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Armenia desmiente la idea de que los gobiernos autoritarios tienen asegurado perpetuarse en el poder

Dos jóvenes celebran la caída del Gobierno de Sargsian en las calles de Ereván.

Rocío Ovalle / Xosé A. Neira Cruz

Ereván —

Armenia cuenta ya con un día más que añadir a su calendario de fechas históricas. El 23 de abril de 2018 marca un antes y un después en la vida de esta pequeña república caucásica que se siente cruce de culturas entre Europa y Asia. Once días de protestas y manifestaciones crecientes por las calles de la capital, Ereván, fueron preparando el clima de tensión y crispación social que daba a entender que los ciudadanos armenios no pensaban dar un paso atrás.

“Estamos cerrándolo todo. No sabemos lo que puede suceder”, manifestaba a los turistas agolpados a las puertas una funcionaria del Museo de Historia Nacional de Armenia, uno de los principales atractivos de la capital, situado en plena Plaza de la República, ese corazón de piedra y agua donde se concentran los poderes y también los gritos de reivindicación.

“Pedimos la dimisión de Serzh Sargsian, en nuestro país contamos con muchos políticos con conocimiento y aptitudes que pueden hacerlo mejor que él”, explica una estudiante universitaria justo antes de plantarse frente a la fila de policías que custodia el Parlamento. Su opinión está fundada en los diez años, dos mandatos, que Sargsian ostentó el cargo de presidente, el máximo tiempo posible, que aprovechó en 2015 para impulsar la reforma de la Constitución y otorgar mayor poder al primer ministro, puesto al que ahora se postulaba.

A este hecho se suman las sospechas de corrupción y el temor de que se instaurara una oligarquía. “Durante estos años ya hemos visto cómo favorecía a personas de su familia y de su círculo de amistades, mientras que no han hecho nada por el pueblo”, detalla Ghévont, un camarero que, por estar en horario laboral, se resigna a aplaudir a sus compatriotas mientras se manifiestan frente a su restaurante. “Estamos hartos de la corrupción, que afecta a cada líder en cada ámbito, incluso en los colegios, donde los directores pertenecen al partido del gobierno. Queremos libertad y mejorar económicamente para que no tengamos que emigrar a Rusia, como sucede actualmente con muchos armenios, porque aquí no hay trabajo”, reivindica Nazeli Mkhitaryan.

Los policías se agrupaban por distintos puntos de la ciudad pero su actitud revelaba que no estaban dispuestos a extralimitarse en su actuación. No más, al menos, de lo que ya lo hicieron durante las primeras jornadas de la protesta, que se saldaron con medio centenar de heridos y 250 detenidos.

Incluso el líder de la oposición, Nikól Pashinian, fue arrestado, pese a la inmunidad legal que protege a los diputados en las leyes armenias. La detención sirvió para congregar en la tarde del domingo en la Plaza de la República a más de 100.000 personas –una cifra nunca registrada en Ereván, ciudad de poco más de un millón de habitantes– y sumar a las filas de los que protestaban a miembros de las Fuerzas Armadas, una situación también inédita en este país.

A primera hora del lunes, la capital armenia amaneció con su sintonía habitual en los últimos días: bocinazos estridentes ininterrumpidos y sonido de grandes cornetas pintadas de rojo, azul y naranja, los colores de la bandera nacional, enseña que paseaban los coches por las principales avenidas de Ereván y que incluso servía de capa o pareo a muchos de los viandantes.

A medida que transcurrían las horas y los acontecimientos, aumentaba la presión. Prácticamente se hacía imposible avanzar sin tener que frenar o buscar una vía alternativa. Los cruces estaban tomados por estudiantes que bailaban al son de instrumentos tradicionales o por sentadas organizadas sobre los bancos de los parques, reubicados en el centro de la calzada. Los contenedores también cumplían su cometido en el objetivo de bloquear y hacer imposible el tráfico por Ereván.

No se presentaba mejor la situación en las salidas de la ciudad y buena parte de las principales carreteras del país estaban cortadas, a veces por grupos de niños o adolescentes que dejaron las clases para sumarse a las protestas. Autobuses de turistas, camiones de reparto y trabajadores en tránsito se resignaban a volver sobre sus pasos o buscaban vías secundarias, incluso teniendo que cruzar medianas entre carreteras y circular en dirección contraria en plena autopista.

No había terminado la mañana cuando todo el país conocía la noticia: el primer ministro Serzh Sargsian, apenas elegido para el cargo, acababa de presentar su dimisión y renunciaba a perpetuarse en el poder.

De pronto estalló la celebración. La alegría desbordante inundó las calles del país. Los bares invitaban a cava a los transeúntes, los vendedores de flores las regalaban a quien pasaba ante sus puestos callejeros, la gente se abrazaba y se vivía una contagiosa sensación de libertad. “Es nuestra revolución y la hemos ganado”, gritaban los jóvenes desde los techos de los coches. “Victoria” o “únete” son otros de los mantras que coreaba la multitud mientras los mayores aplaudían desde ventanas o aceras.

Para Nazeli Mkhitaryan, “la clave para conseguir que Sarksian dimitiera ha sido la unidad, en todo el país salimos a la calle con una sola voz. Y lo hicimos pacíficamente, algo que no siempre se consigue, porque tenemos muy cerca la guerra de Artsak (por Nagorno Karabaj) en los 90 y no queremos que se repita”. “Tras 10 años en el poder de un país empobrecido y estancado, la población tiene la expectativa de que con nuevos políticos mejore la situación económica. Esa es la expectativa, luego veremos lo que sucede”, detalla Arman Ghushchyan, guía turístico de la agencia Yerani Travel.

Una tesis que confirma el gerente del restaurante Beijing, en pleno Paseo de la Cascada, una de las zonas más concurridas de la ciudad, para quien lo que importa es que “ayer todo el mundo estaba preocupado y mi negocio vacío, en cambio hoy la gente está feliz y mi restaurante está lleno”.

En la celebración recuperaron los versos de sus antepasados, los mismos que tuvieron que perecer en un genocidio, silenciado, todavía hoy inexistente para la mayor parte de los países del mundo, entre ellos, España, en el que perecieron masacrados por el imperio otomano más de un millón de personas. Ese holocausto, para el que no hay recuerdo internacional, empezó el 24 de abril de 1915. Al llegar esta fecha, todos los años el pueblo armenio se paraliza para peregrinar en masa al memorial contra el olvido y por la dignidad, erigido a pocos kilómetros de la capital.

Este año, sin duda, la tristeza del recuerdo se une a la alegría de un pueblo que se siente triunfante y recompensado.

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