Hace unos días la asociación murciana Amigos de Ritsona volvió de Lesbos. Llevan siete años visitando Grecia para visibilizar y denunciar la situación de las personas refugiadas que llegan al país heleno. Además, financian proyectos que diferentes organizaciones desarrollan en terreno, la mayoría de ellas independientes y que Amigos de Ritsona conoce de primera mano, siendo afines a su forma de entender qué significa ser protagonista de un proceso migratorio.
Lesbos es una de las puertas principales de Europa, ya que apenas 7 km la separan de Turquía y en ella se concentra toda la vergüenza europea en gestión migratoria: devoluciones en caliente, campos de personas refugiadas con una ocupación del hasta 500% por encima de su capacidad, abusos policiales, cárceles ilegales, negación de comida y agua, menores sin escolarizar, cuerpos sin vida en las orillas, incendios, asesinatos… Una lista de los horrores interminable y en ascenso, documentada y relatada en los medios, especialmente desde que estallara la guerra en Siria.
Sin embargo, actualmente una de las dos realidades de la isla parece haber desaparecido. Un pequeño trozo de tierra dividido en dos escenografías de un contraste que haría cortocircuitar cualquier cable mental, si no fuera porque hemos naturalizado las dementes consecuencias del sistema mundial que venimos construyendo durante siglos. Por un lado, tenemos la Lesbos llena de terrazas coquetas, la de las melodías festivas, la que ha recuperado el turismo y su rentable ocupación tras la crisis sanitaria. Y, por otro lado, la Lesbos escondida, aquella que no conviene visibilizar, porque dañaría la imagen de la primera, y porque evidencia la vulneración sistémica de los derechos humanos fundamentales por parte de Europa. No se trata de los derechos humanos como concepto abstracto, deriva que parecen estar tomando en un mar de inconcreciones publicitadas y repetidas hasta una desorientación social insoportable. No, los derechos humanos son concretamente treinta y en Lesbos se vulneran todos y cada uno de ellos, todos los días y a todas las personas migrantes; y sí, a menores también.
Las Naciones Unidas reconoció en 1948 la declaración universal de los derechos humanos como un compromiso a cumplir tras la Segunda Guerra Mundial con el objetivo de terminar con los “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Pues bien, para vergüenza de muchos, indiferencia de otros y reafirmación de demasiados, en los 1.633 km² que mide la isla, ninguno de los compromisos adquiridos hace setenta y cinco años se respeta. Las que se postularon como treinta obligaciones incuestionables, se convierten en un puñado de buenas intenciones imposibles de cumplir, comprimibles en unas pocas frases que viajan de nación en nación. Desde los “¡Qué horror!”, “No me cuentes más.”; a los “Hay qué ver cómo está el mundo.”, “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.”; pasando por los “¿Qué le vamos a hacer?”, “Hay que frenar la inmigración de alguna manera.”; hasta llegar al “Yo no soy racista, pero…”. En apenas siete frases reconocemos la línea argumental que justifica la violación de los treinta derechos básicos que deberían ser inquebrantables. Con siete frases basta para que Inglaterra perpetre a plena luz del día, y haga ley, lo que en Grecia se hace en la sombra.
Después de escuchar a Amigos de Ritsona, hay una pregunta que me gustaría no hacerme: Si en Inglaterra ya son legales muchas de las cosas que las autoridades hacen a hurtadillas en Lesbos, ¿qué ocurriría si el manto de niebla británico se extendiera?
No esperen que la prensa visibilice en masa lo que está ocurriendo en las fronteras. Las razones son múltiples y escalofriantes, nada nuevo por otro lado. Pero, uno de los motivos principales es que la ayuda humanitaria se ha criminalizado y le condenan a una por tráfico de personas en menos de lo que dura un chasquido. Las organizaciones y las periodistas sienten pavor. El miedo se supera, pero saber que visibilizar el horror puede provocar, por ejemplo, que quienes reparten comida a escondidas dejen de hacerlo, paraliza.
En Murcia somos afortunadas, tenemos un grupo de personas que no nos deja olvidar y mirar para otro lado. De lo que relatan Amigos de Ritsona me quedo con una sola cosa, el resto lo pongo yo de los cientos de artículos, testimonios y confesiones, mezclado con probabilidades supuestas, ya que aquí nadie puede afirmar nada, por lo oscuro y peligroso. Una mujer negra, de una belleza que duele, está fregando los platos. Colabora con una entidad independiente que supone uno de los pocos oasis en la isla, un espacio seguro al que acudir y refugiarse del campo de Karatepe. Simplemente está fregando, una tarea cotidiana. Lo hace despacio, deja correr demasiado el agua. Nadie le reprocha el gasto innecesario, nadie pregunta, porque todas sabemos. Cierra el grifo cuando se agota su llanto.
Repito: todos los derechos, todos los días, a todas las personas migrantes. Añado: los cuerpos más vulnerados pueden encarnar en una sola jornada, el destrozo de uno de sus derechos en repetidas ocasiones, hasta que el agresor se canse. Y sí, a menores también.
0