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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Miradas de Cartagena

Vistas del centro de Cartagena desde el Castillo de la Concepción

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Paseo con tranquilidad por las calles del centro de Cartagena y veo ante mí en una pared el dibujo de un plano de la ciudad de 1912, junto a una serie de fotografías históricas, y aún no soy consciente de que voy a tardar unos minutos en entender que ese plano es más bien una secuencia temporal que abarca en su geometría pulcra y acabada varios siglos de historia. Tenemos demasiado cerca, al alcance de la mirada, a la distancia de unos pocos pasos, tan próximo que podríamos tocarlo con las manos, el esplendor visual, la yuxtaposición de perspectivas artísticas e históricas, el transcurso de tiempo que sucede en un fogonazo de vértigo solo con conducir los ojos desde una calle aparentemente normal hacia una cuesta o unas escaleras de piedra gastada por la intemperie en las que hay palomas que se posan y picotean migajas de pan. A poco que uno siga su camino se da cuenta de que Galdós reflejó sin énfasis ese salto temporal, él, que estuvo en la ciudad varias veces entre 1903 y 1907, y que escribió dos novelas de los Episodios Nacionales ambientadas en Cartagena cuyas poderosas tramas, que tratan de la sublevación cantonal de 1873, suceden en una Cartagena impetuosa, de turbios y clandestinos clubes de reuniones políticas, en la que resplandecen en lo alto de la noche los castillos junto a un mar oscuro y temible en el que se refleja la luna con una fosforescencia como coloreada a mano.

Ahora, en la quietud de la Plaza San Francisco, en una tarde soleada y apacible de febrero, quiero imaginarlo y poseerlo todo, reconstruir los pasos de Galdós por la ciudad, buscar en mi mirada el fervor que habría en sus ojos mientras caminaba y observaba la plaza cuya anchura sin embargo no abarca toda la anchura del horizonte, recluido en la prolongación vacía del mármol blanco y en los edificios que la rodean, pero que en una calle adyacente de pronto se desliza en una línea inclinada como hundiéndose en un socavón para volver a alzarse escalonadamente en la lenta subida al Molinete. Mientras camina cuesta arriba, hacia el molino, uno siente el imán que lo venía atrayendo desde muy lejos, desde la sombra de la plaza, ese cielo postal donde se perfilan como estatuas sobre las cornisas el pico de zinc del Gran Hotel y la cúpula neoclásica de la Caridad, y más adelante y más arriba un castillo levantado en una colina boscosa que vigila impasible la ciudad, herido en su rectitud de alcázar por esa luz alta y deshecha que tiene la línea infinita de la distancia marítima, o la otra luz, húmeda y familiar, que brilla en las calles reposadas y en la umbría de los árboles y anticipa la ilusión abstracta y siempre presente del mar, ineludible pese a que uno no lo vea, recobrado y surgido en el olor y en la humedad del aire aunque a su alrededor uno solo encuentre árboles inmensos y sombra y fachadas blancas y rojizas.

Desciendo la cuesta que antes he subido por un impulso impremeditado de curiosidad, y el paisaje que he contemplado y que hace años que no veía me lleva a comprender que un paseo por Cartagena engloba toda la extensión del tiempo y de la vida: la vida futura y también la inmemorial, la de los paseos anteriores, la ciudad que ya conozco y la que me falta por conocer, incluso la que ya se ha extinguido e imagino con la obstinación tenaz de la mirada de Galdós, cuando Cartagena era una estampa en blanco y negro y no existían y ni siquiera se concebían las ruinas romanas, sepultadas y escondidas como se escondía ante mí lo que solo ahora soy capaz de ver, lo que descubre uno mirando a través del tiempo, que es la única luz que revela los verdaderos rasgos de una ciudad, los que la pupila o un instante no sabrían desenmascarar y que me revelan no las calles que tengo delante tamizadas por sol que ya comienza a declinar, sino la otras, la perdidas, la que se esfumaron tan irremediablemente como desaparece un cuerpo o una presencia. Basta enfilar una un paso abierto y anunciado por una bóveda o un arco para que la imaginación automática reviva sin voluntad rutas y caminatas arcaicas: algunas ya son imposibles, como el paseo por el arrabal ladeado del barrio de pescadores construido encima del teatro romano que Galdós sí pudo apreciar, disfrutando del privilegio inmediato de entrar a pie en una zona de Cartagena exclusivamente desordenada y ligeramente anacrónica, con una catedral de piedra anquilosada en su parte alta y niños descalzos jugando en torno a rocas doradas que incomprensiblemente eran ruinas romanas, como un tesoro que estuviera enterrado y nadie fuera consciente de su valor incalculable.

