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La vida de un bloque de pisos sociales cinco años después de venderse a un fondo buitre

Sofía Pérez Mendoza

Esta es la historia de una promoción de pisos sociales que hace cinco años dejaron de serlo. Con todas las vecinas dentro. Así que esta es, también y por tanto, la historia de Beatriz, de Irene, de Chus, de Arancha, de Ana, de Conchi y de Marisa. Se llaman las resistentes porque forman parte de la decena de inquilinas que no se han marchado, que siguen encajando como pueden las subidas del alquiler impuestas por el fondo buitre Blackstone, su casero desde 2013. En esta comunidad ubicada en el barrio de La Peseta (Carabanchel) quedan 12 de las 115 familias que entraron a vivir en 2004, según las vecinas.

¿Qué ha pasado en estos cinco años? “Nos han truncado los planes de vida. Llegamos aquí con treinta y pocos, ilusionadas, pensando que esta casa sería nuestro hogar”, dice Ana, que ya cumple los 50. Todas entraron a los pisos por su nivel bajo de renta y su edad. En el contrato ponía régimen de alquiler con opción a compra en 10 años. “En la Empresa Municipal de la Vivienda (antigua propietaria) nos decían que no tendríamos que esperar tanto, que en siete u ocho años serían nuestras”, añade Beatriz. La venta de los inmuebles, impulsada por el gobierno municipal de Ana Botella (PP), se produjo justo cuando iba a cumplirse esa década y el derecho a compra se borró de la ecuación. Las 1.860 viviendas se traspasaron en pack por un precio inferior al de mercado. Hoy cuestan un 200% más.

Cinco años después, la comunidad de vecinos parece otra comunidad. En la tercera planta brilla una chapa metálica antiokupas, colocada sobre la puerta de una casa vacía con dos nombres: Julia y Paloma. Esa presencia recuerda que las desahuciaron. “Hemos visto salir de aquí a amigos, familiares, a niños y niñas que hemos visto crecer. Eso te deja machacada”, cuenta Chus. Las casas que van quedándose vacías son blindadas por este sistema pero no aguantan mucho tiempo sin inquilinos, aseguran las vecinas. “Aquí entra y sale gente que no conocemos. Están un año y se marchan cuando les suben el alquiler. Muchos no entienden nuestras protestas”.

A Chus le va a cumplir en poco tiempo el contrato y Fidere le hará una nueva subida si quiere quedarse otros tres años. Cada trienio, más dinero. Ya sabe que no firmará, como han hecho otras vecinas, que han empezado a abonar la mensualidad en el juzgado para evitar el desahucio por impago. Beatriz, Arancha, Ana, Irene y Conchi repiten esta operación cada mes desde agosto de 2017. La subida que les exigen llega al 50%. Beatriz, por ejemplo, pagaba 290 euros y ahora le piden 725. El aumento durante los tres años de contrato es progresivo: un 9,75% el primero, un 18,45% el segundo y un 18,45% el tercero.

Reunidas todas en el patio, se confiesan. “Si yo he podido seguir aquí es porque he pedido dinero a mis padres”, arranca Beatriz. Le sigue Ana: “Mi padre también me ha ayudado”. Conchi, con tres hijos, dice que lo que gana de barrendera los fines de semana va íntegro al alquiler. El resto de días los pasa cuidando a su marido, que vive en cama después de un ictus.

Estar juntas les da fuerzas, dicen. Las redes vecinales. Saben que la fecha de desahucio puede llegar en cualquier momento. “Estamos jugando nuestra última baza. Lo que tenga que pasar, lo dirá un juez”, asume Beatriz. Su hija de un año corretea por el patio. Marisa, a su lado, admite que ella claudicó. “Yo tuve que firmar el segundo contrato con la nueva subida porque no puedo permitirme la inseguridad de que me echen mañana. Mi marido está esperando un trasplante de riñón”.

Detrás de cada una de las 12 puertas hay una historia. “Nos gustaría que en el reportaje se reflejara que somos personas. Que aunque somos los olvidados, la herencia recibida del PP, somos personas con una vida que de un día para otro nos hemos quedado fuera del sistema. Nadie se hace cargo”, critica Chus, que lanza un dardo a la lenta actuación del Ayuntamiento de Madrid.

El futuro se les aparece como un fantasma al que no quieren invocar por miedo. Confían en que la justicia impida un final con desahucio. Ya hay sentencias judiciales que cuestionan las operaciones de venta y la gestión posterior de los fondos y eso aviva el optimismo. La justicia ha impedido la salida forzada de vecinos y vecinas, como pasó en la calle Lope de Vega de Madrid, y ha reconocido el derecho de los inquilinos a recurrir el proceso de venta por tener “consecuencias directas” sobre ellos.

Irene es la única de las que quedan que ya ha vivido un intento de desahucio. “Un día llegó la policía a mi casa. Mi hija de 15 años estaba sola y cambiaron la cerradura. Venían con una fecha de lanzamiento del juzgado que a mí no me había llegado. Fidere me dijo que me lo habían notificado tres veces pero nunca recibí nada”, defiende. Desde entonces, dice, la niña está asustada. Aún no le ha llegado una nueva fecha.

Prohibido protestar

El patio comunitario es un trasiego de gente que entra y sale. La colonia está compuesta de unas viviendas bajas comunicadas por pasarelas y un par de bloques de mayor altura que las custodian a los lados. Las humedades de las paredes exteriores dan un aspecto de abandono. Sin el mantenimiento suficiente, el tiempo no juega a favor de la urbanización. Blackstone también es propietaria de los bajos exteriores, con los que no ha habido éxito con el alquiler, pensado para comercios. En el corazón de Carabanchel hay unas paredes donde se lee “for rent”.

Dentro no hay rastro de las protestas vecinales. Los contratos formalizados por Fidere incluyen una cláusula que impide colocar pancartas o cualquier objeto en las fachadas. “Se prohíbe al arrendatario colocar rótulos o anuncios en dichos lugares [fachada, partes laterales de la entrada, azotea y vestíbulo de la escalera], balcones y ventanas”, dice el documento.

Una vez, se acuerda Chus, los responsables de Blackstone hicieron una visita con representantes internacionales por los bloques comprados. “Llenamos todo de carteles. Los pusimos en inglés para que lo entendieran, pero nunca pasaron por aquí. Se saltaron este bloque. Supongo que lo que había dentro no les gustó”. En el cartel gigante que las vecinas colocaron ponía: “Bienvenidos al Madrid de los sueños rotos”.

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