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“Los mitos nos ayudan a vivir, nos dan impulso para seguir adelante”

Miguel Herráez junto al pretil del Sena que aparece en "El perseguidor", de Julio Cortázar/ Carlos Martínez

José Miguel Vilar-Bou

`El día que el Sena no se desbordó´ (Railowsky), funde varias de las pasiones de Miguel Herráez (Valencia, 1957): la de narrador, la de biógrafo de Julio Cortázar y la de explorador incansable de París.

El libro constituye un recorrido libre y personal por los espacios del París cortazariano tras la estela del fotógrafo José María (Pepe) Fernández. Ante la Nikon de este argentino desfilaron desde los años sesenta Borges, Silvina Ocampo, Neruda, Ernesto Sabato, Bioy Casares, Italo Calvino o el propio Cortázar, siempre con París como fondo. Un vívido recorrido por esta ciudad junto al fotógrafo Carlos Martínez -quien interpreta libremente las fotos de Fernández y rastrea el espíritu de Cortázar en los lugares que frecuentó- se convierte en hilo conductor de un relato reflexivo y con alma de diario donde los infinitos `Parises´ del pasado se superponen al del presente.

Miguel Herráez es, además de autor de varias novelas, ensayos y libros de relatos, catedrático de Literatura Española en el CEU Cardenal Herrera. De su obra cabe destacar títulos como `Julio Cortázar, una biografía revisada´ (2011).

El libro arranca con la crecida del Sena que, parece, se va a desbordar.

Es una circunstancia azarosa, pues, en efecto, el tiempo que estuve en París el Sena amenazaba con desbordarse, superar sus pretiles, precisamente ahora hace un año de eso. La intención de este libro era la de ser un diario fiel, en la medida en que se es fiel al escribir un diario, dado que siempre hay literaturización del suceso; establecer una relativa fidelidad de esos días parisinos indagando una vez más en esa ciudad infinita.

En tu recorrido con Carlos Martínez en busca de los escenarios de Julio Cortázar y Pepe Fernández nombras a algunos de los muchísimos fotógrafos que han retratado París. ¿Cuál era vuestro objetivo al sumaros a este inmenso imaginario?

Hablo de París como objeto del deseo fotográfico. París, con Nueva York y Londres, es la ciudad más fotografiada del mundo. ¿Qué se puede aportar hoy, qué nuevo ángulo de la ciudad podemos ofrecer, además, con la competencia de los millones de teléfonos móviles activándose cada día? Gislèle Freund dijo que, con la aparición de la cámara de revelado instantáneo, se terminaba el mundo de la fotografía. La idea no era fotografiar la ciudad de París sino releer determinadas fotografías que en su momento realizó Pepe Fernández. Una cosa me lleva a la otra, pues entre esos espacios y esos retratos -nunca de estudio- orbita Cortázar, lo cual me permitió abrir una brecha y recrear los imaginarios cortazarianos que se localizan en la ciudad.

Justamente Cortázar es una de las presencias principales en el libro. Tras tantos años consagrados a su figura, ¿qué es lo que más te sigue fascinando de él?

Me resulta difícil, tras haber escrito como dices tanto sobre Cortázar y París, no caminar por esta ciudad y sentirlo en los espacios que atravieso. No me resulta nada complicado trenzar a Cortázar, su obra y París, me siento cómodo haciéndolo. Cortázar construye una ciudad verificable, nunca es una iconografía de atrezo, por lo que puedes darte de bruces con la rue de Seine o con la rue Lagrange o con la Galerie Vivienne y sabes que por ahí andan Oliveira o Johnny Carter o él mismo. De él me sigue fascinando su capacidad para ver el otro lado de las cosas.

La vida y personalidad de Pepe Fernández emergen sólo al final. ¿Cómo surgió la idea de seguir el recorrido de sus fotos por París?

El planteamiento no era escribir una biografía suya sino, con el trasfondo de sus fotogafías, armar un volumen en el que contara cuáles eran en parte esos espacios que había fotografiado en su momento desde la mirada literaria mía y la fotográfica de Carlos Martínez, pero sobre todo era tratar mis demonios, que es lo que hacemos los escritores con nuestros libros.

Se detecta también la fascinación por los patios, las escaleras, las casas… los lugares donde discurrió la vida cotidiana de Cortázar.

