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ANÁLISIS

Irán y Estados Unidos se reencuentran en Viena y eso ya es una buena noticia

Ali Bagheri Kani, viceministro de Exteriores iraní y negociador jefe del acuerdo nuclear, en Viena.

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Lo mejor de la reunión convocada por la Unión Europea en Viena este lunes, con asistencia de Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia, por un lado, y de Irán, por otro es, simplemente, que haya llegado a celebrarse. Puede parecer muy poco, si se piensa que el objetivo final del doble proceso que comenzó el 2 de abril —uno multilateral directo, sin presencia de EEUU, y otro bilateral, indirecto, entre Teherán y Washington— es lograr volver a la casilla que ya ocupaban todos estos jugadores en junio de 2015, cuando firmaron el Plan de Acción Integral Conjunto, por el que Irán cejaba en su controvertido programa nuclear y, a cambio, se liberaba de todas las sanciones que se le habían ido imponiendo desde 2006. Pero es necesario recordar que desde junio se habían interrumpido esas citas en la capital austriaca, tras seis rondas que nada sustancial habían logrado.

Para Irán, ahora bajo la presidencia de un “duro” como Ebrahim Raisi, la vuelta a la mesa supone, inequívocamente, el reconocimiento del daño sufrido por las sanciones reimpuestas por Washington y sus aliados desde su desvinculación del acuerdo en mayo de 2018. Pero, del mismo modo, el regreso del equipo de Joe Biden también supone aceptar que el castigo no tiene posibilidad alguna de lograr que Irán ponga la rodilla en tierra, renunciando a su programa nuclear, poniendo fin a su injerencia en los asuntos internos de algunos países (Irak, Siria y Líbano, sobre todo) y abandonando su programa misilístico.

Por el contrario —sin olvidar que fue EEUU quien denunció el acuerdo, mientras la AIEA confirmaba que Teherán cumplía con las obligaciones contraídas hasta un año después de la espantada estadounidense—, el tiempo transcurrido solo ha servido para que Irán haya vuelto a reactivar el enriquecimiento de uranio muy por encima del límite permitido (3,67%) sin que, por supuesto, haya dejado de inmiscuirse en los asuntos de sus vecinos y de proseguir con el desarrollo de nuevos misiles (actividad permitida a cualquier país del planeta y no contemplada en el citado acuerdo).

Entretanto, las sanciones siguen dañando, sobre todo, a una población que se muestra cada vez más crítica con unas autoridades aferradas a un modelo ideológico crecientemente ineficiente e incapaz de erradicar el alto nivel de corrupción existente, buscando, en el fondo, que ese malestar acabe provocando el colapso interno del régimen.

En términos realistas, parece claro que el acuerdo no está cerca. Por un lado, es evidente que la desconfianza mutua ha aumentado y que el ambiente nacional en Estados Unidos e Irán juega en contra, con Biden sabiendo que puede ser acusado de entreguismo si da el primer paso, levantando las sanciones, y con Raisi liderando una nueva ola de radicalismo, bajo la atenta mirada de los pasdarán, los militares de la guardia nacional islámica.

Por otro, regresar a la casilla de salida supone volver a destruir o entregar el material nuclear que Teherán ha acumulado en este tiempo, reincorporarse al Protocolo Adicional de 1997, permitiendo inspecciones mucho más intrusivas de la AIEA, y volver a retirar centrifugadoras; todo ello a cambio de una hipotética promesa de que EEUU no volverá a las andadas. Pero ni Biden puede garantizar que su sucesor no optará por castigar a Irán en el futuro, ni Raisi va a renunciar a las bazas que le ofrecen sus vínculos con Hezbolá y otros grupos para garantizar su propia seguridad frente a los que desean su ruina.

Influencias externas

Además del serio problema que supone el encaje de las diferentes visiones y objetivos entre los participantes directos en Viena, la agenda se complica aún más cuando se tiene en cuenta la influencia que otros actores ejercen desde fuera de la mesa. Así hay que interpretar el viaje que el ministro de Exteriores israelí, Yair Lapid, efectúa a Londres y París, tratando de convencer al mundo de que no cabe fiarse de Irán.

Tampoco el resto de los países del Golfo ve con buenos ojos un nuevo acuerdo, al entender que ello acerca todavía más a Irán a su sueño de convertirse en el líder regional; lo que no quita que formalmente hayan recibido positivamente el reinicio de los contactos en Viena. En realidad, como ya afirmaba en abril pasado Enrique Mora, el coordinador principal de la UE de estos encuentros como mano derecha de Josep Borrell, un nuevo acuerdo tiene más detractores que simpatizantes.

Pero, aun así, y salvo que los factores irracionales terminen por imponerse, todos saben que no hay solución militar al desafío iraní. Unos, como Israel y Arabia Saudí, porque el reto escapa a sus posibilidades, por muy convencidos que estén de la maldad intrínseca del régimen iraní. Y otros, como Estados Unidos, porque ya están centrados decididamente en hacer frente al desafío que plantea China como rival estratégico, y, por tanto, no quieren verse nuevamente empantanados en el Golfo en un nuevo conflicto de muy incierto pronostico.

El acuerdo, en definitiva, es la opción menos mala para todos los países implicados. Pero eso no quiere decir que sea la más probable ahora mismo.

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