Desde la cruz plateada de los Caballeros Templarios hasta la ‘swastika’ nazi, los símbolos han jugado un rol social importante en la historia de la Humanidad. Los usamos para expresar nuestro sentimiento de pertenencia a un grupo, una asociación o unos ideales que asimilamos como nuestros y que gobiernan nuestro comportamiento.
Por tanto, un símbolo no es sólo la representación gráfica de esos ideales, sino que también lo es de la persona que los adopta. Los símbolos son grandes fuerzas motrices, especialmente cuando son personificados por gente con éxito, valores y maneras de hacer las cosas que nos inspiran.
Recuerdo una de las primeras clases de periodismo en la universidad. Todos recién llegados, desubicados en un entorno que mucho distaba de los institutos de barrio en los que habíamos pasado nuestra adolescencia. Recuerdo también que nos preguntaron a quién nos gustaría parecernos cuando fuésemos periodistas profesionales. Ilusa de mí (o con una esperanza de hierro, según se mire) respondí: “A Hearst. Me gustaría tener un imperio del periodismo. O a Enrique Zimmerman, para poder acercar a la gente la situación en uno de los lugares más tensos del mundo”.
Esos eran mis ídolos. Trabajar como ellos y que ese trabajo fuese reconocido, mis aspiraciones. Conforme avanzábamos en nuestros estudios, las expectativas de trabajar como periodistas con un sueldo y unas condiciones dignas disminuían. Ya eran relativamente pocas antes, pero la crisis lo hacía aún más difícil.
Ahora, con siete años de perspectiva, veo que esta crisis no es sólo económica o financiera. Es una crisis de símbolos. Las aspiraciones de millones de jóvenes han cambiado radicalmente. Mis ídolos ya no se llaman Hearst y Zimmerman. Ni siquiera conozco sus nombres, pero son esos periodistas que se dejan el sueño para sacar adelante una buena pieza, esos periodistas a los que nadie reconoce por la calle pero de cuyo trabajo depende el resultado final de un periódico, un programa de radio, un plano de telediario. Esos periodistas que saben que nunca llegarán a ganar un Pullitzer, y tampoco les preocupa.
Mis aspiraciones ya no son el reconocimiento o el éxito.
Y así es como caen los símbolos, asesinados por nuestros instintos de supervivencia. Más aún, han sido reemplazados por el marketing y el consumismo. Una manzana mordida, un caballo galopante… son símbolos ante los que el mundo se arrodilla, pero que no nos ayudarán a recuperar nuestros sueños. Me da vergüenza comprobar cómo la derrota de un equipo de fútbol es capaz de arruinar el día de muchos, o la coronación de un nuevo rey de subir el ánimo a otros.
Nuestra generación se siente perdida e incomprendida por parte de aquéllos que gobiernan y dan forma al mundo en el que vivimos. Carecemos de símbolos apropiados. Símbolos de los que podamos aprender, personas que nos hagan querer ser como ellas. Ojalá pudiera volver a esos días de universidad, cuando un futuro brillante parecía estar aguardándome.
Ahora, cuando unos cuantos hombres con traje fingen representarnos, es el momento de levantarnos y buscar nuevos símbolos. No dejemos que los maten de nuevo.
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