Sí, me atrapa toda esa existencia intrahistórica, donde queda la huella más íntima, nada que ver con el espectáculo sonoro ni las luces de neón. Una excusa para hablar del paso del tiempo.

Como la escalera de la vivienda de rue Martel, la última del escritor.

Estupenda fotografía de Carlos. Sus imágenes, excepcionales, están a la misma altura que las de Pepe. En esta que mencionas, capta a la perfección ese numen cortazariano que insinúo. O esa otra del Old Navy, en el boulevard Saint-Germain, café al que acudía Cortázar, no muy lejos del Deux Magots o el de Flore, mucho más depredadores estos dos para los turistas. Cortázar no tenía un café permanente al que ir sino que, según me contó Aurora Bernárdez [primera mujer del escritor], él caminaba y caminaba por la ciudad y entraba en cualquier café con el que se topaba en su recorrido.

Entre las muchas reflexiones que jalonan vuestro recorrido por París, haces una crítica sobre cómo los smartphones han cambiado nuestra manera de hacer fotos, de mirar la realidad. 

Es una obviedad, ¿no? No es que haga una crítica al hecho de utilizar el teléfono móvil para hacer una foto, yo mismo lo uso, sino a la acción de hacer la fotografía sin observar el objeto fotografiado, motivo real de la fotografía. Uno no es un reaccionario frente a los cambios que se operan ya en el mundo. Hay un robot que te limpia las pelusas del suelo de tu casa y hay un coche que se conduce autónomamente conectado a la Nube, hoy se realizan implantes neuronales con éxito en cobayas que logran cuadruplicar su memoria, pero eso convive con un vértigo furioso, cotidiano, que impide que un joven, hablo en general, se plante, por ejemplo, ante un filme de Visconti y soporte el tempo lentísimo que éste le imprimía a sus últimas películas, o disfrute ante la bellísima `The Dead´, de Huston, ¿se aproxima hoy alguien voluntariamente a ella? No me refiero a la banalización de la cultura, hablo de ritmos vitales. Y ahí entra lo de los smartphones. En el libro cito algo que leí sobre el hecho de que una persona visiona más fotos en un solo día que las que podía visionar otra persona del siglo pasado a lo largo de toda su vida.

En el libro irrumpe el París actual, pero sobre todo se establece un diálogo entre un París que fue y el del presente.

París carece de fondo, viene laminado con capas como una cebolla, todas son atractivas, pero el París que más me interesa es el arco que va del período de entreguerras hasta el de los años sesenta del siglo pasado. Es el que más me seduce porque expresa cantidad de voces literarias, cinematográficas, musicales, fotográficas y pictóricas, que me envuelven y me alimentan. Esa es la circunstancia que genera justamente el diálogo que citas, puesto que reconstruyo esa parte del pasado sin olvidar que estoy en el presente.

Uno de los detalles que comentas de este París actual es que nadie lee ya en el metro.

Sí, eso lo he percibido. No se trata de que no vea gente leyendo con libro impreso, pues el soporte es lo de menos. Se lee y se lee de ambos modos, sea impreso o electrónico. Lo que detecto es que la gente conversa o teclea en el teléfono móvil, solo escribe mensajes y sonríe. Cuando anduve por Londres en 1973, yo era un adolescente alucinado ante todo lo que descubrían mis ojos. La gente, las calles, los museos, los escaparate, el tube. Y algo que me llamó la atención, pues cada día debía tomar el metro desde la zona de Finsbury Park hasta el centro, era cómo la gente leía. Hablo de un porcentaje muy alto de quienes íbamos en el vagón a las ocho de la mañana o a las ocho de la tarde.

También vi eso en París, aunque menos, en mis viajes de esa época. El contraste era con España, la España del tardofranquismo, en la que sí se leía, pero, no nos engañemos, lo hacía una minoría. La misma que iba a los cineclubs, que tenía inquietudes políticas, esa persona que se pasaba una tarde con un café y con un libro en una mesita pegada a la cristalera de un bar. La lectura y saber cosas del mundo, lo que llamamos cultura, eso entonces significaba prestigio. Yo recuerdo cómo había diarios que abrían en portada con declaraciones de escritores. Hoy la cultura está subsumida en los medios al último renglón. Hay periódicos que carecen de sección de cultura, esa página la rotulan como “ocio y tiempo libre”.  Hace un par de semanas realicé un vuelo a Londres desde Valencia, con un pasaje de unas ochenta o cien personas, mayoritariamente españolas. Me fijé en quiénes llevaban un libro. Dos personas. Una de ellas yo. Qué antiguo eres, me dije.

