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Reimaginar el desierto líquido: el propósito de 'Océanos sin Ley'

The Outlaw Ocean Project

Ian Urbina

17 de abril de 2023 11:35 h

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Dos tercios del planeta están cubiertos de agua y gran parte de ese espacio no esta gobernado. A menudo se cometen con impunidad delitos contra los derechos humanos y el medioambiente en este ámbito porque los océanos son extensos y las leyes, difíciles de aplicar.

La opinión pública mundial ignora lo que ocurre en el mar. Se hace poco periodismo sobre los océanos y desde los océanos. Como consecuencia, la mayoría de las personas ajenas al mar no tienen ni idea de lo mucho que dependen de quienes trabajan en el mar. La mitad de la población mundial vive a menos de 150 kilómetros del mar, pero la mayoría concibe este espacio como un desierto líquido que sobrevuela de vez en cuando; un lienzo de tonos azules claros y oscuros.

Parte del problema reside en nuestro imaginario. Los océanos se ven habitualmente, y con acierto, como un hábitat marino. Sin embargo, son mucho más que eso. Son un lugar de trabajo, una metáfora, una vía de escape, una prisión, una tienda de comestibles, un cubo de basura, un cementerio, un filón, un polvorín, un órgano, una autopista, un depósito, una ventana, una emergencia y, sobre todo, una oportunidad. A menos que reconozcamos esta verdad, a menos que reimaginemos este dominio de forma más amplia, seguiremos quedándonos cortos a la hora de gestionar, proteger y comprender los océanos.

Los océanos son un lugar de trabajo. Más de 50 millones de personas trabajan en el mar. Desde el punto de vista antropológico, estos trabajadores constituyen un grupo demográfico fascinante. Son una tribu transitoria y en diáspora, con su propia jerga, protocolos, supersticiones, jerarquías sociales, códigos de disciplina y su propio catálogo de delitos. El suyo es un mundo en el que la tradición tiene tanto peso como la ley. Muchos de ellos trabajan en la pesca, la profesión más peligrosa del mundo, que se cobra más de 100.000 vidas al año. Más de 300 al día. Las condiciones en muchos barcos de pesca de altura son muy duras. La violencia, el tráfico y el abandono son habituales. La intensidad, las lesiones, las horas y la suciedad del trabajo son dickensianas.

Cuando hace mala mar, el oleaje sube por los costados del barco y golpea a la tripulación por debajo de las rodillas. El oleaje y las vísceras de los peces convierten el suelo en una resbaladiza pista de patinaje. La cubierta, que se balancea erráticamente con el mar embravecido y los vientos huracanados, es a menudo una carrera de obstáculos formada por aparejos dentados, cabrestantes giratorios y altas pilas de redes de más de 200 kilos. Las infecciones son constantes. En estos barcos, escasean los antibióticos para las heridas infectadas. En cambio, los capitanes suelen estar bien abastecidos de anfetaminas para que la tripulación pueda trabajar más horas.

Los océanos son una metáfora. El mar adentro ha connotado durante mucho tiempo el infinito, la abundancia en estado puro; la abundancia inagotable. Henry Schultes captó esta percepción en 1813, cuando escribió: “Además de un suelo altamente productivo, los mares que nos rodean ofrecen una mina inagotable de riqueza –una cosecha madura para recoger en cualquier época del año– sin el trabajo de la labranza, sin el gasto de semillas o abono, sin el pago de rentas o impuestos”.

El libro The Inexhaustible Sea (El mar inagotable), escrito en 1954 por Hawthorne Daniel y Francis Minot, retomaba esta idea: “Ya estamos empezando a comprender que lo que tiene que ofrecer va más allá de los límites de nuestra imaginación: que algún día los hombres aprenderán que en su generosidad el mar es inagotable”. Esta percepción ha prevalecido durante siglos. Si los océanos son tan vastos e indestructibles, si pueden reabastecerse tan ilimitadamente, ¿por qué molestarse en limitar lo que tomamos o vertemos en ellos?

Los océanos son una vía de escape. Durante siglos, la vida en el mar ha sido idealizada como la máxima expresión de la libertad: un refugio de la vida en tierra, claramente alejada de la intromisión gubernamental, una oportunidad para explorar, para reinventar. Esta narrativa ha estado encerrada en lo más profundo de nuestro ADN durante miles de años, empezando por las historias de osados aventureros que partían a descubrir nuevas tierras. Lleno de tormentas devoradoras, expediciones condenadas al fracaso, marineros náufragos y cazadores locos, el canon de la literatura marítima ofrece una imagen vibrante de un desierto acuático y de sus indómitos pícaros.

