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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

The Guardian en español

OPINIÓN

El pueblo no quiere más guerra, pero Biden y Harris no son favorables a grandes cambios en la política exterior

Captura tomada de una transmisión en vivo que muestra al ex vicepresidente de los EE. UU. y presunto candidato presidencial demócrata, Joe Biden, el pasado 12 de agosto del 2020.

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Según el presidente Trump, la senadora Kamala Harris “recorta fondos para nuestro ejército a gran escala”. Ojalá. La verdad es que Harris, al igual que quien la eligió como su compañera de fórmula en la carrera hacia la presidencia, defiende un papel preponderante para las fuerzas armadas de Estados Unidos en todo el mundo. El mes pasado votó en contra de reducir el presupuesto militar anual de 740.000 millones de dólares en un 10% y, tras hacerlo, dijo que estaba a favor de las reducciones presupuestarias como objetivo.

Los votantes estadounidenses elegirán en noviembre, mientras se enfrentan a una pandemia descontrolada y al colapso de la economía, entre una candidatura que insiste en gastar más en el ejército que la suma de lo que gastan los 10 países del mundo que siguen en la lista y otra que, de darse las circunstancias adecuadas, estaría dispuesta a gastar sólo siete u ocho veces más que el resto.

Para la izquierda progresista el resultado es tan decepcionante que marea. En enero (esa arcadia feliz prepandémica en la que el único temor era una guerra con Irán) el candidato demócrata con más posibilidades de resultar electo era el senador Bernie Sanders. Prometía un ajuste de cuentas con décadas de intervenciones militares en todo el mundo apoyadas por ambos partidos, demócrata y republicano. El mes pasado propuso recortar el presupuesto de defensa. (Por transparencia: he sido asesor en política exterior de su campaña presidencial) Una candidatura Biden-Harris representa un serio revés para quienes creen que Estados Unidos debe abandonar su búsqueda del dominio militar global e invertir, en su lugar, en la mejora de las condiciones internas del país y causas como la del cambio climático o la búsqueda de tratamiento para las enfermedades infecciosas en todo el mundo.

Sin embargo, cuanto más a largo plazo se mira, el futuro devuelve más pesimismo.

Cuando Barack Obama fue elegido presidente en 2008 redefinió el partido demócrata desde sus bases hasta la Casa Blanca. Aunque prometió poner fin a la guerra de Irak, también se comprometió a reforzar la guerra contra el terrorismo, especialmente en Afganistán. Una vez en el cargo, cumplió. A medias. A pesar de alcanzar un valiente acuerdo nuclear con Irán y abrir relaciones con Cuba, la administración Obama expandió la guerra eterna a través del uso de aviones no tripulados y fuerzas especiales, intervino en Libia y Siria, y apoyó a Arabia Saudí en la guerra que libra en Yemen. Al final, entregó a Trump el mando sobre 200.000 soldados desplegados por todo el planeta. Y porque Obama inspiró una gran lealtad con el electorado demócrata, recibió pocas presiones desde su partido para desarrollar políticas más tendentes a la paz. Las críticas le llegaron desde la clase dominante de la política exterior. Obama llegó a burlarse de lo que se conoce como el “manual de maniobras de Washington” en política exterior. Lo creía demasiado militarista.

Pero estos últimos cuatro años han marcado la diferencia y ahora resulta probable que Biden, en caso de llegar a presidente, se enfrente a una presión más intensa y sostenida contra cualquier intervención militar que la que recibió Obama. Muchos estadounidenses, a izquierda y derecha, dicen ahora que el mayor problema de la política exterior es que su propio país está librando una “guerra interminable”. El cambio es sustancial. Los estadounidenses se han opuesto a guerras concretas en el pasado, pero rara vez tantos han mostrado una posición tan generalizada y crítica sobre la guerra continua e injustificada que su país libra. Tres cuartas partes de los estadounidenses están de acuerdo en poco hoy en día, pero más o menos esa misma cantidad, según la última encuesta, está a favor de que las tropas regresen a casa desde Afganistán e Irak. La cifra de estadounidenses que cree que su país gasta demasiado en el ejército duplica a la que cree que gasta demasiado poco. Sólo uno de cada cuatro cree que las intervenciones militares en otros países dan seguridad a Estados Unidos.

Los votantes demócratas se están adaptando a la realidad del siglo XXI más rápido que los líderes de su partido, que tienen una media de edad alta. Ahora, el cambio climático es la principal prioridad de los demócratas en materia de seguridad nacional. Como colofón a una década en la que la preocupación por ese tema no ha dejado de aumentar, el 88% dice que constituye una gran amenaza para los Estados Unidos. El porcentaje cae hasta bordear el 60% para el terrorismo y los países que se perciben como una amenaza mayor son China y Rusia.

