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Aulas entre escombros

Momentos posteriores a un ataque aéreo en Yemen

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En los primeros meses de la década prometedora de los años cincuenta, mientras urdía los preparativos del rodaje de Los Olvidados, Luis Buñuel, en un delirio fugaz y preciso de su ingente capacidad de creación, imaginó una escena en la que una orquesta sinfónica interpretaba una pieza de música no en una sala lujosa y barroca, con lámparas de araña y público aristócrata y melómano, sino entre los pilares de cemento y de hierro de un edificio en construcción sobre el suelo árido de un solar. Esa escena sería, como en sus películas, una imagen rápida, inexplicada, surrealista, y no tendría conexión ninguna con la trama. Lamentablemente, meses después, contó el propio director tras el estreno, la escena no llegó a ser rodada por falta de presupuesto. A Luis Buñuel le gustaba, mientras planeaba sus rodajes, pensar en la incongruencia de las escenas, filmar acciones humanas que no tuvieran más que una intención simbólica y abstracta: los andamios, los inmaculados chaqués negros de los músicos, el contraste imposible entre los tabiques y las columnas de ladrillo y las actitudes de rectitud y disciplinada concentración de los músicos en sus asientos sería a la vez el resultado de un juego de la imaginación y un poderoso mensaje alegórico que llegaría al espectador a través de la pantalla.

Hace unas semanas leí en una revista sobre aquella escena que solo llegó a existir en la imaginación de Luis Buñuel, y ahora me acuerdo de ella al encontrar de casualidad, en Twitter, un vídeo que adjunto al final de este artículo sobre un reportaje de la BBC en el que una maestra y un maestro dan clases a sus alumnos entre las ruinas del edificio de una escuela de una ciudad de Yemen bombardeada y arrasada por la artillería saudí. Aunque las imágenes que acabo de ver no tienen mucho que ver con esa orquesta que imaginó Buñuel, uno no puede evitar encontrar similitudes, conexiones mínimas: en vez de un delirio surrealista de un genio del cine, lo que uno está viendo es una afirmación de realidad y de heroísmo, un manifiesto triste, firme y valiente sobre el valor incalculable no ya de la cultura, del aprendizaje y de la enseñanza, sino de la pura dignidad humana, de la inmensa importancia que puede llegar a adquirir, entre lo más profundo de una desgracia, en una ciudad destrozada, la preservación del saber, el homenaje solemne y humilde a la escuela y a la enseñanza que ni el infierno más atroz puede detener.

La disposición al entusiasmo frente a las más crueles adversidades de un grupo de mujeres y de hombres, de profesores públicos, para que la formación de los que más lo necesitan siga adelante puede llegar a mitigar o borrar durante unas horas el ruido interminable de la metralla y el estruendo de los motores de los aviones que siembran a su paso el odio, la injusticia, el crimen y el terror. En el Madrid de la necia carnicería de la guerra española, durante el asedio asfixiante de los bombarderos fascistas sobre la ciudad, un público sofocado y hambriento, aunque animoso frente a la pura inclinación de la persistencia de la cultura, seguía llenando los teatros y los cines. Entonces, cuando terminaban las actuaciones y las películas, al caer la noche, los artilleros asesinos arreciaban sus misiles sobre las calles del centro con puntualidad y precisión tiránicas, porque las aceras, que unos minutos antes habían estado vacías por el encuentro cotidiano del público con una cultura inasequible a la destrucción, ahora se poblaban de gente y era más fácil lograr una multitudinaria matanza. De pronto, el Madrid de entonces tiene mucho que ver con el Yemen de ahora, y aunque hay un margen temporal entre ambos asedios de más de 80 años, el hilo conductor que sin embargo los asocia es la poderosa y sagrada herramienta de la cultura, que disipa obstinadamente el sufrimiento y la guerra: una película visionada en los peores momentos del asedio madrileño tiene la misma capacidad de rechazo simbólico de la aniquilación que una profesora dando clases sin cobrar para que los niños sin porvenir ni esperanzas de un país asolado consigan tener la educación que merecen.

Ahmed, uno de los niños que acuden a clase, ciego de nacimiento, explica a una periodista el día a día de la escuela, y mientras habla restallan a lo lejos, como fuegos artificiales, repitiéndose cada segundo, caídas indiscutibles de proyectiles en algún lugar no a muchos kilómetros del aula. Cuando Ahmed escucha los estallidos se estremece, encoge los hombros e inclina entre ellos la cabeza con espasmos violentos, asustado, como si buscara un escondite imposible en un edificio sin paredes y sin techo, a plena luz del día. “Cuando escucho ese sonido, pienso que voy a morir”, dice, comprendiendo solo con sus oídos el horror cotidiano que nunca ha visto. Los pisos sucesivos de la escuela destruida tienen todo el sobrecogimiento melancólico de la decadencia y la destrucción. Ahora mismo, cada día, en el centro de una ciudad en ruinas de Yemen, o de quién sabe cuántas, hay varios cientos de supervivientes que vindican la tranquilidad escéptica de la enseñanza y la cultura frente al dogmatismo de la guerra, varios cientos de confinados, de fugitivos sin posibilidad siquiera de exilio, de muertos prematuros, de niños y niñas y hombres y mujeres que se sacuden y se mueren de miedo cada vez que irrumpe en el silencio monótono del paisaje el motor de un avión que podría depositar como si regara un incendio las toneladas de pólvora y metralla de una bomba.

“Y no hallé cosa en qué poner los ojos”, dice Quevedo, “que no fuesen recuerdo de la muerte”. Cuando uno ve las ruinas y los destrozos irreparables de Yemen no puede evitar que le persiga y se le introduzca en el interior con el sigilo de un animal salvaje el aturdimiento de todas las guerras que tienen lugar en el mundo, del horror que se ceba sobre Oriente Medio desde que a los comerciantes europeos y americanos se les despertó la necesidad o la codicia de la venta de armamento de destrucción masiva. Pero esa conciencia de la muerte y las bombas que lo aniquilan todo, lo mismo las construcciones comunes que las vidas individuales, también empuja a los supervivientes hacia una celebración apasionada de los placeres más simples e indudables de la vida. En Yemen no hay nada que no sea un recuerdo doloroso de la muerte, pero sí que hay un testimonio de rebeldía, de indocilidad contra ella: la vindicación del gusto y el privilegio cultural del aprendizaje en un aula pública, a pesar de los escombros.

 

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