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La eterna búsqueda de protección de la Algameca Chica ante la amenaza del derribo: “El miedo está siempre presente”

Vista a ras del mar de una parte del poblado de la Algameca Chica, en Cartagena

Álvaro García Sánchez

Cartagena —

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En el poblado alegal de la Algameca Chica, en la costa de Cartagena, las calles son una azarosa geografía de hilos que desembocan inesperadamente en miradores o en el mismo mar Mediterráneo. Caminando entre sus cuestas, con paso lento y cuidadoso, Ana María Ortega, a sus 80 años, mira las casas que se apelotonan en ambos costados. Y rememora: “Es inmejorable. No me canso de verlo, cada día. Hemos vivido aquí, durante tanto tiempo. Nos lo hemos recorrido todo, con nuestros barquitos, como aquellos que flotan allí. No lo cambiaría por nada”, dice, señalando el agua que surge entre las hileras de las barracas.

“Cuando yo era muy pequeña, en los años 50, me acuerdo de que mi hermano mayor venía hasta aquí desde Cartagena, los festivos, con un carretón cargado. Poníamos una tienda de campaña, sobre las rocas, antes de tener nuestra barraca, y pasábamos ahí los días, bañándonos, jugando”, cuenta Ana María, y justo se detiene, antes de dar media vuelta y caminar de nuevo hacia su casa, delante de una pared en la que hay escrita una frase que es simultáneamente un anhelo y un poema: “Quién fuese el mar”. Desde esa esquina relumbra el agua con el mismo vidrio lívido y azul que tiene el cielo a lo lejos. “La Algameca es, para muchos de nosotros, nuestra vida entera. Mi ilusión, cuando me jubilé, era venirme aquí, pasar mis últimos años a gusto, tranquila, donde más quiero estar”, explica.

La calma del día a día de Ana María y del resto de vecinos -unos 25 durante el año, más de 500 en pleno verano- fue, sin embargo, ligeramente trastocada a principios de febrero, cuando los juzgados de Cartagena marcaron un punto de inflexión en el devenir del poblado. Dos propietarios están obligados a derribar sus viviendas en el plazo de un año, tras realizar en ellas ampliaciones y obras de forma descontrolada. Todo surgió a raíz de una denuncia del Seprona. Hay otras siete personas investigadas. Entre los habitantes que no han alterado en absoluto el aspecto original de su barraca sobrevuela ahora, no obstante, una tensa incertidumbre. No conocen las verdaderas intenciones de las autoridades, pues el asentamiento apenas existe para ellas. No hay comunicación: solo denuncias y reclamaciones veladas. Temen que, detrás de estas primeras acciones, se esconda un objetivo final: el de la desaparición de la Algameca Chica.

“Esta barraca tiene ya 75 años”, relata Ana María. Abre una portezuela metálica y entra en su terraza, que se alza sobre la arena y sobre la salida al mar de la rambla de Benipila. “No pueden echarnos de aquí. Antiguamente todo era monte. Cuando la gente empezó a vivir en este lugar”-en 1881 ya había constancia, según documentos cartográficos exhumados por el historiador José Ibarra-, “ni siquiera existía esta rambla. Ahora ponen la excusa de que es inundable, pero es mentira. Ni las barracas más bajas, que están al mismo nivel del agua, se han inundado nunca, porque todas las lluvias van a parar a la amplitud del mar. Aquí no pueden hacer nada”, defiende.

Abre una puerta corredera que es también un limpísimo ventanal, entra al salón, presidido por una mesa camilla y una espesura de macetas, y enciende su estufa eléctrica. “Desde aquí veo siempre el mar, aunque haga frío o mucho viento. Me siento en esta mesa, a coser. No sabes cómo disfruto los amaneceres. Me despierto muy temprano, abro las cortinas y veo cómo va aclarando el cielo, cómo va levantándose el sol sobre el horizonte. Es inigualable”, cuenta.