Los edificios del barrio de pescadores que miraba Galdós queriendo concebir cómo sería la ciudad en 1873 interferían como barreras superpuestas a los azules casi marítimos del cielo y a las laderas boscosas bajo las que se atisbaba un comienzo de ascensión que yo ahora trepo, fijándome a mi derecha en el esplendor del teatro romano y complaciéndome en la umbría de los pinos y en el matiz suave del aire igual que Galdós se regocijó en la amplitud inimaginable y progresiva de las vistas desde la cima del Castillo de la Concepción. Solo con subir las escaleras que conducen hacia su torre más alta es posible viajar sin demasiada fatiga a otra época y observar con pericia el estrago invisible del tiempo en los materiales. Desde la cima del castillo Cartagena resume su condición de capital romana y de escenario de la revolución de 1873 y de cuna del modernismo español. En lo más alto uno observa el color y la limpidez del atardecer y el resto de castillos medio en ruinas elevados en colinas simétricas como puntos cardinales que atraen la mirada y la guían, primero hacia el puerto y hacia las embarcaciones, después hacia la nostalgia de otra Cartagena abolida que perdura en las picaduras de balas de la guerra en la fachada del Ayuntamiento y en la precisión estética de las cristaleras modernistas que confluyen en una diafanidad de perspectivas y de anchuras ganadas y extinguidas en el horizonte del mar y de la sierra y ocultas como en refugios subterráneos bajo las copas de los árboles y de los edificios contiguos.

Al cabo de unos minutos rápidos de bajada de nuevo hacia las calles estrechas de las faldas de la colina uno ya no mira hacia delante, porque la ciudad, que antes se había abierto como mostrando las infinitas peripecias de su leyenda, ahora se estrecha en curvas enladrilladas de bajos protegidos con tapias de madera, en cuyo interior se celebraban a finales del siglo diecinueve reuniones clandestinas que Galdós imaginaba igual que yo ahora imagino y me desborda la sugestión literaria de todas las personas y todas las vidas que han recorrido estas mismas calles. Cartagena es simultáneamente la novela solitaria de cada uno y la gran novela conjunta de todos los que pasean y han paseado alguna vez por ella, y hacia cualquier lugar que uno mire con una mínima atención encuentra fragmentos de narraciones y biografías que se agregan a la memoria universal de la ciudad, la de Galdós, la de Aníbal, la de Isaac Peral, la de Manuel Cárceles, la de Carmen Conde, la de las estatuas de soldados que deambulan o se sientan en un banco del puerto con el aire melancólico de un inevitable destierro, la de cualquiera que se cruza conmigo en la penumbra del casco histórico al anochecer, bajo el relámpago repentino con que se encienden las luces sobre los ventanales de aspecto francés, decenas de figuras que han callejeado como yo por la ciudad para imaginarla o para escribirla o para tratar de contener en su mirada miles de años de historia. Desde la boca de una callejuela apagada y estrecha, una de esas figuras vuelve la cabeza para mirar como un último privilegio la plaza aún resplandeciente del Ayuntamiento, y yo la observo, parado ante ella, y pienso en cuántas veces se habrá repetido ese mismo gesto y un segundo después la figura se habrá perdido al otro lado de la pared, llevando consigo todas las vidas y todas las novelas escritas y por escribir de Cartagena, atravesando tal vez sin saberlo esa secuencia temporal geométrica, perfecta, acabada.

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