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Un camping naturista de Cartagena pretende desalojar a 400 personas tras haberles vendido casas durante 40 años

Vista general del camping naturista de El Portús, en Cartagena

Álvaro García Sánchez

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Después de haber vivido de forma permanente, durante 34 largos años, en el Complejo Náutico de El Portús, ubicado en la costa oeste de Cartagena, y tras haber dejado atrás su vida anterior en Inglaterra, de la que todavía guardan recuerdos, aunque tamizados por una neblina de tiempo muy lejano, Collin Stewart, de 87 años, y su mujer, Margaret, de 80, están siendo obligados a marcharse de su casa sin tener a dónde ir.

Ninguno de los dos puede parar de pensar en el pasado 9 de noviembre, cuando recibieron incrédulos un correo electrónico procedente de la dirección del Complejo que contenía al mismo tiempo, en su hosca apariencia de burocracia formal, un requerimiento y una amenaza: deben abandonar antes del 1 de enero de 2024 la casa en la que han ido construyendo su vida en España, en la que se han ido haciendo mayores, siempre juntos: la casa que compraron en 1989 a un compatriota suyo que previamente, algunos años antes, se la había adquirido al propio complejo.

Cuentan Collin y Margaret que el Complejo lleva vendiendo casas a particulares desde hace más de 40 años. Que al principio era un camping, o que pretendía serlo, pero que fue, poco a poco, transformándose en un extraño pueblo. Que, durante todo este tiempo, la dirección del emplazamiento se ha ido lucrando con la venta de las casas, con su alquiler, con cada contrato que se firma dentro de sus instalaciones, acciones todas que, en la Región de Murcia, y con respecto a establecimientos turísticos, son ilegales desde 1985. Igual que ellos, cientos de residentes recibieron el mismo correo amenazador e imperativo. En total, aseveran, hay unas 400 personas perjudicadas por la situación. 

Además de comprar por una elevada cantidad de dinero sus viviendas, de pagar periódicamente el importe de la luz, del agua y de todos los gastos que éstas conllevan, los propietarios también abonan al Complejo, cada año, el alquiler de la parcela en las que están ubicadas, cuyo precio oscila entre los 5.000 y los 12.000 euros, como si verdaderamente se tratara de un camping.

“Vendimos todo lo que teníamos en Inglaterra. No tenemos nada más”

La conclusión de dicho alquiler señala la fecha exacta en que cada propietario deberá abandonar su casa. Hay personas a las que les expira el contrato de la parcela el 30 de diciembre: a algunas incluso más tarde, a finales de marzo o de abril. Hay otras que en apenas unas horas tendrán que haberse marchado, o que deberían haberlo hecho ya. Todas, sin embargo, antes o después, corren el riesgo de perder la inversión económica que un día hicieron y el lugar íntimo y personal en el que han desarrollado gran parte de su vida. “Nos vamos a la calle, nos quedamos sin techo. Es una locura, una barbaridad”, dice Collin.

“Toda la historia de este lugar, todo lo que hemos creado, la comunidad, la familia, todo fuera, de golpe, de repente. Estamos en shock. Se nos ha cerrado el estómago. Antes, aquí, vivíamos todos alegres, y ahora reina la tristeza, la preocupación”. Sentado en un pequeño carrito de golf que utiliza para desplazarse por la zona, las manos jugueteando con el volante, Collin habla con un tono de voz en el que se adivina la intensidad y el desgarro de una pérdida.

“Margaret y yo vendimos todo lo que teníamos en Inglaterra para venir a vivir aquí. No tenemos nada más. Pagamos impuestos. Contribuimos a Hacienda. Estamos empadronados aquí, en esta dirección. Cuando hay elecciones, votamos en Cartagena. Tenemos los mismos derechos que cualquier ciudadano ¿Cómo es posible que nos quieran echar, así como así?”, se pregunta.