Y al menos desde que se publicó por primera vez Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, en 1870, la gente ha soñado con utilizar esta libertad para crear colonias permanentes sobre o bajo el océano. Esta tradición continúa. Hoy en día, un pequeño grupo de libertarios que se autodenominan “seasteaders”, colonos del mar, en honor a las granjas del Oeste americano, siguen persiguiendo el sueño de fundar naciones independientes en aguas internacionales en forma de comunidades marítimas autosuficientes y autónomas.

Los océanos son una prisión. Lejos de ofrecer una escapatoria o un recurso, los barcos en alta mar son para muchos trabajadores una cárcel sin rejas. Cada año, decenas de miles de hombres y niños son comprados y vendidos como mercancía y luego quedan atrapados en condiciones de esclavitud –incluso con grilletes- en barcos pesqueros de aguas lejanas a veces durante años.

Existe la sensación de que los teléfonos móviles se han convertido en una especie de fuerza policial para contrarrestar estos abusos en casi todos los aspectos de la vida. Si ocurre algo malo, lo más probable es que se grabe y se publique en YouTube para que todo el mundo lo vea, o al menos esa es la lógica. Pero eso rara vez ocurre en el mar, donde las tripulaciones suelen trabajar en régimen de servidumbre y no tienen acceso a sus teléfonos.

Con el aumento del precio del combustible y la disminución de la pesca cerca de la costa, los investigadores del trabajo marítimo predicen que cada vez más buques se aventurarán mar adentro, permaneciendo más tiempo en alta mar, lo que facilitará este tipo de abusos. El cautiverio en el mar también adopta otras formas. Cientos de marinos quedan atrapados anualmente en un purgatorio acuático. La historia sigue un patrón estándar. Una vez agotados sus recursos, los armadores se declaran en quiebra. Al recortar sus pérdidas, abandonan sus barcos, dejando tirados a los miembros de la tripulación, que suelen seguir a bordo, lejos en el mar o anclados en un puerto extranjero. Como la tripulación de la leyenda del barco fantasma El holandés errante, estos hombres son abandonados a su suerte o se sientan a esperar. Por lo general, carecen de papeles que les permitan desembarcar, de recursos para volver a casa o de medios para avisar a sus familias. Cada año, miles de estos hombres languidecen en el mar desmoronándose física y mentalmente.

Los océanos son un supermercado. Los océanos ofrecen a la humanidad global una forma fundamental de sustento. Más del 50% de la proteína animal que consumen las personas en algunas partes del mundo en desarrollo procede de pescados y mariscos, que son el mayor producto alimentario comercializado a nivel global. En 2020 su comercio ascendió a unos 151.000 millones de dólares (140.000 millones de euros). Como ha señalado el historiador de la pesca Paul Greenberg, el tratamiento y la concepción de los océanos están influidos en parte por cómo pensamos sobre el pescado. Las criaturas acuáticas se han considerado normalmente un orden inferior de la vida. En alemán, francés, español y la mayoría de las lenguas de Europa occidental, marisco es “fruta del mar”. Todo un ecosistema que abarca millones de especies de criaturas se agrupa en la conciencia popular, no como animales distintos, sino como cosas que consumimos.

Mientras tanto, estamos cogiendo demasiadas cosas de este supermercado. En los últimos 50 años, el consumo mundial de marisco se ha multiplicado por más de cinco y la industria, liderada por China, ha satisfecho ese apetito gracias a los avances tecnológicos en refrigeración, eficiencia de los motores, resistencia de los cascos y radares. La navegación por satélite también ha revolucionado el tiempo que los pesqueros pueden permanecer en el mar y las distancias que recorren. La pesca industrial ha avanzado tanto tecnológicamente que se ha convertido menos en un arte que en una ciencia, más en una recolección que en una caza. La consecuencia es que más de un tercio de las reservas mundiales están sobreexplotadas.

Los océanos son un basurero. Durante siglos, la humanidad ha considerado que los mares son tan vastos que tienen una capacidad ilimitada para absorberlo y metabolizarlo todo, una percepción que nos ha dado licencia para verter prácticamente cualquier cosa mar adentro. Petróleo, aguas residuales, cadáveres, efluvios químicos, basura, artillería militar e incluso superestructuras marinas como plataformas petrolíferas desaparecen en el océano, como tragados por un agujero negro, para no volver a ser vistos jamás.

