Angelita cumple 84 años el próximo 11 de mayo. Es viuda desde hace tres. Su marido fue tipógrafo en Línea, un periódico murciano que publicó su último número en 1983. El matrimonio tuvo cuatro hijos, los cuales tuvieron, a su vez, no recuerdo cuántos hijos más. Desde que enviudó, Angelita vive sola. Duerme conectada a un respirador cada noche. Sus hijos la visitan o recogen todas las semanas, casi todos los días.
La tarde del 28 de abril, España acumulaba más de siete horas de un apagón inesperado, indefinido y generalizado. Un día sin electricidad y apenas comunicación se atraviesa amortiguado por el shock y el consuelo de la luz natural. Pero la noche llegó sin respuestas.
En torno a las 21:00h, cuando España empezaba a anochecer —y de forma inevitable y excepcional, los españoles con ella— las personas se asomaban a las ventanas y los balcones. No había silencio: el vecino de enfrente tocaba la guitarra desde el balcón, y se escuchaban las risas de pisos de estudiantes que afrontaban el apagón en forma de fiesta privada en casa. Mientras todo eso pasaba, los dedos de Angelita se agarraron a la barandilla de su balcón, como quien se agarra con las yemas a un precipicio, y con un hilo de voz que escocía como un grito, le dijo a una vecina asomada en el bloque de enfrente que estaba sola, que tenía miedo a la oscuridad y que el respirador no le funcionaba.
La vecina no tardó en llegar a su casa. Yo tampoco, que escuché el auxilio desde mi balcón, justo encima del suyo. Angelita nos abrió la puerta. No sabía ni a quién, porque no nos miró. Nos daba la espalda, asumiendo que la seguíamos, y nos llevó al cuarto donde estaba el respirador, que por más que pulsaba no respondía. Está todo a oscuras, y resulta muy complicado desenvolverse en un hogar desconocido con una anciana temblando, con evidentes síntomas de ansiedad y dificultad en la respiración. Llamamos al 112: ni siquiera da tono. Volvemos a llamar, pensando que una bomba de oxígeno es imprescindible en esa casa, en ese momento, casi una cuestión de vida o muerte, pero nada.
Sentamos a Angelita, le cogemos la mano. Ella repite que está sola, que sus hijos han venido a dejarle linternas pero que se han tenido que ir porque también tienen hijos a los que atender. Le decimos que no está sola, que ahora está con sus vecinas, que qué guapa sale en ese retrato de joven que apenas se adivina a la luz de una linterna. Que cuánto lleva viviendo en esa casa, que qué le gusta ver en en la tele y si sus nietos están casados ya.
Poco a poco, Angelita calma el tono, menos tembloroso y más consistente. Casi parece que por momentos se olvida del apagón, de no ser por los reflejos de luz que entran en el salón procedentes de las linternas que en el vecindario enciende la gente, todavía sin saber cuánto durará la oscuridad, y que ella confunde con una vuelta a la normalidad inmediata.
Y, de golpe, a las 22:15 de la noche: la luz. El furor en la calle. ¡Angelita, vamos al balcón! ¡Angelita, mira! ¡Angelita, ya está! Angelita se emociona y nos abraza. Nos abraza y aplaude. Diría que es la primera vez que la veo sonreír, pero ya le vi la sonrisa cuando habló de su marido.
Algo más fundamental que un kit de supervivencia: la red de apoyo
Hace algo más de un mes, Bruselas pidió a los ciudadanos de la Unión Europea (UE) que se hicieran con un kit de supervivencia que asegurase el suministro durante 72 horas en caso de desastre natural, guerra o ciberataques generalizados. Varios países de la UE elaboraron una lista en la que aparecen elementos como agua embotellada; alimentos no perecederos; radios a pilas o dinero en efectivo.
Mientras los minutos no pasaban, y a la luz de cuatro velas y la linterna Angelita contaba cómo conoció a su marido, yo solo podía imaginar la figura de la anciana frente a los líderes de la Unión Europea, escupiéndoles en la cara que en el kit de supervivencia se habían olvidado de lo más importante: la posibilidad de contar con una red de apoyo.
La noche del 28 de abril, ni los cinco litros de agua embotellada, ni las linternas, ni las latas de conserva habrían amortiguado la ansiedad de una anciana sola en la oscuridad de su casa, de su calle y de su país. ¿Cuántas Angelitas hubo la noche del 28 de abril? ¿Cuántas no consiguieron contactar con el exterior? ¿Cuántas pasaron la noche a oscuras, incomunicadas y absorbidas por la ansiedad y el miedo?
En tan solo cinco segundos desapareció el 60% de la electricidad en España. Todo al negro. La soledad es un fundido al negro progresivo que, de repente, se convierte en un apagón. Si la soledad pudiera representarse de algún modo, sería sobre un fondo oscuro.
En las jornadas posteriores al apagón se celebra y aplaude, con razón, la efectividad de los servicios públicos. Se reconoce la labor de policías, bomberos, servicios de limpieza, transporte urbano. Una cobertura social que hace más de lo que puede con lo que tiene, pero que en casos excepcionales no siempre llega. La soledad es la pandemia silenciosa que, en el caso de las personas de la tercera edad, hace de la vida un desafío innecesario y cruel. Y ahí donde los servicios públicos no llegan, es la red de apoyo la que marca la diferencia.
En el piso contiguo de Angelita no vive nadie porque hace un par de años se convirtió en un Airbnb. Angelita vive en ese edificio desde los años 60, pero la mitad de sus vecinos ya murieron. La mitad de la mitad de esos pisos está vacía; la otra mitad se reparte entre nuevos inquilinos que todavía no han bajado a por sal y alquileres vacacionales. La soledad de Angelita se alimenta de la destrucción de una red de apoyo vecinal progresiva que le hace confundir la necesidad de un ‘otro’ con la dependencia al respirador.
Mientras desde la Unión Europea se instruye al ciudadano en técnicas de supervivencia básica ante no se sabe muy bien qué, la especulación de la vivienda se convierte en una actividad cotidiana, la gentrificación de los barrios se expande como la oscuridad en un apagón, y el individualismo en el mecanismo de defensa que no nos deja siquiera imaginar que el verdadero peligro es estar solos.
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