Como todo el mundo sabe, la palabra alcalde tiene origen árabe y significa gobernante-que-pone-asfalto-donde-ya-había-y-levanta-las-aceras-durante-dos-meses-para-luego-dejarlas-igual. Los madrileños damos fe de que aquí la raíz etimológica no ha perdido su esencia y un tiempo antes de las elecciones nos toca ir esquivando vallas y martillos neumáticos. De hecho, tan tradicional es que suceda como que yo escriba sobre ello.
Almeida —otra palabra de origen árabe cuya interpretación etimológica dejo abierta a la imaginación— demuestra ser buen alumno de sus mayores y ya ha empezado el festival obrero. Paso de meterme en la política presente; en realidad, esto de asociar la eficacia de un gobierno local a las obras realizadas viene de largo. Acabo de terminar La historia secreta de Madrid, de Ricardo Aroca (Espasa, 2016), y es un buen retrato de esa costumbre: un repaso (no tan secreto) a la creación y desarrollo de la ciudad que es en finalmente una enumeración de reyes y reinas —los alcaldes antes pintaban menos aún que ahora— y sus construcciones. No es una crítica al libro de Aroca, sino que me sirve para ejemplificar el argumento: puntuamos a los gobernantes por su herencia construida o, dicho de otra manera, obras son goles.
El filósofo francés Bruno Latour ha escrito un libro durante el confinamiento llamado ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta (Taurus, 2021) lleno de buenas ideas. En él, empieza fuerte comparando a los humanos con las termitas. “En la ciudad pasa lo mismo que en el termitero: el hábitat y los habitantes están en continuidad; definir el primero es definir a los segundos; la ciudad es el exoesqueleto de sus habitantes, y sus habitantes dejan tras de sí un hábitat cuando se van o se secan; por ejemplo, cuando los entierran en un cementerio”. Lo construido es parte de nuestra herencia, de nuestro relato; no sólo del de los alcaldes, es parte de nosotros.
Lo importante de la idea de Latour es ese nosotros. Para entendernos y, por tanto, ubicarnos, debemos saber que no somos seres autótrofos, es decir, que no somos organismos capaces de proveernos, sin interacción con otros, de todo lo necesario para vivir. Somos, como casi todo espécimen, heterótrofos, dependemos del resto de personas, animales, vegetales e incluso cosas. Estaría bien que comprendiesen esto quienes propagan el liberalismo pero dudo que tengan tiempo de leer a Latour, ocupados como estarán viendo vídeos de youtubers andorranos.
Volviendo a la etimología, Bruno Latour centra al área otra buena idea. Habla del retorno al nacionalismo que estamos viviendo como reacción a las crisis sociales, económicas y existenciales en los países que se creían curados de espanto, los ricos. “Con ello, la tentación nacionalista se propaga por todas partes justo cuando esa hermosa palabra, ‘nación’, ya no puede ayudar a un pueblo a renacer. Sin embargo, sí que se trata de un renacimiento, pero ¿dónde y con quién?”. Escribe el francés sobre las fronteras, la que marcan los países y las que nos marcamos nosotros con esa pretensión de sentirnos únicos, exclusivos, solos.
La palabra “nación” es de origen latino, viene de “nacer”. Y tiene guasa que la vuelta de los nacionalismos se produzca cuando en esta parte del mundo nace cada vez menos gente. Tiene guasa y contiene una de las razones para ese retorno. No hay sólo una España vaciada, hay una Europa que se deshabita, un occidente cada vez más estéril. Y esto ocurre precisamente por el vigor que va tomando el pensamiento individualista y las exigencias de seguir el ritmo al mercado. El sistema, como Saturno, se come a sus hijos. Y por eso es inapropiado hablar de un gran reemplazo, sino que podríamos llamarlo una gran cesión. No pasa nada… si nos damos cuenta de lo que pasa.
Mientras nosotros envejecemos, en África, sobre todo, y otras regiones el crecimiento demográfico sigue a tope. Más allá de lo que concierne al problemón climático, no hay riesgo en la bajada de natalidad en occidente porque hay gente de sobra para tapar los huecos vitales que se van creando. El único peligro, y es muy grande y nos estamos metiendo de lleno en él, es no entender el asunto y no preparar el cambio necesario.
Volvemos a la ciudad y a la etimología. La raíz latina civitas se refiere a la ciudadanía, a la comunidad. Los edificios, las calles, las infraestructuras, las obras forman parte de nosotros pero lo importante, repito, es ése nosotros. El verdadero reto que tenemos por delante es cómo recuperar el sentido de lo común, el sentimiento colectivo, la certeza de que estamos juntos, personas, animales y vegetales, en esto.
Retomando con muchísimos matices la analogía de las termitas, suelto una idea final por si le vale a algún alcalde o pretendiente al puesto. A estas alturas de la vida, en una ciudad más que consolidada como Madrid y en tantas otras, no hay razón para meterse en grandes proyectos urbanísticos y, desde luego, no hay ninguna lógica en levantar aceras para luego dejarlas igual. Lo que sí puede hacer un Ayuntamiento, aparte de administrar lo ya creado y reparar lo roto, es fomentar ese sentimiento común, facilitar la organización colectiva del termitero-ciudad.
Se quejan los municipios españoles y de todo el mundo de la falta de recursos y competencias que tienen para afrontar los retos a los que se enfrenta, nos enfrentamos. Hacen bien en protestar pero harían mejor en ponerse manos a la obra. Y esta vez la palabra la uso como sinónimo de cohesión social. Aquí sí hay mucho trabajo que hacer.
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