Sin embargo, el verdadero crimen de los vertidos en el océano es que durante la mayor parte de la historia ni siquiera se consideraron un delito. La ley ha cambiado, pero las costumbres persisten. Los derrames de petróleo provocan indignación, pero suponen mucho menos que la cantidad de petróleo que se vierte deliberadamente al agua cada año. Cada tres años, los buques vierten intencionadamente al mar más petróleo y lodo que los vertidos del Exxon Valdez y BP juntos. Otras fuentes de vertidos vienen de arriba: los niveles de oxígeno disuelto en el océano se han disparado, por no hablar de la cantidad de carbono que se disuelve. Y cuando el agua de lluvia pasa por la tierra, recoge aguas residuales, fertilizantes, detergentes y microplásticos y los transporta directamente a los océanos del mundo. Esta contaminación alimenta el crecimiento excesivo de algas y microbios, creando “zonas muertas”, algunas del tamaño de Escocia.

Los océanos son un cementerio. En tierra, la policía puede exhumar un cadáver para investigar asesinatos. En alta mar, como dijo un investigador marítimo, “los muertos desaparecen para siempre”. Los océanos no sólo son un cementerio, sino que además suelen ofrecer la ventaja añadida de la impunidad. Los asesinos de un barco pueden filmarse a sí mismos en el acto, posar para selfies de celebración al final del derramamiento de sangre y, muy posiblemente, salir impunes del crimen, porque pocos gobiernos tienen la motivación o la jurisdicción para hacer algo al respecto. Sin pruebas, sin autopsia, sin escena del crimen, sin procesamiento. Miles de inmigrantes desaparecen en alta mar cada año, muchos de ellos en el Mediterráneo, por ejemplo, cuando intentan desesperadamente cruzar a Europa desde puntos de partida en Libia, Marruecos y Túnez. Cuando el mar está embravecido o cuando los traficantes de personas o los guardacostas libios vuelcan estas balsas abarrotadas, sus pasajeros no sólo se ahogan, sino que sus cuerpos desaparecen en una negrura que impide que el mundo lo sepa. Y así continúa este ciclo siniestro.

Los océanos son un filón económico. A pesar de la “vigilancia” de diversos organismos de control anémicos y a menudo corruptos, el mar ofrece a la humanidad un filón: un “sálvese quien pueda”. La pesca no regulada es la norma en aguas internacionales. Y en el mar se ofrece mucho más que comida. Los perforadores de petróleo y gas, los mineros de los fondos marinos, los buscadores de tesoros, los ladrones de pecios y los buscadores de biomedicina lo saben muy bien. Los océanos están repletos de riquezas que gran parte del mundo cree que están ahí para ser aprovechadas.

Los océanos son un polvorín. Dado que los océanos son un espacio liminal, donde la jurisdicción está menos clara que en tierra y las fronteras se trazan sobre el agua, este reino es también una frontera donde los enfrentamientos son más probables. En el mar se producen con frecuencia enfrentamientos por delegación, que suelen consistir en la detención por un país de un buque pesquero de otro, alegando una incursión en su territorio. Las pruebas geopolíticas de soberanía, poder y audacia tienen lugar en estos bordes exteriores. Por esta razón, los océanos son un polvorín, el lugar donde algunos politólogos predicen que podría producirse la chispa del próximo gran conflicto militar.

Los océanos son un órgano. Pulmones del planeta, los océanos producen la mitad del oxígeno que respiramos. Pero a medida que quemamos más combustibles fósiles y liberamos más carbono al aire, gran parte de éste se disuelve y asfixia el agua, matando así al planeta. Además, el océano ya ha absorbido el 90% del exceso de calor del calentamiento global y hoy es un 30% más ácido que antes de la Revolución Industrial.

Los océanos son una autopista. La alta mar es la autopista del comercio mundial. En el centro de la cultura marítima moderna está la creencia del siglo XVII en el no intervencionismo y un principio jurídico conocido como mare liberum, que en latín significa libertad del mar, según el cual en las aguas situadas más allá del alcance de un disparo de cañón hasta la costa, los marinos deben ser libres de comerciar como quieran, sin trabas de Estados, piratas ni nadie más. La doctrina, que es un requisito previo para el libre comercio, se invoca regularmente para bloquear normas más estrictas y una mayor aplicación de la ley en alta mar. En la economía globalizada actual, parte de la razón por la que más del 70% de los productos que consumimos viajan en barco es que la alta mar está claramente menos gravada con fronteras y burocracias.

