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The Guardian en español

Arte callejero, una alternativa al ISIS para los jóvenes marginados de Túnez

Túnez es hoy el mayor exportador de militantes yihadistas del mundo: más de 5.500 jóvenes han sido reclutados por organizaciones como el Estado Islámico (EI) y el Frente Al Nusra, según la ONU.

Helene Dancer

Kasserine, Túnez —

Es la hora del almuerzo en la ciudad tunecina de Kasserine. Sentados en un café con terraza sobre la calle principal, un grupo de muchachos observa a los guardias fuertemente armados patrullar frente al mejor hotel de la ciudad. 

En la segunda ciudad más grande de Túnez, la seguridad es primordial. Kasserine se encuentra a solo unas horas en coche al Este de la frontera argelina y de las montañas Chaambi, el emblemático campo de entrenamiento de los extremistas islámicos. Kasserine es también una de las ciudades más pobres del país, donde abunda el desempleo especialmente entre los jóvenes, lo que los convierte en presa fácil de las redes de reclutadores fundamentalistas. 

Túnez es hoy el mayor exportador de militantes yihadistas del mundo. Según la ONU, más de 5.500 tunecinos de entre 18 y 35 años se han unido a diferentes organizaciones militantes, entre ellas el Estado Islámico (EI) y el Frente Al Nusra, filial de Al Qaeda en Siria, Irak y Libia. 

Según los expertos de las Naciones Unidas, aunque “algunos reclutas se ven inducidos por motivos religiosos e ideologías políticas”, muchos otros son atraídos por la promesa de un beneficio económico o para sentirse parte de algo importante y con un propósito en la vida. 

Desencanto tras la Primavera Árabe

Para Tarek Dhibi, un estudiante de diseño y artista callejero de 23 años, los años que siguieron a la Primavera Árabe de 2011 (cuando los ciudadanos se levantaron para destituir a Zine El Abidine Ben Ali) fueron de mucho desencanto para los jóvenes. “Esta ciudad está loca”, dice sentado en una mesa del ajetreado café. “Después de la revolución, el gobierno no hizo nada por nosotros… por eso mucha gente odia a la sociedad. Y es por eso que tanta gente se suma al EI. Allí te pagan. Los que se unen al EI no tienen nada en sus vidas. Como tampoco tienen una ideología propia, los convencen muy rápido”.

Dhibi ha convertido a los grafiti en su arma preferida para combatir el problema, organizando talleres para jóvenes. Quiere enseñarles a usar el aerosol, pero también espera que ese proceso los ayude a formarse un fuerte sentido de identidad, algo que podría hacerlos menos carne de cañón para los grupos extremistas. 

“Los grafitis me demostraron que se puede triunfar aun sin tener nada”, explica Dhibi. “El arte ha cambiado países e imperios, yo elegí el grafiti porque es mi estilo de vida”.

Karim Jabbari, también oriundo de Kasserine, fue quien le inculcó la cultura hip hop y el arte del grafiti a Dhibi. Tras la revolución de 2011, Jabbari organizó el Street Urban Festival de la ciudad, un espectáculo en el que invitaba a raperos internacionales, bailarines de breakdance, pinchadiscos y otros artistas para celebrar la cultura de los jóvenes.

Jabbari trabajó en tándem con Dhibi para pintar un grafiti a lo largo del muro de la prisión de Kasserine. El trabajo está basado en el texto Yebne Ommi de Aboul-Qacem Echebbi, un poeta revolucionario de principios del siglo XX, y combina técnicas del grafiti con la caligrafía árabe o “caligrafiti”, como se la conoce comúnmente. 

Todavía quedan rastros del festival desperdigados por todo Kasserine, recordatorios de unos años de más esperanza. Al oeste de la cárcel de Kasserine, el canto al caligrafiti del grafitero francés Zepha sigue en una de las calles. En una pequeña pared cerca de allí, alguien escribió con aerosol negro y en letras bien grandes el acrónimo en inglés ACAB (Todos los policías son unos bastardos).

“Ya basta”

Para sus talleres, Dhibi ha preparado los principios de un plan de estudios: un programa de ocho pasos para convertirse en artista callejero.

Los comentarios de la gente del lugar sugieren que el programa será bien recibido. “Hay mucha tensión. Es como un globo a punto de explotar”, dice Ali Rebah. Rebah dirige KFM, una estación de radio de la comunidad de Kasserine que surgió con la revuelta para celebrar y hacer uso de la reciente libertad que adquirían los medios de comunicación.

Al igual que Dhibi, Rebah peleó en la revolución. Luego se desilusionó por la falta de progreso. “Ya tuvimos suficientes políticos que no hicieron nada”, dice. “La gente exige progreso: un plan de negocios que sea claro para la región”.

Después de los ataques sufridos en marzo de 2015 en el Museo Nacional del Bardo (ciudad de Túnez), el gobierno presentó un proyecto de ley antiterrorista y tomó medidas para mejorar la seguridad en las mezquitas controladas por extremistas. Algo que para muchos trajo más persecuciones y el temor de que las leyes terminen achicando las libertades que tanto costó ganar.

Dhibi relata la experiencia de uno de sus amigos de la escuela, encarcelado durante dos años sin juicio por asistir a una mezquita conservadora: “Ahora odia al Gobierno y a la sociedad mucho más que antes”. Es una situación delicada en la que tanto las organizaciones civiles locales como las internacionales se ven obligadas a intervenir para abordar el problema de la radicalización en su origen.

Monia Mhamdi es el director de Amal (“Esperanza” en árabe), una ONG que trabaja para “luchar contra el estado de injusticia nuevamente establecido, y para entender y enseñar el lenguaje necesario para poder hacerlo”. “Lo peligroso es la falta de pensamiento crítico”, explica.

Para Dhibi, el aerosol es solo una estrategia con la que espera marcar la diferencia. “Quiero compartir mi inspiración con el grupo para que seamos hermanos y hermanas”, dice. “En nuestra religión, compartimos; pelearé por ellos y espero que ellos peleen por mí y por nuestra sociedad”.

Con informes de Jakob Weingartner

Traducción de Francisco de Zárate

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