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El silencioso ejército que cava en la tierra la huella del virus en Brasil

James Alan (d), coordinador de sepultureros, en el cementerio Vila Formosa, en Sao Paulo (Brasil).

Caio Barretto Briso

Río de Janeiro (Brasil) —

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Miguel Braga ha hecho de todo en su vida. Vender piruletas y productos de limpieza; vigilar coches; y, este año, enterrar cadáveres a medida que la COVID-19 arrasaba Brasil.

“Alguien tiene que hacerlo”, dice Braga, que con 30 años y dos hijos gana menos de 220 euros al mes cavando fosas de dos metros por uno en los suelos color caramelo de Vila Formosa, el cementerio más grande de América Latina.

En los últimos meses las dramáticas fotos aéreas del cementerio, en São Paulo, han dado la vuelta al mundo. Tal vez sean el símbolo más potente del terrible fracaso de Brasil frente a la pandemia del coronavirus.

De lo que no se ha hablado tanto es de su silencioso ejército de sepultureros, los últimos soldados en la guerra perdida de una enfermedad que ha matado a más de 90.000 compatriotas de Braga. “Los sepultureros son los hombres invisibles de esta pandemia”, dice el fotógrafo brasileño Rafael Vilela, que ha estado documentando su trabajo.

“Mi psiquiatra es un paquete de cigarrillos y una cerveza”

Solo en el estado de São Paulo hay registros de más de 23.000 personas muertas contagiadas con el virus. Si fuera un país, estaría entre los 10 con más fallecimientos asociados a la COVID-19 del mundo, por delante de Irán, de Perú o de Rusia.

En condiciones normales la vida también es difícil para los aproximadamente 300 sepultureros que trabajan en los 22 cementerios de la ciudad de São Paulo, capital del estado. Según Manoel Norberto, uno de los dirigentes sindicales, “el alcoholismo y la depresión forman parte del trabajo”.

Pero este año ha sido especialmente duro. Las cifras oficiales han venido a confirmar lo que los propios sepultureros venían diciendo desde hace meses: en la primera mitad de 2020 hubo un incremento del 40% en el número de entierros con relación al mismo período de 2019: 46.484 muertos en vez de los 33.246 del año anterior.

Solo en mayo, que hasta ahora ha sido el peor mes para São Paulo, hubo 9.796 entierros, frente a los 5.799 del mismo mes en 2019 (un aumento del 69%). En junio, el número de personas enterradas ascendió a 8.925, cuando un año antes habían sido 5.884.

“Mi psiquiatra es un paquete de cigarrillos y una cerveza después del trabajo”, dice Braga, al final de otra agotadora jornada de 11 horas durante la que ha ayudado en más de 50 entierros. “No es una buena energía; mi esposa dice que me revuelvo en la cama; a veces hablo en sueños”, añade. “Pero soy un tipo tranquilo; para mí es un trabajo como otro cualquiera”.

Hijo de un obrero metalúrgico y de una empleada doméstica, Braga creció en los años noventa en una favela con fama de dura del lado este de São Paulo. En esa época la ciudad era conocida por la violencia policial y Braga fue testigo de innumerables atrocidades. “Vengo de un lugar violento, he visto muchos cadáveres en las calles, esto es algo que forma parte de mi realidad”, dice. Aún así, estos últimos meses en los 800.000 metros cuadrados de Vila Formosa, un cementerio tan inmenso que algunos sepultureros todavía no lo han recorrido por completo, han sido dolorosos.

Un domingo de mayo, cuando São Paulo estaba en el peor momento de la crisis, Braga ayudó a enterrar 80 cuerpos en una sola jornada, casi todas víctimas, o presuntas víctimas, de la COVID-19. Ha habido semanas en que los trabajadores han abierto hasta 500 tumbas nuevas. Desde que comenzó la epidemia, han creado un total de 8.000 lugares de descanso nuevos.

“Sufrimos en silencio”, admite Luiz Silva, un veterano enterrador que dice sentir, igual que sus compañeros, una combinación de angustia y tristeza por el trabajo. “Tenemos miedo porque no sabemos si también nos contagiaremos”.

Investigadores aficionados sobre la evolución del virus

Para Paulo Lotufo, epidemiólogo de la Universidad de São Paulo, los sepultureros como los héroes no reconocidos de esta pandemia: ayudan a las familias en duelo y hacen de investigadores aficionados de la enfermedad siguiendo la progresión y el impacto del virus en todo el país. Según indica, fueron los sepultureros sobrecargados de trabajo de São Paulo los que en marzo le alertaron de la calamidad, cuando el número oficial de muertos era solo de unos 20.

En abril, cuando la ciudad amazónica de Manaos se sumió en el caos, fueron de nuevo los extenuados trabajadores del cementerio los que dieron la voz de alarma. Había más de 100 entierros diarios, dijeron, en vez de los habituales 30. “Son mis compañeros de viaje”, dice Lotufo sobre los enterradores de Brasil, cuyas observaciones considera en este momento más necesarias que nunca por la decisión de gran parte del país de reabrir, con políticos maquillando las estadísticas de la COVID-19 para hacer creer a los ciudadanos que la crisis está bajo control.

Las observaciones de Braga sugieren que la ciudad de São Paulo puede haber pasado ya lo peor, con el virus avanzando ahora hacia el interior rural, así como hacia el sur y el oeste brasileño. Según Braga, en Vila Formosa ahora hay días con solo 30 o 40 entierros.

A pesar de la angustia y el sufrimiento, para Braga ha sido una experiencia conmovedora ver de cerca las ceremonias de las diferentes religiones, un símbolo de la diversidad religiosa de Brasil. “Los fieles del Candomblé [una religión afrobrasileña] tiran palomitas de maíz sobre los ataúdes para purificar a los muertos. Los seguidores de la umbanda parecen incorporar entidades sagradas. Los evangélicos cantan, pero dicen que es solo la carne la que se va. Y los católicos cantan oraciones, que es lo que me pone la piel de gallina”, dice.

Está casado con una pastora evangélica, pero Braga no suele ir a misa. Sin embargo, en su trabajo como sepulturero le resulta imposible no reflexionar sobre la fragilidad de la existencia. “Veo todos estos cuerpos siendo enterrados, con o sin coronavirus, y me doy cuenta de que no somos nada”, dice. “No importa si eres estúpido o inteligente, si tienes dinero o no, si eres guapo o feo. La tierra nos traga a todos”.

Con información de Tom Phillips

Algunos de los nombres de este reportaje han sido cambiados para proteger las identidades

Traducido por Francisco de Zárate

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