Aumentan los asesinatos de honor en Karachi, la mayor ciudad de Pakistán
La noche en que Ghani Rehman fue condenado a muerte, su padre preguntó si podían compartir una última comida juntos. Pero Ghani dijo que no. Prefirió esperar en su habitación. Sus hermanas vinieron a verlo. A cada una le dio un pequeño símbolo para que lo recordaran: una pizca de menta envuelta en plástico.
El chico de 18 años sabía lo que venía. No habían pasado ni 24 horas desde que Bakthtaja, la hija de 15 años del vecino con la que había tratado de huir de Ali Brohi Goth, su pobre barrio de Karachi, había sido atada y electrocutada.
Cuando su padre terminó de cenar, regresó. Con la ayuda de un tío, lo amarró a una cama. Con cables eléctricos pelados ató un brazo y una pierna de su hijo a la estructura de la cama.
Bakhtaja había soportado 10 minutos de fuertes sacudidas eléctricas antes de morir. Al chico le llevó más tiempo. Al final, el tío tuvo que intervenir para estrangularlo. La pareja fue enterrada en plena noche.
En Pakistán, los llamados asesinatos “de honor” ilegales son una epidemia, con las mujeres como principales víctimas. Hay más mujeres paquistaníes asesinadas por supuesto comportamiento inmoral a manos de familiares cercanos que civiles muertos por el terrorismo en el país.
Pero los asesinatos en Ali Brohi Goth conmocionaron a Karachi, la mayor ciudad de Pakistán. Esa brutalidad descarnada no era habitual. Aunque la violencia machista está extendida y también hay asesinatos por “honor” en la ciudad, se informa casi exclusivamente de los que ocurren en las áreas rurales donde los consejos locales administran sistemas judiciales paralelos.
“Hay áreas de Karachi donde se está siguiendo la cultura tribal, pero no teníamos ni idea de que fuera tanto”, explica Mahnaz Rahman, directora local de la Fundación Aurat (un grupo de defensa de los derechos de las mujeres). Según ella, más allá de la clase media laica, hay comunidades que están reforzando sus valores conservadores.
De acuerdo con la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán, en la última decada hubo un promedio de 650 asesinatos por “honor” al año. Pero como la mayoría no se denuncia, es probable que el número real sea mucho mayor.
Ghani y Bakhtaja se conocían desde niños. Ella vivía en el segundo piso de un chalet de nueva construcción, con vistas al polvoriento pedazo de tierra donde la familia de Ghani tenía una casa de ladrillo y desde donde él llamaba su atención cuando ella salía al balcón.
En una reciente visita a Ali Brohi Goth, una horda de niños jugaba frente a la casa de la familia de Ghani y los adolescentes volaban cometas al borde de un precipicio. Según un informe policial, en el que se cita al tío de Bakhtaja, los dos adolescentes tenían un “romance”, aunque no está claro lo que eso implicaba.
Con fama de muchacho trabajador y educado, Ghani tenía dos empleos. Los hombres del barrio, donde las costumbres sociales mantienen a las mujeres dentro de la casa, no sabían mucho sobre Bakhtaja. Cuando se pregunta a un pariente si podría describirla, responde: “Si lo supiera, yo también estaría muerto”.
El matrimonio consentido
Ghani había pedido permiso varias veces para casarse con ella, pero fue rechazado. Hasta que un día la pareja huyó con dinero en efectivo y joyas que ella había escondido.
Habían llegado a Hyderabad, a tres horas al oeste de sus casas, cuando el padre de Bakhtaja llamó y dijo que las familias habían aceptado el matrimonio y que les permitirían regresar sanos y salvos. Era una trampa.
Los padres sí habían llegado a un acuerdo. Muhammad Afzal, el padre de Ghani, había prometido entregar a Hikmat Khan, el padre de Bakhtaja, dos de sus propias hijas, una vaca y el equivalente a 4.100 euros en rupias paquistaníes para la boda de Ghani y Bakhtaja.
Querían mantener el acuerdo en secreto, pero un pariente mayor, Sirtaj Khan, se enteró del arreglo y lo hizo público en la comunidad, insistiendo en que la pareja debía morir. En vez de enfrentarse a la supuesta vergüenza pública, los padres acordaron con Khan hacer de sus hijos un ejemplo. “Es una persona de mente malvada”, afirma un residente local sobre Khan.
Mientras los padres y dos tíos fueron posteriormente arrestados, Khan huyó a Kunar, en Afganistán. La historia de Ghani y Bakhtaja la siguieron contando los vecinos, familiares y policías.
Según el periodista Zia Ur Rehman, que dio la primicia con la historia, aunque raramente se hacen públicos, los asesinatos dentro de las familias son cada vez más comunes en Karachi. “Los inmigrantes traen consigo su propia cultura, reglas y otras cosas cuando se trasladan a los centros urbanos”, señala. “En Karachi, en lugar de acudir a los tribunales ordinarios, algunas personas tribales adoptan su propia justicia tradicional”.
Bakhtaja y Ghani están enterrados a 10 metros de distancia uno del otro en el cementerio local. Sus tumbas fueron excavadas entre arbustos y cubiertas con una tela roja que aún no ha sido gastada por el sol y el polvo. El sepulturero Ataullah contó que se podía ver los cuerpos tiznados por las quemaduras cuando los bajaban.
Parientas de la pareja que no han querido ser entrevistadas fueron “sacadas” de sus casas cuando se aplicaron los castigos, según cuentan los vecinos. La madre de Bakthaja habló con defensores de los derechos humanos después del asesinato. “Lo perdono”, dijo en referencia a su marido.
“Las mujeres son vulnerables y están asustadas. Quieren que sus hombres regresen”, explica Rahman, de la Fundación Aurat. El arresto de los culpables dejó a las mujeres sin apoyo financiero. Pero no parecen aprobar las acciones de sus maridos.
“La madre de la chica está en muy mal estado. Ha dejado de hablar”, afirma un pariente que prefirió no revelar su nombre.
Diez días después de los asesinatos, en Karachi cayeron unas fuertes lluvias monzónicas que inundaron las calles con agua turbia y causaron estragos en la ciudad. Decenas de personas murieron electrocutadas. Fue el castigo de Dios por matar a la pareja de adolescentes, se dijeron las mujeres del lugar.
Traducido por Francisco de Zárate