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El fin de la humanidad empieza en «El Pueblo de los Malditos», un clásico del terror del ‘pater familias’

Fotograma de la película 'El pueblo de los malditos'

Carla Boyera

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En el apacible pueblo de Midwich se sucede una estampa tranquila e idílica: un pastor pasea a sus ovejas, un campesino siega sus tierras subido a su tractor y, dentro de la mansión Kyle, el profesor Gordon Zellaby se nos presenta de lo más hogareño con fuego encendido en la chimenea y perro fiel tumbado enfrente. El pueblo ideal, las personas intachables, los hogares perfectos. La magra con tomate empieza pronto: todos y cada uno de los habitantes sufren un desplome extrañamente sincronizado. Las campanas de la iglesia nos dicen que son las once de la mañana y el pueblo entero ha colapsado; toda persona que se acerque a él, por tierra o aire, caerá también. No hay manera de entrar, nadie parece moverse para salir.

El profesor Gordon Zellaby (George Sanders) se configura como el macho alfa del pueblo y de la trama: es hombre de ciencia, el que busca las respuestas, a él le corresponde pensar y hacer. A su mujer, Anthea (Barbara Shelley), le toca llorar, sufrir y no aportar absolutamente nada salvo nervios y preocupación. La división sexual de los personajes de la película sigue las lógicas aristotélicas en las que ellos son la razón y ellas la emoción: ellos son centrales en el análisis, desarrollo y resolución de la trama; ellas son personajes satélite, parte del attrezzo necesario para la película, en este caso, por ser vasijas indispensables portadoras de la semilla del mal. Como escribía Ursula K. Le Guin: «los actos de los hombres revisten interés universal, mientras que las ocupaciones de las mujeres son triviales, de modo que los hombres son el foco apropiado de la historia y las mujeres son periféricas».

Concéntricos al macho alfa se articulan otros importantes representantes del imperio masculino: serán el cuñado de Gordon, el Comandante Bernard, el General Leighton y el médico del pueblo; los otros hombres en torno a los cuales se despliegan las narrativas de dominio, protección y salvación. El círculo de las autoridades machas se cierra en torno a los padres-maridos, el ejército-Estado y los hombres de ciencia/medicina. Incluso la pequeña masculinidad extraterrestre (un niño de cuatro años expulsa a la madre-mujer del salón y de la conversación) será la única válida como interlocutora en la lucha por la supervivencia de las especies.

La sospecha de la paternidad, principal escollo en las sociedades de jerarquización patrilineal, se solventó con la invención del matrimonio o, dicho de otro modo, el matrimonio fue originalmente sin pecado concebido como una cárcel sexual para las mujeres (las honradas, decentes y dignas) para asegurar que la descendencia pertenecía-a/era-propiedad-de ese único macho: el futuro ‘pater familias’ a través del cual la prole heredará bienes y con suerte afecto y cuidados. El maridaje entre patriarcado y capital tiene, históricamente hablando, más años que el amor como creación romántica. La empresa del matrimonio, pues, se terminó de edulcorar (con un poco de azúcar esa píldora que nos dan bajará mejor) con las narrativas del amor romántico de finales del S.XVIII, principios del S.XIX y todas esas vainas de monogamia y exclusividad ligadas al amor y al deseo.

¿Cómo viven entonces las mujeres del pueblo sus embarazos? La alegría del embarazo viene condicionada por la legitimidad del heteroparejo; mientras que Anthea va a tener la cara iluminada por la dicha como si se hubiese tragado una bombilla, otras esposas que tenían a sus maridos en misión colonial fuera de casa no saben cómo explicarles que fueron honradas, que su comportamiento estuvo en todo momento a la altura del cuello alto de sus camisas y su virtud nunca por encima de las rodillas.

Las consecuencias no se hacen esperar y es que nos han repetido tantas veces que antes muerta que mancillada que pronto llegan el suicidio, la desesperación y la locura: una mujer indigna/sucia/usada no quiere vivir o si lo hace será fuera de sí, fuera de los márgenes de la razón del mundo patriarcal. En una reunión VIP patriarcal a la que sólo la crema machista está invitada, el futuro padre Alfa, el médico del pueblo y el cura se reúnen para darle una explicación al suicidio y la locura que tiene rostro de mujer. Pronto los embarazos se convierten en un problema colectivo/una incógnita colectiva: todas las mujeres en edad fértil del pueblo están embarazadas. La sospecha se ha instalado. La señora Zellaby ya no brilla: «No sé qué tipo de vida llevo dentro (…) De dónde viene» hace referencia no al planeta, sino al portador del misterioso semen.

Los hombres, que no saben tampoco, se dan al insomnio y a los bares: no hay alegría alguna en esperar un hijo que sabes que no es tuyo. «Espero que no viva ninguno» es el deseo articulado de un futuro no-padre visiblemente ebrio y frustrado en la barra del bar. Todos callados, cabizbajos, dudosos de su biopaternidad y por ende de la legitimidad de su herencia biológica. «No tengo pruebas de que el hijo sea mío», escuchamos que dice Gordon para (quizás) explicar su aproximación científica y cero afectivo-paternal hacia la criatura. Pero la inteligencia superior lleva aparejada la inexistencia de sentimientos; lxs horripilantes niñxs arios no muestran cariño ni afecto ni, lo que es más atroz, dependencia de sus madres, son niños y niñas autosuficientes. Cuando una madre configura su valía en torno a la co-dependencia, esta forma de exagerada autonomía en la infancia también forma parte del relato de terror de las madres patriarcales, ¿quién soy yo y para qué valgo, si mi hijx no me necesita?

La legión de niños y niñas arios, los pequeños genocidas, todos rubios, todos de una inteligencia superior, todos con una capacidad de crecimiento y desarrollo extraordinaria, con súper poderes mentales, no han venido a hacer algo diferente de lo que hiciera el Imperio Británico más allá de sus fronteras: dispersarse y multiplicarse por el mundo para tomar el poder, para, como dice el pequeño e inquietante David, «formar nuevas colonias». Esta es la película, pues, donde Gran Bretaña podría encontrar el espejo donde mirarse si reflexionara sobre la ética y moral inexistentes imbricadas en su política exterior. El imperialismo alienígena somos todas las potencias europeas que algún día mandamos al exterior nuestras legiones de exterminadores. 

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