Igual que las de Collin y Margaret, las caras de la mayoría de los vecinos han ido adquiriendo en los últimos días, tras la fatídica amenaza, una tonalidad congestiva de desastre: los hay quienes conviven con ataques de ansiedad, de llantos. Por el Complejo deambulan familias enteras afectadas, con niños, que compraron su casa y solicitaron préstamos para establecerse en un lugar idílico, situado entre la sierra de Cartagena y el Mediterráneo, que se pierde inalcanzable en el horizonte.

“Mi hija nació aquí”

Eugenia Rico vino a vivir al Complejo con su marido en el año 2006, pagando por una de las casas, a través de hipoteca, 126.000 euros. El plazo que la gerencia le daba para abandonarla concluyó hace dos días. Pero no se ha marchado. “Tenemos nuestra vida aquí. Incluso mi hija nació aquí. No nos vamos a ir. Si es necesario me encadenaré a ella. Una empresa no puede echar a unas personas que son dueñas de sus propias casas”, cuenta.

Un camping convertido en un pueblo: “No puedo pagar nada para vivir en otro sitio”

En Cartagena, el Complejo Náutico de El Portús -se trata de su nombre legal, bajo el que firman todos los documentos- es coloquialmente conocido como un camping naturista. Hay carteles que lo acreditan, con dibujos de familias sin ropa junto a palmeras y aguas coloridas: 'Camping Naturista El Portús. Bienvenidos al paraíso'.

Pero la realidad es bien distinta: aunque tenga zonas comunes, como un restaurante o un supermercado, y aunque disponga de un espacio empedrado para que visitantes esporádicos aparquen sus autocaravanas y paseen desnudos a lo largo de sus instalaciones, este lugar es más bien un pueblo. Sus habitantes lo sienten así. Una pancarta colgada de un balcón reza: 'Somos un pueblo, y estas son nuestras casas'. Para Eugenia Rico, la solución pasa justamente por ahí. “Queremos que el Ayuntamiento de Cartagena nos reconozca como pueblo. Queremos todos los derechos, queremos contribuir a la ciudad. Nos consideramos cartageneros”. Los damnificados han solicitado, sin éxito, varias reuniones con el Consistorio de la ciudad portuaria y con la Comunidad Autónoma.

El residencial entero se distribuye por la falda de una montaña con un desorden calculado. Hay calles empinadas de asfalto y aceras firmes y bien dispuestas; hay casas prefabricadas y también casas de obra, con columnas de diseño, balcones, terrazas y muros de conglomerado. Hay parques y jardines, y bancos para sentarse a la sombra de los árboles. Desde dentro, cualquier esquina se convierte de pronto en un mirador privilegiado desde el que se observa el mar abrazado por las estribaciones de la sierra. 

Por todo este lugar, cuentan los vecinos, han pasado generaciones y generaciones de personas. A sus 73 años, casi sin poder mover las piernas por sí misma, María Jesús recuerda muy bien sus comienzos, cuando de verdad era un camping y apenas contaba con un terreno pedregoso y seco al que ni siquiera llegaba la electricidad ni el agua corriente.

“Quiero terminar mi vida aquí”

Ella, dice, es la única fundadora que todavía permanece viviendo aquí, que todavía no ha sido arrastrada por el paso del tiempo. “Llegué en marzo del año 80, con 29 años. He trabajado mucho para levantar este sitio”, cuenta. Leer el email de la gerencia, pensar en la posibilidad de ser expulsada de su casa, la sacudió por dentro. Lo expresa con la voz temblorosa, conteniendo las lágrimas, rígida, sin moverse de su asiento: “No voy a poderlo soportar si me echan de aquí. Será como si me quitaran la vida, igual que si me pusieran una pistola. No puedo pagar nada para vivir en otro sitio”, dice, y toma un poco de aire. “Quiero terminar mi vida aquí, en mi casa, donde tuve mi juventud, donde he sido feliz, donde está la gente a la que quiero”.