Los océanos son un depósito de armas. Con más barcos en navegación que nunca, los océanos también están más armados y son más peligrosos. A partir de 2008, cuando los piratas empezaron a operar en franjas más amplias del océano, muchos buques mercantes contrataron seguridad privada, y sus fuerzas pronto superaron las capacidades policiales de los gobiernos. Hoy opera en el mar una fuerza de seguridad privada valorada en 20.000 millones de dólares (18.400 millones de euros), y cuando sus miembros matan, los gobiernos rara vez responden, porque ningún país tiene jurisdicción en aguas internacionales.

La carrera armamentística en el mar se ha intensificado hasta el punto de que las armas y los guardias son tan omnipresentes que ha surgido una industria especializada de armerías flotantes. En parte depósitos de almacenamiento y en parte barracones, estas embarcaciones, situadas en zonas de alto riesgo de aguas internacionales, albergan cientos de fusiles de asalto, armas pequeñas y munición, junto con guardias que a veces esperan durante meses en condiciones decrépitas su próximo despliegue.

Los océanos son una ventana. La alta mar ofrece una visión de la naturaleza humana. Nos permiten ver la línea que separa la existencia de la civilización y la ausencia de ella. Nos muestran lo delgada que es esa línea y lo que hay al otro lado. En gran medida fuera del alcance de los gobiernos y las fuerzas del orden, los océanos demuestran cómo se comporta la gente cuando puede hacer lo que le plazca y salirse con la suya. No siempre es malo. A veces es heroico. Pero casi siempre es alegal. El alta mar es un océano sin ley.

Los océanos son una emergencia. A pesar de su importancia y su impresionante belleza, el mar es también un lugar distópico, hogar de oscuras inhumanidades. Demasiado grandes para ser vigiladas y sin una autoridad internacional clara, las inmensas regiones de aguas traicioneras albergan una criminalidad y una explotación desenfrenadas. La acidificación está diezmando la mayoría de los arrecifes de coral del mundo. La mayoría de los caladeros del mundo están agotados. La sobrepesca, a menudo impulsada por las subvenciones de los gobiernos, se traduce en capturas más pequeñas cerca de la costa y en una industria cada vez más desesperada. Uno de cada cinco peces procede de pesqueros piratas. Cientos de polizones y emigrantes mueren cada año en el mar. Cada tres días se hunde al menos un barco en algún lugar del mundo.

Los océanos son una oportunidad. Los océanos no son sólo un inframundo arenoso, sino un lugar de belleza y maravilla imposibles. Representan una oportunidad de salvación. ¿Pueden los gobiernos encontrar el bien común por encima del interés propio y cooperar para gestionar la alta mar? El reciente tratado de la ONU sobre biodiversidad ha representado un paso en esta dirección. ¿Podrían los océanos ofrecer oportunidades para mitigar la crisis climática? La protección y restauración de hábitats oceánicos como las praderas marinas, las marismas saladas y los manglares, junto con sus redes tróficas asociadas, por ejemplo, pueden secuestrar dióxido de carbono de la atmósfera a un ritmo hasta cuatro veces superior al de los bosques terrestres. La energía eólica marina tiene el potencial de aportar más de 7.000 teravatios hora al año de energía limpia solo en Estados Unidos, casi el doble de la cantidad de electricidad utilizada en Estados Unidos en 2014. Los buques de carga y los transbordadores de pasajeros emiten casi el 3% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, incluido el carbono negro; un tipo de humo especialmente sucio. Descarbonizar la flota marítima mundial equivaldría aproximadamente a reducir todas las emisiones de carbono de Alemania.

Un primer paso esencial para contrarrestar estos numerosos problemas es ampliar nuestra visión de los océanos. Dispatches from the Outlaw Ocean (Crónicas desde el océano sin ley) es una serie de documentales que ofrece un sobrio recorrido por esta indómita frontera. Por estas crónicas navega un colorido elenco de personajes, desde traficantes y contrabandistas, piratas y mercenarios, hasta conservacionistas vigilantes y escurridizos cazadores furtivos, vertederos clandestinos de petróleo y esclavos encadenados. El objetivo del periodismo es avivar la urgencia y ayudar al público mundial a reimaginar los océanos no como algo que se da por sentado, un cubo de basura sin fondo, un recurso que se autoabastece eternamente y que utilizamos para llenar nuestros estómagos o llenar nuestras carteras, sino como un vasto hábitat que deberíamos respetar, un lugar de trabajo que necesita regulación, no tanto una tienda de alimentación, sino más bien una biblioteca o una catedral: un bien común protegido.

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