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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Mis hijos son míos

Mis hijos son míos

Isaac Rosa

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Es la madre de Álvaro quien da la voz de alarma. Un miércoles por la tarde entra en la habitación de su hijo, busca en su mochila la agenda para firmarle un justificante por haber faltado a clase –una pequeña gastroenteritis–, cuando al meter la mano encuentra la agenda, el estuche, libros de texto, cuadernos. Y un folleto colorido. Lo acerca a la luz del flexo: parece un cómic, de pocas páginas. Antes que el título o el dibujo de portada, lo que llama su atención es un logo en la primera página, y unas siglas: L, G, T, B.

Hojea deprisa y lee por encima, atiende a los títulos de los capítulos: “¿Qué significa ser hetero, homosexual o bisexual?”, “Minorías sexuales”, “Homofobia”, “Salir del armario”… En las viñetas, un adolescente besa a otro chico, dos mujeres se casan, dos muchachos en la cama hablan de la importancia del preservativo para prevenir infecciones de transmisión sexual…

Es ella la que telefonea a casa de Quique, cuyo padre, sin soltar el teléfono, corre al dormitorio de su hijo, abre su mochila y encuentra el mismo folleto, y otro más: un “Manual para educar en la diversidad afectivo-sexual desde la familia”. Hasta ahí podíamos llegar.

El padre de Quique lo comenta de inmediato en el grupo de WhatsApp que comparten con varias familias del centro y enseña fotos de los hallazgos. Otros dos padres confirman que también han encontrado esos materiales en las mochilas de sus hijos. Los afectados acuerdan verse al día siguiente a la entrada del centro.

-Sí, esos materiales son de una actividad reciente –les confirma el director por la mañana en su despacho, con los folletos sobre su mesa.

-¿Qué actividad? –pregunta la madre de Álvaro.

-Una charla para prevenir el bullying homofóbico –explica el director con calma–. Contamos con la colaboración de la Federación L…

-GTB, ya nos sabemos las letras –le interrumpe el padre de Quique–. Nos parece muy grave que nuestros hijos sean adoctrinados sin nuestra autorización –expresa.

-Aquí no adoctrinamos –responde el director con paciencia de años–; aquí educamos.

-Desde este curso, el centro está obligado por ley a informar a las familias de cualquier actividad que afecte a cuestiones morales o sobre la sexualidad…

-No hace falta que me lo recuerde –interrumpe el director, y ahora su voz y su gesto muestran cansancio, un cansancio de meses, de muchos meses: cansancio de demasiadas escenas similares, cansancio de polémicas políticas, cansancio de acudir a manifestaciones contra el veto parental, cansancio de ver otras manifestaciones a favor de lo que ellos llamaban “pin parental”, cansancio de escándalos periodísticos, tertulianos a todas horas, anuncios del Gobierno, denuncias judiciales, recursos, campañas, bulos, carteles y pintadas en la fachada, circulares de la consejería advirtiendo a los centros del nuevo reglamento, sanciones, nuevas protestas…

El enfadadísimo padre de Juan Antonio corta sus pensamientos:

-Nos consta que nuestros hijos han recibido contenidos que atentan contra su conciencia e intimidad, y contra el derecho de las familias en asuntos que afectan a la formación moral. Y se ha hecho sin nuestro consentimiento.

-No creo que haya ocurrido nada así –responde el director, que quiere acabar cuanto antes, se pone en pie–. La nueva ley nos obliga a informar previamente a las familias, y ningún alumno asiste sin antes traer la autorización firmada.

-¿En serio cree que nosotros hemos autorizado que nuestros hijos reciban… esto? –pregunta la madre de Rocío, agitando en la mano uno de los folletos.

-Ustedes sabrán. Quizás lo firmaron sin leer, pensaron que era para una excursión…

-¿Disculpe? ¿Está insinuando que no nos tomamos en serio la educación de nuestros hijos?

-Yo no insinúo nada –trata de apaciguar el director–. Averiguaré qué ha pasado. Tal vez otros alumnos les dejaron esos materiales a sus hijos. Vuelvan mañana y lo aclaramos, seguro que todo es un malentendido.

Al día siguiente, se repite la escena en el mismo despacho y con los mismos protagonistas. El director pone sobre la mesa un archivador de cartón, y saca de él varios papeles que extiende en el tablero.

-Aquí las tienen. Sus autorizaciones firmadas.

Las madres y padres se acercan, cogen los papeles con desconfianza, leen apellidos y las intercambian entre ellos. Hay un instante de silencio, se diría estupor, hasta que el padre de Quique pone voz a lo que todos piensan:

-Yo no he firmado esto.

-Yo tampoco.

-Yo nunca firmaría algo así.

-Sin embargo, son sus firmas –insiste el director, y saca del archivador otros papeles similares–. He comprobado autorizaciones anteriores, de excursiones, deportes y otras actividades, y las firmas coinciden.

-No coinciden –niega la madre de Álvaro–. Parece mi firma, sí, pero esto es… una falsificación.

