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The Guardian en español

Los polémicos campamentos chinos para tratar a los 'yonkis' electrónicos

China es el país con más adictos a Internet

Tom Phillips

Bafang —

Era cerca de medianoche cuando un taxi paró a las puertas de un recinto parecido a una prisión y los padres de Xoing Chengzuo lo entregaron al hombre que ellos llamaban “el padrino malvado”. Ese mismo día más temprano, los tres partieron de su casa (a más de 600 kilómetros) para una supuesta excursión en familia. Pero la verdad era que el destino era un centro de tratamiento al estilo de un campamento militar para jóvenes problemáticos y adictos a Internet cuya obsesión preocupa a sus padres.

“Me engañaron”, asegura Xiong sobre su internamiento, que se produjo el 18 de diciembre del año pasado. “Chillé y grité: ¡quiero salir! ¡No quiero estar aquí! Pero no sirvió de nada. Mis padres no me hicieron caso y se fueron a la mañana siguiente”.

Xiong, de 16 años, es uno de los 23 millones de adictos a Internet que, según algunos cálculos, hay en China. Y “el padrino malvado” –que es en realidad un agradable exsoldado del Ejército llamado Xu Xiangyang– es uno de los que están en primera línea de una batalla global para rescatar a los jóvenes de lo que algunos perciben como un infierno virtual.

“Estoy completamente en contra de los juegos online”, comenta Xu, que tiene 57 años y dirige el centro de entrenamiento Xu Xiangyang en Huai'an, una ciudad a unos 400 kilómetros al norte de Shanghai. “Arruinan completamente la salud de una persona. Hacen que sea imposible que un individuo gane dinero o pueda mantenerse por sí mismo. No tienen ningún tipo de sentido y no traen nada positivo a una familia o a una persona”.

Cuando Xu abrió su escuela en 1997, había pocos casos de adictos a Internet. China solo había estado tres años conectada a Internet, solo había 300.000 ordenadores y 620.000 que podían navegar en Internet, según las cifras oficiales.

En dos décadas ese número se ha elevado a unos 710 millones de usuarios, lo que significa que China es el país con la comunidad más grande de internautas. En consecuencia, el número de adictos también se ha multiplicado.

“Es un gran problema –dice la socia y pareja de Xu, Li Yan, que tiene 59 años y cree que la soledad que viven millones de nativos digitales es la clave del problema–. Sienten un vacío dentro de sus corazones. No son capaces de estar a la altura de las expectativas de sus padres y su vía de escape son los cibercafés”.

Una vez en esos cafés, los jóvenes luchan por evadirse, pasando días o noches enteras enganchados a juegos como League of Legends o Counter-Strike. En abril, un chico de 17 años de Guangzhou sufrió un infarto después de jugar 40 horas seguidas a un juego llamado King of Glory. En un documental de 2014 sobre los llamados yonkis de Internet en China, el director de un campamento aseguraba que algunos adictos llegaban a ponerse pañales para evitar tener que dejar ni un momento sus pantallas: “Por eso lo llamamos heroína electrónica”.

“Esto es sobre disciplina”

En el año 2008, China fue el primer país en declarar la adicción a Internet como un desorden clínico. Desde entonces, el país ha intentado tratar este problema del siglo XXI con técnicas a veces realmente polémicas.

Ha habido un gran auge en esta especie de campamentos: uno, no muy lejos del centro de Xu, se hizo famoso por utilizar una terapia de electrochoque para tratar a los adictos, desafiando la prohibición del gobierno. “Fue insoportable”, comentó un paciente de 22 años a la web Sixth Tone sobre su calvario. “Tuve que cerrar mis ojos muy fuerte y todo lo que veía era nieve, era como mirar a un televisor sin señal”.

Xu rechaza tales métodos por ser irracionales e inhumanos. Su centro, que cuesta 36.000 yuanes al año (unos 4.550 euros), trata de hacer regresar a los adictos a la realidad a través de cultura y no de descargas eléctricas. Ballet, música y monólogos humorísticos forman parte del plan de estudios.

Sin embargo, fiel a sus raíces militares, cree que hay un remedio que supera a todos los demás: hacer marchas. Al menos tres veces al año, los alumnos –muchos de ellos de familias acomodadas– hacen caminatas por el campo de 300 kilómetros. Extenuados, pero lejos de Internet, se detienen a mitad del camino en unas instalaciones compuestas de barracas en el pueblo de Bafang, donde reciben clases durante un mes antes de volver a la base. “Esto es sobre disciplina”, apunta Xu.

Tres días después de completar la primera etapa de la última marcha de la escuela y con temperaturas que rondan los 40 grados, Xiong admite que le arde el cuerpo. “Al principio no podía soportarlo... cada día tenía que andar 40 kilómetros”. “Tenía los pies llenos de ampollas”, se queja señalando un par de deportivas rosas fosforitas. El adolescente admite que el viaje le obligó a estar lejos de Internet y le permitió reflexionar sobre sus costumbres en torno a la red. “No les quedó otra que enviarme aquí”, dice sobre la decisión de sus padres.

“Tienen WiFi, ¡pero no la contraseña!”

Bing Jiaying, una chica de 18 años que abandonó los estudios y que se declara adicta a su teléfono móvil, cuenta que también le engañaron para ir al centro diciéndole que se trataba de una excursión familiar. “Te odio”, recuerda que le dijo a su madre en mayo, cuando la obligaron a quedarse allí.

Admite que su iPhone 6 Plus –con el que pasaba días y noches enteras chateando a través de servicios de mensajería instantánea como WeChat y QQ– fue en parte responsable de que las relaciones con sus padres se rompieran. Pero después de dos meses en una litera de un dormitorio calificado como el de “mujeres soldado”, Bing parece que teme el resto de su estancia allí. “Estaré aquí un año entero”, protesta.

El temor a que se produzcan abusos en algunos de estos campamentos, en los que a veces se somete a los internos a encierros en celdas parecidas a las de la prisión o a castigos físicos, ha hecho que que el Gobierno tome medidas. Las duras condiciones de algunos de estos centros se conocieron el año pasado cuando se cree que una joven mató de hambre a su madre por haberle mandado a uno de esos centros.

La atmósfera del centro de Xu parece mucho menos cruel, incluso hay acceso a Internet, pero es estrictamente limitado. “Tenemos WiFi, ¡pero ellos no tienen la contraseña!”, comenta Li durante una visita de un dormitorio, que está abarrotado de literas y desprende olor a pies sucios.

Durante una visita al complejo Bafang, se puede ver a docenas de alegres estudiantes chapoteando en una piscina al aire libre y recitando en voz alta poesía tradicional. Zhang Yifan, el profesor de arte que da la lección, cuenta que el trabajo de la escuela es cultivar a los que están bajo sus cuidados y no castigarles: “Algunos padres utilizan métodos férreos, como las palizas o las broncas. No tienen ni idea de cómo guiar a sus hijos dentro de este hermoso mundo”.

Xiong confiesa que era un “gran adicto” cuando llegó al retiro de Xu, pero que ahora incluso está empezando a disfrutar de su nuevo hogar. “Es un buen sitio”, concluye.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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