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The Guardian en español

Crónica

Las protestas en China plantean el primer gran desafío a la autoridad de Xi

Manifestantes agitan papeles blancos en Pekín tras el incendio en Urumqi, en noviembre.

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Cinco semanas después de haber sido elegido para un histórico tercer mandato, el presidente Xi Jinping ve cómo se agrieta su imagen de autoridad incuestionable que presentó al mundo en el vigésimo congreso nacional del Partido Comunista Chino.

El hecho de que grupos de manifestantes, aparentemente sin una coordinación, hayan tomado las redes sociales y las calles en ciudades a lo largo y ancho del país, y que algunos de ellos se atrevan incluso a cuestionar el liderazgo de Xi y del Partido Comunista, es una sacudida sísmica de grandes proporciones.

La situación recuerda, al menos en la superficie, a la de Irán, aunque las dos culturas políticas y las causas inmediatas de los disturbios sean totalmente diferentes. Del mismo modo, la prisa por comparar las protestas que se están produciendo en China ahora con las manifestaciones y masacre de la plaza de Tiananmén de 1989 es tentadora, pero errónea, como lo ha sido en los numerosos brotes de disidencia que se han dado en las dos últimas décadas.

Sin embargo, muchos analistas identifican dos factores únicos en los movimientos actuales. En 1989 las movilizaciones quedaron circunscritas en gran medida a Pekín, pero ahora son mucho más difusas geográficamente y parece que los manifestantes están al tanto de lo que ocurre en otras ciudades. En segundo lugar, existe la sensación de que la razón principal –la política de 'cero COVID' de Xi– es suficiente para sacar a la gente a la calle, pero también es lo suficientemente importante como para plantear cuestiones más profundas sobre el funcionamiento del Estado chino.

De este modo, las estrictas medidas para luchar contra la pandemia sirven de marco para los trabajadores de Zhengzhou, para los estudiantes de decenas de campus universitarios y para los ciudadanos de Urumqi, la capital de la remota región de Xinjiang, donde la muerte de diez personas en el incendio de un edificio de apartamentos ha sido atribuida por muchos al retraso de los bomberos causado por las medidas. En Urumqi, las redes sociales mostraron a los funcionarios comunistas pidiendo paciencia tras ser cuestionados por los confinamientos que, en algunos casos, han durado meses. Las redes sociales, por muy controladas que estén en China, son un nuevo elemento combustible.

Una flexibilización de las medidas

Una de las dificultades para el Gobierno es que los funcionarios locales obedientes, preocupados por las represalias que puedan venir de arriba si se produce un brote de COVID-19, han impuesto controles estrictos y, sin embargo, no tienen ningún poder real sobre una política centralizada que no ofrece ningún calendario para que el ciclo de confinamientos y protestas termine. La imagen de espectadores de todo el mundo sin mascarilla disfrutando del fútbol en Doha es aún más irritante para un país que, al parecer, después de tres años ya no es capaz de convivir con el virus.

El Gobierno chino afirma que esto se debe a que ha dado prioridad a la vida sobre la economía, manteniendo las muertes por debajo de 6.000, en comparación con millones de muertes en Occidente.

No obstante, en respuesta a la impaciencia de la población, el 11 de noviembre la comisión nacional de salud publicó un plan de 20 puntos para afinar algunas medidas de control de los contagios, como la reducción de los periodos de cuarentena y la flexibilización de las restricciones a los contactos cercanos de casos confirmados, lo que hace que los chinos tengan la esperanza de que la vida y sus ingresos diarios vuelvan a la normalidad. No se trata de un plan de dejar que el virus circule para conseguir más inmunidad en la población, pero implica que el Gobierno apuesta por convivir con el virus y relaja las políticas encaminadas a eliminarlo. También podría devolver a China a la senda del crecimiento.

Sin embargo, la esperada relajación de medidas no se ha producido. El miércoles de la semana pasada China informó de casi 30.000 nuevos contagios de COVID-19 a nivel local, la cifra más alta registrada, y con brotes en todas las regiones. El domingo la cifra había alcanzado los 40.000.

Se impusieron nuevas restricciones a la vida cotidiana y a la actividad económica en ciudades como Pekín, Guangzhou (centro manufacturero del sur de China) y Tianjin. Shijiazhuang, ciudad de 11 millones de habitantes situada al suroeste de la capital, intentó suavizar algunas medidas de control, pero dio marcha atrás a los pocos días después de que aumentara el número de casos. La oleada de contagios si China pusiera fin a la tolerancia cero sería demasiado grande para que el sistema sanitario pudiera afrontarla. Lo cierto es que muy pocos ancianos tienen la pauta de vacunación completa.

Es improbable que el presidente tolere durante mucho tiempo más las manifestaciones, ya que seguramente vea las protestas como un desafío no solo a su gestión de la pandemia, sino a la ideología comunista colectivista y a su autoridad. En 2013, apenas unos meses después de su nombramiento como secretario general del partido, Xi pronunció un discurso en el que advertía de la importancia primordial de proteger la supremacía ideológica, afirmando que “una vez que se vulneran las defensas ideológicas, es muy difícil mantener otras defensas”.

Nadie puede saber todavía lo débiles que son las defensas del Partido Comunista de China o si se ha roto alguna presa. En cualquier caso, es previsible que los contundentes ataques contra la disidencia de Hong Kong se reproduzcan en la China continental.

Independientemente de lo que ocurra después, para Xi esto es un golpe a su prestigio internacional tan solo unos meses después de volver a la escena mundial. Con toda su reciente retórica sobre el gran rejuvenecimiento de China, el declive de Occidente y el poder del Partido Comunista para cambiar el curso de la historia, ahora corre el riesgo de parecer mortal y de estar peligrosamente desconectado de la realidad.

Traducción de Emma Reverter.

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