En `El día que el Sena no se desbordó´ es esencial el paseo. Hablas del flâflâneur: Caminas decenas de kilómetros por París guiándote sólo por el azar. ¿neurQué buscas en este acto?

La flânerie es, según los cánones, eso mismo, dejarse llevar por una calle, la luna de un comercio escondido o una wisteria que se descuelga al fondo en un pasaje descubierto, lo cual se enlaza con otra calle y un pequeño parque y una calle más y otra. Desde Baudelaire o Léon-Paul Fargue o Walter Benjamin, e incluso Eduardo Caballero Calderón, con su novela `El buen salvaje´, o el Ernest Hemingway de `París era una fiesta´, son ejemplos de flâneur. Caballero Calderón y Hemingway sin buscarlo exactamente, pero produciendo, a mí al menos cuando los leí de joven, el mismo efecto, metiéndome en el cuerpo ese gusanillo que te pide caminar y seguir caminando hasta que te duelen las rodillas.

Cortázar fue un gran flâneur. flâneur

Una amiga suya me comentó que no solo hacía los trazados caminando sino que al acabar cada manzana las bordeaba de nuevo para que nada se le escapara. Eso, ese conocimiento horizontal de la ciudad, se percibe en `Rayuela´. ¿Qué se busca con eso? Cortázar decía que caminaba hacia sí mismo, hacia adentro, y lo hacía sobre todo en una ciudad que era un poco, así lo mantenía él, la mujer de su vida. David Le Breton, como otros andarines, sostiene que al caminar el cerebro se pone en movimiento mucho más creativamente que si estás frente a la pantalla del ordenador. Yo siento ambas respuestas y me identifico con ellas, camino hacia mí y escribo mentalmente lo que luego transcribo en el ordenador. Desde luego, me dejo llevar. En todas las ciudades siempre me dejo llevar, es lo mejor. Pasar de listados que hay que cubrir.

Te confiesas mitómano y éste es otro elemento del libro: la mitomanía.

Soy un mitómano controlado. Aurora Bernárdez me regaló un encendedor Ronson de Julio y lo tengo en mi estudio incrustado en un mazo de metacrilato que me sirve de pisapapeles. A cada rato, algún día, me gusta verlo. Ese es el grado de mi mitomanía, sin caer en fetichismos, ojo.

¿Qué buscamos en los mitos? ¿Por qué nos atraen?

Los mitos nos ayudan a sobrevivir, son jalones en el camino desde donde nos impulsamos para seguir hacia adelante.

Algunos de los que revisitas en tu libro son el París de la Generación perdida, o el del Boom latinoamericano.

Tanto la Generación perdida como el Boom son fenómenos míticos muy atractivos para mí. De la Generación perdida, ya he nombrado a Hemingway, pero también me gustó en su momento Scott Fitzgerald y su entorno de vida complicada, algo de John Dos Passos o los escritos de Gerturde Stein, los menos laberínticos acerca de París. De los norteamericanos de entreguerras me atrae su actitud frente al mundo, si bien comparto más la exaltación del antibelicismo del soldado de Hemingway que la del cazador o el torero o el pescador también suyos. El Boom para mí es punto y aparte. Estos narradores, cuando los descubrí siendo estudiante en el instituto, me explicaron con su propuesta que la vida se podía contar de un modo muy distinto a cómo me la contaban los escritores de posguerra españoles, sea Jesús Fernández Santos o Rafael Sánchez Ferlosio o Ana María Matute o Carmen Martín Gaite o Ignacio Aldeoca, que valoro pero que en los años sesenta me cansaban por su mimetismo en el paradigma. Sin embargo, leer a cualquiera de los integrantes del Boom, ver cómo descomponían el discurso, remodelando el tiempo y el espacio, jugando con las perspectivas del narrador, abriéndose hacia las ambigüedades, eso fue una conmoción. No he dejado de leerlos. Y París también se halla en ellos. No puedo separar la ciudad de muchos de esos autores latinoamericanos cuya obra se fraguó o transcurre allí, esos autores que fotografió Pepe Fernández con su cámara Nikon y su bondad, porque Fernández fue, además de un gran fotógrafo, un tipo bondadoso.

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