La historia de “David contra Goliat”

Nadie esperaba la situación actual. Todos vivían en la tranquilidad apacible del día a día: los más veteranos, disfrutando de paseos matutinos y actividades comunitarias; los más jóvenes, apurando todavía sus jornadas laborales, volviendo a casa al anochecer, por la carretera de El Portús, con el sol escondiéndose por detrás de la línea del infinita del mar. 

Mientras tanto, mientras la vida seguía y todo era como siempre, con el silencio y el sigilo de los peores presagios, un fondo de inversión, Newtown Capital S.L., asumía la propiedad de las instalaciones, según ha podido saber este medio, a finales del verano de 2023. Entre los vecinos circula el rumor de que la obligación de marcharse de sus casas se debe a que la nueva propietaria pretende derribarlas para construir una urbanización de lujo. 

Fuentes de la empresa consultadas por elDiario.es Región de Murcia aseguran que únicamente están abordando “un proceso de renovación y modernización para elevar el confort y la sostenibilidad de las parcelas y alojamientos y mejorar la calidad de los servicios”. Las fuentes de la compañía añaden, asimismo, que pretenden adaptar el establecimiento a la normativa vigente de la Región de Murcia en materia de campings, según la cual el arrendamiento o la venta de viviendas para uso particular y la permanencia de inquilinos durante más de 12 meses en las instalaciones está prohibida desde el decreto 19/1985, de 8 de marzo, de Ordenación de Campamentos Públicos de Turismo.

Hay perjudicados que se encuentran doblemente sorprendidos, pues adquirieron sus casas hace apenas unos meses, cuando esta decisión de desalojo que ha sobrevenido de repente ya se estaba cocinando. Es el caso, por ejemplo, de Ricardo y de su mujer, Mari Fe. A unos años vista de su futura jubilación, compraron una casa en julio por 30.000 euros, para la cual solicitaron un crédito al banco. La gerencia del Complejo no le puso ningún impedimento.

“Incluso firmamos los contratos en la misma oficina del camping. Me siento engañado, porque no fueron sinceros conmigo, y tres meses después me encuentro con que tenemos que abandonar una casa que apenas hemos estrenado y que aún no hemos terminado de pagar”, explica. Y añade: “Pero a la nueva empresa le da igual dejarnos en la calle. Son millonarios. Sólo les importa hacer más dinero”.

“Es una historia de David contra Goliat”, manifiesta Eugenia Rico. “El email en el que nos daban apenas unos días para marcharnos es un acto de amenaza, de coacciones. Intentan amedrentar a la gente, sobre todo a los más mayores, y lo están consiguiendo”. “Muchos temen que les vayan a cortar la luz y el agua”, prosigue, “o que les vayan a traer a matones para sacarlos de sus casas, y entran en pánico”.

Vivir con miedo 

Las coacciones de las que habla Eugenia han surtido el efecto deseado. Tina tiene 70 años y vive desde hace 38 en el Complejo. Nació en Cartagena, y está enamorada de este lugar, de su perfecta sincronía entre la naturaleza, el mar, la montaña, la vida apaciguada. Cuenta que hace días que no puede dormir de los nervios. “Estoy en tratamiento con el médico. Y mi marido también. Tomamos pastillas para dormir. No podemos comer. No sé qué vamos a hacer. Ahora mismo estoy hundida. Esta gente es muy poderosa, y, como siempre, el mayor se come al pequeño, a la gente. Tengo una tristeza muy grande encima, y físicamente no puedo, no me da”.

Pero la preocupación viene por dos costados: por un lado, la posibilidad de perder la casa; por otro, los escasos ingresos que impedirán a mucha gente encontrar otro lugar en el que vivir. John Wells, de 89 años, que llegó desde Inglaterra en 2011 para vivir su jubilación en un lugar donde se suceden, cuenta, “inviernos más cálidos”, habla de una “profunda injusticia”. “Me siento triste, enfadado. Sinceramente, esperaba acabar mi vida aquí. No tengo nada más que esta casa y no tengo palabras. Si la ley española no puede parar esto, es que algo va mal en este país”, expresa. 

