pico te lo podemos dejar, para dentro de unos días”.

Es decir, que no hay, pero si se paga un poco más, se consigue. A Ramón no le sirve. Necesita algo ya. En el tercero se repite la escena. Y en el cuarto. Se lo sabe. 

Resignado se dirige al quinto. Dispuesto a pagar los 46 y con un contacto allí que le permite confíarse en algún arreglo.

Hace días que en Caracas no hay tráfico. Que la circulación fluye. Que no hay marchas ni protestas y las colas en las esquinas, habituales y que ya se remontan a meses, se han mimetizado hasta el punto de no llamar la atención –normalidad estadística, que no ética ni política– así que aprovecha para detenerse a tomar un marrón, un pequeño café en la pastelería al tiempo que compra pan. Hay pizza y pasteles. Pero decide no golosear demasiado. Azúcar sólo con el café.

- “¿Y el azúcar, amigo?”, pregunta a quien atiende.

- “Pídalo en la caja”, le responde.

En la caja le dan un sobre. Uno solo. “Antes la gente se vaciaba el azucarero para llevárselo a la casa por lo caro que estaba”, explica entre risas. Porque sigue riendo. “Que me ría no me lo van a quitar”. 

Entra al supermercado que hay sobre la panadería. A la Central Madeirense. Es el barrio El Marqués, al este de la capital. Los anaqueles llenos. Extrañamente llenos. Hay dos estantes llenos de lavavajillas, otros dos de pan de molde. Muchísimos cereales. Coca Cola y alcohol a espuertas. No hay nada más triste que un supermercado vacío. Ni más extraño que llenarlo de sodas para matar los vacíos y las preguntas. Aunque no engañe a nadie. Porque no tienen arroz ni pasta. Carne y pollo, sí. El surtido de frutas y verduras es amplio. Y hay toallitas higiénicas y detergente. El problema es lo que valen. 

Ramón va comprobando precios para llamar a su mujer y preguntarle qué tiene que llevarse. En este supermercado la gente camina muy despacio. Se detiene. Comprueba mucho los precios de lo poco que hay. Y se va, resignada, con una bandeja de queso y un paquete de pan. Dos yogures, quizás. El pollo a 20.000 el kilo y la carne a 23.000. La leche a 3.700 el litro, la lechuga a 3.800 y el pan de molde a 8.800 el paquete.

Ramón explica que sus empleados ganan 20.000 al día, lo que vale un kilo de pollo. Que una señora que trabaje en una casa puede ganar, con mucha suerte, lo mismo pero en general, menos, alrededor de 15.000. Quiere evidenciar lo difícil que les resulta hacer la compra, alimentarse de manera equilibrada. No es imposible, dice una y otra vez. Es muy complicado. Todo es cuestión de tiempo y esfuerzo. Eso, al que le queden, al que pueda invertirle a esto, a lo complicado que resulta hacer la compra detrayendo el tiempo de algo más complicado aún: trabajar para ganar el dinero que permite venir aquí. Después de pagar por un paquete de detergente, lo único que necesitaba hoy, se detiene a hablar con el propietario de un pequeño taller mecánico que acaba de comprar carne.

De 61 años, Rubén Piedad dice que si come es porque reciben la bolsa. Una serie de productos básicos a precio subvencionado por el Estado. “Tengo un mes que no sé lo que es tener en la cuenta 30.000 bolos (bolívares)” explica Ramón. Además, debido a las protestas de los últimos meses ha tenido que cerrar, dice que por miedo unos días, otros porque no llegaba ningún cliente, y otros porque hace mucho que no tiene manera de conseguir repuestos con los que reparar.

Se despiden, no sin comentar que acaban de reducir el dinero del que se puede disponer en efectivo en un banco. Eran 30.000 al día. A partir de hoy, 20.000. Lo que vale el kilo de pollo. Ramón cuenta, de regreso en la moto, que su mayor miedo, cuando ve cómo cada vez se limita más la disposición de efectivo, es un corralito, la quiebra del sistema bancario. No está en su mano hacer nada al respecto más que esperar. 

Llega al quinto mercado. Deja el casco en el locker. El guardia le dice, en broma: “El pan déjamelo a mí, que te lo guardo aquí” y se toca la barriga. Así son las bromas hoy en Caracas.

Como esperaba, tienen cemento. Lo tienen para hoy. Pero a 46, casi al doble del precio legal. Hablan rápido, el vendedor sale, hace una llamada y regresa con buenas y discretas noticias. Mientras tanto, Ramón no deja de frotarse las manos. Muestra su vitiligo, esa falta de pigmentación en la piel. Dice que de puro nervio. Del estrés que le consume. Al fin regresa el vendedor. Esto es Venezuela y aquí todo es muy relativo y negociable. Se lo va a dejar a 37.000 y lo tiene para hoy. Los 40 sacos. Pero con el porte aparte. Son 9.000 por encima del precio oficial y 10.000 por debajo del que se pide en todas partes.

-¿Y por cuánto me lo pones allí?“.

-“Por 70.000”.

-“Pero si la última vez que vine, hace tres meses, estaba a 15.000”.

Es mejor callar. La subasta no ha salido tan mal. La diferencia de precio entre lo que le pedían y lo que ha conseguido es un salario mensual. Son 360.000 por encima del precio legal, 400.000 por debajo del de mercado. Ha perdido una mañana. Pero regresa a la obra satisfecho. Pueden empezar a trabajar. 

A Ramón Niño no le gusta hablar de política. No le gusta el Gobierno. Se extiende, incómodo, en el control, duro, injusto, amenazante a veces, que ejercen los comités en los barrios. Siente mucha incertidumbre. Y cree que, más que enfado, ya hay costumbre, tristeza y resignación ante la desaparición definitiva de lo que fueron algún día sus vidas. Habla de cómo han pasado de tres comidas diarias a dos. De dos cafés a uno. De que la gente está cansada, cabizbaja, de que la Asamblea Constituyente ha terminado con el ciclo de protestas. De que ahora nadie sabe qué esperar. De miedo. De cuánto tiempo va a tardar en estallar la calle otra vez. Del Caracazo que vivió de niño, de cuanto se recuerda eso en su barrio. De los cientos de muertos de antes y de los de ahora. 

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