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The Guardian en español

Disfrazada, la ultraderecha se está haciendo cada vez más mayoritaria

Paul Mason

Uno de los toques de genialidad de la película El gran hotel Budapest, dirigida por Wes Anderson, es que la acción no transcurre en Budapest, sino en un país tipo del este de Europa, en el período de entreguerras. Zubrowka, el Estado ficticio de la película, empieza como una monarquía en decadencia; luego se transforma en un Estado mafioso; después en un país fascista; lo conquistan, queda dentro del Pacto de Varsovia y luego, como para darle un cierre a la historia, se convierte en el clásico e intrascendente miembro de la UE, situado en algún lugar al otro lado de los Alpes.

En la vida real los países de Europa del Este aún no han podido darle un cierre al pasado. De hecho, con el surgimiento del nacionalismo de derecha y el fascismo absoluto, el film de Anderson termina siendo menos gracioso que profético. El 22 de mayo, un líder de la ultraderecha (Partido de la Libertad) y un ecologista que se postula como independiente se enfrentan en la segunda vuelta de las elecciones para presidir Austria. Incluso sumando los votos del partido socialista con los del conservador, que hasta ahora gobiernan Austria, ambos partidos hubieran quedado en tercer lugar. La ultraderecha ganó en todas las regiones salvo en la de Viena, pero incluso allí, ganó en la mitad de los subdistritos de la ciudad.

El cambio se dio a pesar de que el gobierno de coalición centrista había colocado alambres de púa en la frontera austro-húngara, deportado a miles de refugiados y había excluido efusivamente a Grecia de la cumbre que significó el cierre definitivo de la ruta de los Balcanes para los refugiados. Según datos de la policía de Austria, el número de incidentes relacionados con el racismo aumenta 60% cada año. Los encargados de controlar el racismo en las redes sociales informan de numerosos casos de glorificación nazi en conexión con campañas de incitación al odio antiinmigrante.

Viajando en auto desde Viena, en una hora se llega a Bratislava, la capital de la vecina Eslovaquia. Allí uno se encuentra con un parlamento donde hay 14 miembros de un partido abiertamente fascista y otros 15 de un grupo de nacionalistas de derecha reformados. Robert Fico, el primer ministro socialdemócrata, dio pelea en las elecciones de marzo con la promesa electoral de no aceptar “ni un musulmán más” como refugiado y desafió el sistema de cuotas impuesto por la UE. Fico ha formado ahora un gobierno de coalición con la derecha nacionalista.

En otras dos horas se llega a Budapest, donde el primer ministro húngaro, el nacionalista de derecha Viktor Orbán, se disputa el poder con el partido de extrema derecha Jobbik. Alguna vez este partido tuvo bajo sus órdenes a una milicia de déspotas. Ahora ellos también intentan reformar su imagen de fascistas. El año pasado, una encuesta dio como resultado que 24% de los húngaros está dispuesto a expresar ideas antisemitas abiertamente. La cifra aumenta a un 49% en la capital.

Si miramos a Polonia, el partido ultraconservador Ley y Justicia está ahora mismo muy ocupado modificando la constitución para suprimir la supervisión judicial del gobierno y reprimir la libertad de prensa.

Ukip, Le Pen...

Por supuesto, el surgimiento de los partidos ultraconservadores que se oponen a la migración y quieren romper relaciones con la UE no se limita solo a Europa del Este. En el Reino Unido, tenemos Ukip y, en Francia, el Frente Nacional de Marine Le Pen que, en estos momentos, mantiene cerca del 30% de intención de voto para las elecciones presidenciales del próximo año y que terminaría primero en dos de los tres posibles escenarios de abril.

Pero lo que nos debería preocupar más es el auge en conjunto del nacionalismo autoritario, el fascismo absoluto y el racismo contra las minorías que se vive en Europa del Este. En primer lugar, porque ocurre en democracias que no son maduras, donde los medios de comunicación son oligárquicos y están manipulados por el Estado, con corrupción endémica y bajos niveles de conciencia y tradición democrática. Para imitar la transición de Le Pen en el Frente Nacional, que pasó de formar brigadas a vestir trajes de Chanel, la política de ultraderecha del Este europeo no tiene que buscar muy lejos.

En segundo lugar, es preocupante porque el impulso no proviene de la fuente más común de todo extremismo: el fracaso económico. Por ejemplo, el PIB de Eslovaquia subió pronunciadamente después de que el país entrara a la UE en 2004. Aunque el desempleo se mantiene en un 10%, un valor alto, se llega a esa cifra luego de caer un tercio en los últimos tres años. El extremismo ha surgido, por el contrario, como un alejamiento existencial del centrismo en Europa del Este, se basa en las preocupaciones por los estilos de vida tradicionales y, sobre todo, avanza como una respuesta a la crisis de refugiados.

Tercero: el auge de la ultraderecha en el este europeo es parte de un juego geopolítico. El año pasado, un informe para la fundación alemana Martens Centre señalaba que, a pesar de los diversos fascismos que hay en la región, “sorprendentemente, todos tienen una postura similar con respecto al Gobierno de Putin en Rusia”.

La ultraderecha europea no solo comparte el objetivo de Putin (la ruptura de la OTAN y de la UE), sino que ve el nacionalismo socialmente conservador y autoritario del mandatario ruso como un modelo a seguir por sus propios países. Aunque la ultraderecha de Europa no es simplemente una creación del Kremlin, las conexiones son evidentes: apariciones constantes en los medios rusos, visitas habituales, invitaciones para supervisar las elecciones en Rusia y sus Estados aliados, y también el dinero. El ejemplo más claro es el de Marine Le Pen, que pidió un préstamo de 9 millones de euros a un banco ruso.

Una UE paralizada 

De cara a estos nuevos acontecimientos, la UE y los gobiernos centristas parecen estar paralizados. El artículo 7 del Tratado de la Unión Europea permite sancionar o suspender a cualquier país si comete una violación grave de los derechos fundamentales. Pero se necesita una mayoría de dos tercios en el Parlamento y, además, nunca se ha hecho antes. Este mes, la UE debe poner los límites en Austria. Europa debe dejar en claro que no reconocerá a un presidente de ultraderecha en Viena. Ellos tienen derecho a elegir a un fascista reformado. Nosotros tenemos derecho, según el tratado, a suspender a Austria de la UE.

Sabemos que la UE puede actuar de manera despiadada contra un gobierno que no goza de su simpatía. El verano pasado, vimos cómo la Unión intentaba llevarse por delante al gobierno más antirracista y más a favor de la justicia social jamás elegido: el de Grecia. En la actualidad, los países que permanecieron junto a Alemania en su intento de expulsar a Grecia del euro son los mismos donde jueces y medios de comunicación son amenazados y donde se niegan a aceptar refugiados.

Mientras Europa vacila ante dictadores y racistas, los ciudadanos de las democracias maduras que fundaron la UE debería insistir: nuestros abuelos no derrotaron al fascismo en 1945 para ver cómo ahora se escurre de nuevo para convertirse en una opción posible, vestido de traje en lugar de uniforme, pero siguiendo el mismo camino de victimización que le sirvió de excusa para los crímenes que cometió en el pasado.

Traducción de Francisco de Zárate

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