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El sexo como prohibición fundante de la sociedad

Ilustración de Elena Sánchez Aragón

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Aunque resulte paradójico, la libertad del individuo en una sociedad depende de la existencia de ciertas prohibiciones que estructuran el marco de convivencia. En nuestra sociedad, la moral y las prohibiciones se asentaban sobre la figura de Dios. Tras su muerte como referente absoluto de nuestra cultura, llevamos un par de siglos tratando de reconstruir los cimientos del orden social y de reedificar los parámetros de la convivencia, con avances limitados.

Una prohibición bastante asentada es la del canibalismo, que permite que aunque el vecino esté constituido por nutritivas proteínas, no pensemos en él como alimento. Resulta obvio cómo esta prohibición mejora la convivencia, la seguridad y la libertad de los individuos. Incluso en sociedades antropófagas como la de los aztecas, el canibalismo no se podía practicar al margen de una regulación estricta, que en el caso del antiguo imperio mexicano la relegaba al consumo del corazón de los enemigos capturados en la guerra, ritualizada en celebraciones religiosas. Mediante una prohibición, absoluta o relativa, el prójimo deja de ser un objeto para la satisfacción de necesidades y se abre la vía para que llegue a ser un sujeto. Este parece ser un tema actualmente zanjado mediante una prohibición absoluta, hasta que la próxima hambruna haga saltar el barniz de civilización que recubre nuestra barbarie.

Otras prohibiciones parecen menos consolidadas, entre ellas las que atañen a las relaciones sexuales, objeto desde la década de los 60 del siglo XX de una serie de movimientos abogando por la “liberación sexual”, más o menos absoluta. Quisiera revisar los límites posibles a esta liberación para buscar un modelo que maximice la libertad y el desarrollo de los seres humanos. Vaya por delante que casi cualquier cosa que se diga en este sentido es discutible, al tratarse de constituir un límite arbitrario, que una vez establecido expulse al ser humano de la naturaleza universal y lo introduzca en una cultura particular.

El primer límite que parece asentarse en nuestro medio en relación con la sexualidad es el de los niños. El psicoanálisis descubrió que las relaciones sexuales de los adultos con niños (no sólo las consumadas, sino los conatos, incluso la simple manifestación de deseo), dejaban una honda huella patológica en estos. Incluso en casos de aparente consentimiento, la sexualidad infantil no es igual a la de los adultos y la confusión de lenguas resultante conduce a vivencias traumáticas para el niño.

Las situaciones de asimetría de poder, especialmente cuando conllevan una relación de dependencia, son problemáticas para las relaciones sexuales porque contienen un importante potencial de abuso. De esta problemática arranca el movimiento “me too”, oponiéndose al abuso sexual en el mundo del cine. Resulta difícil regular qué tipo o grado de asimetría, o de dependencia, impiden la existencia de un consentimiento válido, así como el problema derivado de la prostitución, pero es uno de los frentes en los que considero que hace falta establecer un límite.

El incesto, cuya prohibición constituye para Freud la condición fundante de toda sociedad, añade otro problema más allá del abuso infantil y de las relaciones de dependencia. Aunque tienda a olvidarse por el desarrollo de sistemas anticonceptivos, el sexo es el mecanismo reproductivo que los humanos compartimos con todos los seres vivos que evolucionaron más allá de las bacterias. La relación sexual está orientada hacia la producción de nuevos miembros de la especie. El que podamos hacer un uso alternativo de la sexualidad para reforzar vínculos afectivos o para obtener placer, no anula el que en su base se encuentra la reproducción y que las reglas que regulen la relación sexual han de tener en cuenta la dimensión reproductiva y la situación de los niños que se engendren. Ninguna civilización puede sobrevivir a largo plazo sin cuidar de su progenie. En el incesto, la consanguinidad provoca un mayor riesgo de defectos genéticos en los hijos, lo que constituye otro motivo importante para evitarla. Otra cuestión sólo soluble arbitrariamente es la de hasta qué grado de consanguinidad extender esta prohibición. Además, hay que tener en cuenta que la endogamia puede provocar castas o grupos relativamente cerrados que dañan la cohesión social.

Volviendo al tema de la reproducción y la crianza de los niños, estos necesitan un entorno estable para su desarrollo físico y emocional. La apuesta de nuestra sociedad para el desempeño de esta función ha sido la familia basada en el matrimonio monógamo. Existen otras fórmulas para la crianza que se han impuesto en otras culturas, pero a día de hoy creo que este es el mejor marco del que disponemos para cuidar a los niños.   

Otra práctica sexual perseguida a lo largo de la historia y aceptada actualmente es la homosexualidad. El que una conducta haya sido condenada a lo largo de los siglos la pone bajo sospecha, pero no creo que el “siempre se ha hecho así” baste para justificar una postura. Menos aún cuando se trata de una prohibición. En el siglo XXI, cuando la superpoblación es un problema, el hecho de que la homosexualidad reduzca el potencial reproductivo no me parece un argumento con fuerza.

En conclusión, nuestra sociedad necesita unas prohibiciones que establezcan el marco de la convivencia. La referente a la antropofagia está clara, pero otras, incluyendo las concernientes a la sexualidad aún requieren que las clarifiquemos. 

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