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Análisis

No hay evidencias de que la vacuna de AstraZeneca provoque coágulos. Entonces, ¿por qué la preocupación?

Un trabajador sanitario prepara la vacuna contra la COVID-19.

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Los casos de personas que sufren coágulos de sangre poco después de recibir la vacuna de Oxford/AstraZeneca se han convertido en una fuente de preocupación para los líderes europeos. Varios países, entre ellos Francia, Alemania, Italia y España, decidieron suspender temporalmente este lunes la administración de la dosis. A ellos se suman otros países como Dinamarca, Islandia, Países Bajos e Irlanda, que tomó la decisión tras las informaciones de una muerte y tres hospitalizaciones de adultos que habían sufrido graves coágulos de sangre en Noruega –que también ha interrumpido el uso de la vacuna–.

Cierta preocupación ante una vacuna nueva es comprensible y hay que investigar todas las sospechas de posibles reacciones adversas, pero en las circunstancias actuales no solo debemos pensar rápidamente. También necesitamos considerar los factores con sosiego y resistirnos a establecer relaciones de causa y efecto entre sucesos que podrían no estar correlacionados.

Como ha subrayado el subdirector médico de Irlanda, Ronan Glynn, no hay ninguna evidencia de que esta vacuna provoque coágulos de sangre. Establecer relaciones de causa-efecto entre diferentes sucesos es una tendencia humana natural, incluso cuando no existe ninguna. Lavamos el coche y al día siguiente hay una caca de pájaro encima del capó. Ese es un caso típico, pero hay otros más graves, como el del diagnóstico de autismo tras recibir la vacuna triple viral que lleva a mucha gente a asumir una conexión causal, aunque no exista.

Ahora hay personas que sufren coágulos de sangre después de recibir una vacuna y se genera el temor de que la vacuna sea la responsable de haberlos causado. La suerte, el azar o el destino, como lo quieran llamar, es difícil de incorporar a nuestra forma de pensar.

Los datos de la vacunación

Cuando la Agencia Europea del Medicamento informa de 30 incidentes tromboembólicos tras unos cinco millones de vacunas administradas, la pregunta clave es cuántos eventos de ese tipo se producen normalmente. Podemos hacer un cálculo rápido: las trombosis venosas profundas (TVP) afectan a una persona por cada 1.000 al año (una tasa que probablemente sea más alta entre la población mayor con prioridad en la vacunación). Según esa proporción, de los cinco millones de personas que se vacunan habría que esperar más de 5.000 trombosis al año, al menos 100 cada semana. Es decir, que no tiene nada de raro que haya habido 30 casos registrados.

Sería mucho más fácil si tuviéramos un grupo de personas exactamente igual al de las que se vacunan, pero que no hubieran recibido la vacuna. Eso nos permitiría saber cuántos sucesos graves esperar cuya explicación solo sea la mala suerte. Afortunadamente, contamos con un grupo de este tipo. En los ensayos necesarios para la aprobación de las vacunas, los voluntarios fueron seleccionados de forma aleatoria de manera que unos recibían el principio activo de la vacuna y otros solo una inyección de control (entre ellas la vacuna para la meningitis).

Todos los participantes comunicaron las dolencia que experimentaron, pero ninguno sabía, y esto es lo importante, si había recibido la vacuna de verdad o el placebo. Comparando los informes de los dos grupos podemos ver cuántos “efectos” tuvieron que ver con los ingredientes activos, es decir, cuántos estaban relacionadas con el proceso de la vacunación o cuántos habrían ocurrido de cualquier modo.

El 38% de las personas que recibieron la vacuna real declaró haber sufrido algún tipo de efecto secundario. Pero lo sorprendente es que el 28% de los que recibieron el placebo también declaró un efecto secundario. Esto demuestra que la vacuna contra la COVID-19 solo causa un tercio de los efectos secundarios notificados.

Entre los más de 24.000 participantes, menos del 1% declaró un problema grave: un total de 168 personas entre las que había más gente con placebo (89) que con la vacuna real (79). En conclusión, ninguna prueba apuntaba a que hubiera más riesgos por recibir la vacuna de AstraZeneca. Los ensayos de Pfizer obtuvieron resultados similares, con un número mayor de personas notificando problemas leves o moderados entre los vacunados, pero un número casi idéntico para los más graves.

Los ensayos se hacen en períodos de tiempo limitados, con muestras pequeñas en comparación con la población total y suelen incluir a personas sanas. Por eso hay que recopilar los datos del mundo real a medida que se extienden las vacunas.

En el Reino Unido, las reacciones adversas se registran mediante el sistema de “tarjetas amarillas”, que se remonta a la época en que los médicos rellenaban tarjetas amarillas para notificarlos. Hasta el 28 de febrero se han notificado unas 54.000 tarjetas amarillas para la vacuna de Oxford/AstraZeneca, con unos 10 millones de vacunas administradas (la vacuna de Pfizer tiene una tasa ligeramente inferior).

La tasa global de notificación para las vacunas de Oxford/AstraZeneca y Pfizer es de entre tres y seis reportes por cada 1.000 vacunas. Es decir, que en los ensayos se notifican muchos más efectos secundarios que a través del sistema de tarjetas amarillas. Por supuesto, un factor que puede haber influido en que se declaren menos es la propia web de las tarjetas amarillas, que parece diseñada para profesionales médicos y no para pacientes que sufren efectos secundarios.

La gran mayoría de los efectos secundarios notificados en el sistema de las tarjetas amarillas, así como en los ensayos aleatorios, son reacciones directas a la inyección, como dolor en el brazo o síntomas generales parecidos a los de la gripe y que remiten a los pocos días, como dolor de cabeza, cansancio y fiebre. El problema más grave son las reacciones anafilácticas. El consejo médico es no vacunar a personas con antecedentes de reacciones alérgicas a dosis anteriores de la vacuna o a sus ingredientes.

Vacunas extraordinariamente seguras

Hasta ahora, estas vacunas han demostrado ser extraordinariamente seguras. De hecho, tal vez lo sorprendente sea que no se hayan oído más casos de efectos secundarios adversos. No se puede descartar que en algún momento se produzca un efecto extremadamente inusual por las vacunas contra la COVID-19, pero todavía no hay indicios de ello.

Ojalá que este mensaje llegue a aquellos que todavía dudan por culpa de la desinformación en torno al supuesto daño de las vacunas y de los comentarios poco útiles de algunos políticos europeos. ¿Seremos capaces de resistir nuestra inclinación a buscar relaciones de causa-efecto entre sucesos distintos?

Una forma de lograrlo sería promover el método científico y asegurarse de que todo el mundo entiende sus principios básicos. Probar una hipótesis nos ayuda a ver qué corazonadas o suposiciones son correctas y cuáles no.

Los ensayos aleatorios han demostrado la eficacia de algunos tratamientos contra la COVID-19 y han salvado un gran número de vidas, al tiempo que demostraban la inexactitud de algunas exageraciones sobre otros tratamientos, como la hidroxicloroquina y el plasma de personas convalecientes.

Pero no creo que podamos racionalizar del todo el impulso básico y a menudo creativo de encontrar patrones incluso cuando no los hay. Tal vez sólo podamos pedir un poco de humildad antes de decir que sabemos por qué ha ocurrido algo.

David Spiegelhalter es el presidente del Winton Centre for Risk and Evidence Communication de la Universidad de Cambridge

Traducido por Francisco de Zárate

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