Muchos otros también tienen miedo, y se les nota en los ojos y en la expresión elevada y desesperada de sus tonos, en la forma resignada con que a veces, al salir fuera del recinto del Complejo, exhiben pancartas escritas con spray de tinta negra. Nadie alcanza a comprender cómo la Región de Murcia ha permitido, durante 40 años, que este lugar haya llegado a ser un pueblo. Cómo el Complejo se ha saltado la ley durante tanto tiempo sin consecuencias. “Aquí se ha permitido de todo. Se ha vendido de todo. Y ahora ya sí quieren ser legales y les da igual lo que perdamos” explica José Luis Ramírez, otro de los residentes que deberá renunciar a su casa el próximo 30 de diciembre.

Las peticiones, sin responder

Este periódico ha intentado acceder a las instalaciones del Complejo y ha preguntado a la dirección acerca del dinero que han ido ganando por cada venta, por cada alquiler; también sobre si había o no conocimiento de la normativa vigente en la Comunidad. Ninguna petición ni ninguna pregunta ha sido respondida.

En la otra cara de la moneda, fuentes del Gobierno de la Región de Murcia apuntan que la inspección de Turismo desarrolla fundamentalmente su labor “comprobando requisitos y aspectos materiales de los establecimientos turísticos”, entre los que se incluye el de El Portús. Durante sus cuatro décadas de actividad, aseguran, el Complejo Náutico superó numerosas revisiones. Sin embargo, por lo visto, en ninguna tuvieron la oportunidad de comprobar que la disposición y el incremento del número de edificaciones y viviendas iba adquiriendo progresivamente las características visuales de un pueblo.

“La Comunidad Autónoma no puede acceder a contratos privados entre la propiedad y un tercero. Si se hubiese tenido constancia, se habrían tomado medidas”, se escudan las mencionadas fuentes. “Ha sido la nueva propiedad del Complejo quien está personalmente asumiendo la regularización de las cuestiones relacionadas con las estancias que superan los 12 meses”, concluyen.

Sin prisa, esa nueva propiedad está a la espera de que todas las personas que han vivido durante años en el Complejo, con sus familias, con sus enseres personales, con sus recuerdos, abandonen sus casas. “Estamos poniendo facilidades para aquellos clientes que disponen de menos tiempo para dejar sus parcelas”, afirman desde la compañía, sin especificar cuáles son esas facilidades.

“No queremos problemas”

Los clientes, que en realidad no son clientes, sino dueños de sus viviendas, oscilan en una delgada línea que separa casi imperceptiblemente el temor ante las posibles consecuencias y la lucha por lo que es suyo. Se han puesto en manos de un abogado, bajo el que defenderán su legítimo derecho de propiedad. Muchos, como Eugenia Rico, no obedecerán a la amenaza. Otros, como Collin y Margaret, todavía no saben qué van a hacer.

Un coche pequeño y de color plateado sale del recinto. La parte trasera va cargada de cajas de cartón rebosantes de objetos pequeños, domésticos. Una pareja de ancianos va sentada en los asientos delanteros. El hombre, que conduce, baja la ventanilla lentamente. No quieren dar sus nombres, y apenas esbozan unas pocas palabras.

“Nuestro contrato ha terminado hoy mismo. Nos vamos, porque no queremos problemas”, dice el hombre. La mujer explica, mientras su marido sube de nuevo la ventanilla, ahora de forma muy rápida, que se alojarán, de momento, con su hija, que vive fuera de la Región. Repleto de cosas, pesado, lento, el coche sube con dificultad una cuesta y se pierde, acto seguido, entre las curvas de la sinuosa carretera de El Portús.

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