Los nuevos candidatos al Congreso, por tanto, reflejan estas prioridades. En junio, Jamaal Bowman, director de una escuela secundaria en el Bronx, venció en una primaria demócrata al presidente del comité de asuntos exteriores de la Cámara de Representantes, el representante Eliot Engel, un “halcón” en política exterior que llevaba 31 años en el cargo y que apoyó la guerra de Irak. “No necesitamos ser el policía del mundo”, argumentó Bowman, instando a drásticos recortes del gasto militar y en defensa de aumentar la inversión en un “Nuevo Acuerdo Verde” global.

Es probable que Bowman entre en el Congreso y que con él aumente el grupo de personas que comparten esas ideas. En cualquier caso, una hipotética administración Biden comprometida con una “revolución de las energías limpias” tendría que enfrentarse a una realidad: la amenaza del cambio climático es global y sólo puede enfrentarse mediante la cooperación y coexistencia con China, no con una nueva guerra fría. China es a la vez problema -el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo- y socio necesario para cualquier solución. Es también el principal productor mundial de tecnologías de producción de energía con emisiones bajas de carbono. Un aumento de la rivalidad militar empeoraría el problema e impediría llegar a una solución viable.

Las primarias demócratas de este año han ubicado al partido. ¿Serían capaces los aspirantes a la presidencia de exagerar las amenazas que llegan desde China, Rusia, Irán o Corea del Norte al tiempo que se quejan de que Trump muestra su voluntad de llegar a acuerdos para retirarse de los conflictos, como ya han hecho en repetidas ocasiones algunos líderes demócratas del Congreso? Por otro lado, la izquierda definió sus planteamientos. Los candidatos han peleado por presentarse como aquel que pondría fin a la guerra eterna y combatiría el cambio climático. En público, Biden prometió tratar a Arabia Saudí como un “estado paria” y dejar de venderle armas. También prometió “terminar las guerras eternas en Afganistán y Oriente Medio”, aunque actualmente apoya que se traiga a casa sólo a la “gran mayoría” de las tropas desplegadas en Afganistán y como vicepresidente abogó por los ataques con aviones no tripulados y las incursiones de las fuerzas especiales.

Tales ataques -¿puedes terminar una guerra pero seguir luchando en ella?– son una obviedad: la candidatura de Biden y Harris no se muestra favorable a grandes cambios en la política exterior de EE.UU. El círculo de asesores de la campaña, veteranos en gran medida de la administración de Obama, refuerza esa tesis. Aunque la política exterior demócrata esté cambiando de manos y girando a la izquierda, como lo está haciendo el resto del partido, el giro no será suficiente si se limita a esperar que las mismas personas no cometan los mismos errores. Sería buena para el Gobierno la llegada de nuevas voces que hayan comprendido que la estrategia en política exterior administrada por el bipartidismo durante las últimas décadas ha sido un fracaso.

Aún así, los próximos años pueden ofrecer más oportunidades que derrotas. Biden no es el futuro del Partido Demócrata y todo el mundo lo sabe, incluido él. Aquellos que buscan realismo y la moderación en los asuntos militares, y un compromiso pacífico en los desafíos civiles, deben ver su potencial administración como una invitación. Críticas sinceras junto a una presión sostenida podrían llegar a modificar las posiciones de un inquilino del Despacho Oval tan pragmático como lo sería él. También profundizará las posibilidades de cambio que ya apuntó como vicepresidente cuando participó en el acuerdo con Irán y concretó cuando, con transparencia, apostó por terminar con la participación de Estados Unidos en la destrucción de Yemen.

Los partidarios de Biden tienen motivos para prestar atención. Trump ha expuesto y acelerado la crisis de la hegemonía global americana. Forjada hace generaciones frente a dictadores totalitarios, la dominación militar ya no sirve a los intereses del pueblo estadounidense y cada vez más personas son conscientes de eso. Cualquier intento de regresar al statu quo previo está destinado a no durar y dejaría al nativismo y al miedo de Trump y sus partidarios como única alternativa.

• Stephen Wertheim es Subdirector de investigación y políticas del Instituto Quincy para la estatalidad responsable e investigador en el Instituto Saltzman de estudios para la paz y la guerra de la Universidad de Columbia. Su libro, Tomorrow, the World: The Birth of U.S. Global Supremacy, será publicado este otoño por Harvard University Press

Traducido por Alberto Arce

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