-Alguien ha imitado mi firma –respalda el padre de Juan Antonio.

-No me puedo creer que haya profesores falsificando autorizaciones –dice la madre de Rocío, subrayando sus palabras con una gravedad algo impostada.

-Es un delito –añade otro–. Suplantación de identidad…

-Aquí nadie ha suplantado ni falsificado nada –se defiende el director, que intenta rebajar la tensión–. Espérenme aquí, voy a buscar al profesor que coordinó la actividad.

En su ausencia, la tensión no se rebaja sino que se alimenta con el intercambio de frases enojadas. Alguien sugiere acudir a alguna tele o radio amiga para que se sepa lo sucedido, hay que hacer ruido, nos van a apoyar muchas familias en toda España. Otro va más allá: acudamos primero a la comisaría, pongamos una denuncia, qué mayor ruido que eso. Ya están viendo el titular inminente de algún periódico: “Un profesor falsifica firmas para adoctrinar a los alumnos sin consentimiento familiar”.

El director regresa acompañado por un profesor, el de Historia, que les informa al entrar:

-Yo recogí las autorizaciones.

-¿Usted impartió esa actividad? –pregunta uno de los padres.

-Tal como informamos en su momento, contamos con la colaboración de un monitor de la Federación L…

-GTB, ya sabemos, pero ¿estuvo usted presente durante la actividad?

-Sí, claro…

-¿En todo momento? –insiste el mismo padre, con maneras de abogado de película de juicios.

-¿Esto es un interrogatorio? –sonríe el profesor, que añade una broma mal acogida: “¿Puedo llamar a mi abogado?”

-Creo que estamos llevando demasiado lejos un asunto menor –intermedia el director–. La explicación más probable es que ustedes firmasen sin leer bien de qué se trataba, a todos nos pasa.

-¿Puede ser que el monitor manipulase las autorizaciones y se las entregase firmadas al profesor? –propone una madre detectivesca.

-Yo mismo las recogí –intenta razonar el profesor–. Me las entregaron en mano los alumnos antes de la actividad. No tengo nada más que decirles. Pregunten a sus hijos. Y si me disculpan, tengo que volver a clase.

-Es todo lo que podemos decirles –concluye el director–. Sus hijos entregaron la autorización firmada, aquí las tienen. Caso cerrado.

A la salida, madres y padres continúan en una cafetería cercana, donde intercambian hipótesis:

-Mi autorización estaba firmada con bolígrafo negro, y yo siempre uso azul.

-Esto es cosa de los de la Federación esa LBTG.

-Es LGTB, ¿no?

-Lo que sea. Nunca han aceptado el pin parental, tal vez se lo están saltando con autorizaciones falsificadas.

-¿Y si ha pasado más veces? El ocho de marzo hicieron un taller de ideología de género, quizás también participaron nuestros hijos.

-El profesor de Historia ese ¿no es homosexual?

-Mis hijos son míos, no del Estado ni de los profesores, y si yo no quiero que les adoctrinen los LTGB…

-LGTB.

-Elegeteleches, lo que sea. O ponemos pie en pared, o va a pasar más veces.

-Pienso hablar con mi Álvaro en cuanto llegue a casa.

-¿Y estás segura de que te dirá la verdad? Quizás encubra al profesor, o al monitor. Puede sentirse coaccionado, tener miedo de que le acusen de chivato.

-Sí, yo creo que el profesor ese es homosexual.

Ya en casa, la madre de Álvaro va a su habitación y vuelve a mirar en la mochila. No hay más materiales, por suerte. Revisa los libros, y saca uno de sus cuadernos, precisamente el de Historia. Lo abre, pasa páginas, apuntes de clase, ejercicios, redacciones, nada extraño. En las últimas páginas del cuaderno, Álvaro ha hecho dibujitos. Personajes del Fortnite, grandes letras con estilo de graffiti, el escudo del Madrid, formas geométricas propias del aburrimiento, algún dibujo obsceno, tachones. Y firmas. Sí, firmas. Toda una página llena de firmas. Varias versiones de una misma firma. Sucesivos intentos, como cuando uno trata de imitar la letra ajena y prueba varias veces hasta conseguirla. La firma de ella, y también la del padre.

¿De verdad fue su propio hijo quien falsificó la autorización? Cuesta creerlo. Recuerda que el año pasado ya lo hizo con un parte por mal comportamiento, para que no lo viesen sus padres: lo firmó él mismo y lo devolvió al tutor, que sospechó y avisó a la familia. Pero esto es diferente. Por qué iba Álvaro a hacer algo así, qué interés podría tener su hijo en asistir a una actividad a la que sabe de sobra que sus padres se oponen. ¿Habrá sucumbido el pobre a la presión ambiental? ¿Tendrá miedo a ser señalado por los demás, que le llamasen homófobo, machista, facha y cosas peores? Eso ha debido de suceder. Presión, coacción. La propaganda progre, que ha hecho mucho daño. No se le ocurre otro motivo para que su hijo falsifique una autorización para asistir a una actividad así, contra el criterio de sus padres. Es un buen chico.

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