Ana María encierra en sus palabras, cuando se refiere a su vida cotidiana, una clandestina felicidad, un íntimo disfrute de los placeres menores del paisaje, pero también un recuerdo constante de la longitud del tiempo, de su estancia en la Algameca. Se acerca a una estantería y agarra un álbum de fotos. Pasa una a una sus páginas: en ellas se aloja la memoria colectiva del poblado, en las figuras que aparecen en las fotografías, desdibujadas sin remedio en el cambio del color del papel, del blanco y negro al sepia, del sepia al color, del color a la realidad pura: recuerdos y fotos de sus baños en la infancia, cuando salía con los dedos arrugados después de tantas horas en el agua, de las cenas en familia a la luz inmóvil de un atardecer de verano, de las fiestas, de todos los vecinos, juntos, como si no hubiera día más allá del que señalaba el calendario ni ciudad alguna al otro lado de las montañas.

Hay fotos en las que sale Ana María muy joven, con apenas diez u once años, y ella se ríe cuando las mira. “Comíamos en cualquier casa y nos íbamos por allí”, indica, en dirección al filo de una roca envuelta por el agua, en medio del mar, “a bañarnos en las calas de aquella parte, montados en una barca”. De pronto las fotos se vuelven más recientes y sonríen en ellas sus hijos, sus sobrinos, su nieta. Hay otras de concursos de pesca, de comidas vecinales con mesas tan alargadas que abarrotan la calle principal. “Aquí las cosas son así. Toda la vida se hacía, y se hace, en la calle. Las casas son solo para dormir”.

“Hace más de 60 años que vivo en la Algameca, y no pienso moverme”

De la misma generación que Ana María, aunque ligeramente mayor que ella, pues es, asegura, la persona que más tiempo lleva en la Algameca Chica, Emilia Peñalver, de 82 años, descarga cestas de la compra en el porche de la barraca de su hija, que está a ras del mar. Ha venido toda la familia desde Cartagena a pasar el día. Antes de ponerse a preparar la comida, explica: para ella, venir a este lugar es como ingresar en otro mundo. Y eso es algo paradójico, porque apenas está a unos pocos kilómetros del centro de la ciudad. “Cómo ha cambiado todo”, exclama. “Antes no existían carreteras, ni nada que llegase hasta aquí. Los caminos los hicimos nosotros, con mucho esfuerzo. Todos veníamos y nos íbamos andando, o en bicicleta, a través del monte”.

Emilia habla y siempre, a la vez, señala y alude: a los objetos de su alrededor, al entorno, a las construcciones. Los recuerdos, en ella, no están resguardados solamente en su conciencia, sino también en las cosas que la rodean. Conoció a su marido en la Algameca, cuando aún era una adolescente. Formaron una familia. Pasaban los plácidos veranos no en la terraza en la que cuenta su historia mientras escucha por debajo el lento paso del agua, sino en una casa, dice, cuyas ventanas aún conservan los postigos antiguos de madera carcomidos por la humedad. “Aunque al principio”, recuerda, “cuando yo tenía siete u ocho años, mi madre alquilaba una cochera enana, en una de las calles de arriba, por un duro todo el verano, porque no podíamos permitirnos otra cosa. Dormíamos toda la familia ahí dentro, en un mismo colchón”.

“Durante aquella época venía aquí mucha gente de Cartagena. Era su playa, sobre todo para los que no tenían más que sus piernas para desplazarse. Venían también negocios ambulantes, como el aguador, que traía un carro lleno de garrafas de cristal, el panadero, un hombre que vendía helados, una mujer muy mayor que traía dulces o un carnicero. Incluso un pescadero, aunque no hacía falta, porque aquí nos pasábamos la vida pescando y nos hacíamos guisos y calderos”, continúa.

Los vecinos eran como una familia muy numerosa. Sacaban a la calle hornillos de hierro y bombones arcaicos de gas y cocinaban en ellos arroces abundantes y pescados dorados que saltaban aún vivos sobre las brasas y el aceite. Más tarde, después de comer, cuando iba cayendo la noche, organizaban bailes y fiestas que Emilia rememora con una media sonrisa, y jugaban al parchís o a las cartas al amparo de la luna o alumbrados por quinqués o por lámparas de petróleo. 

Iba pasando la vida y el sentimiento por este pintoresco lugar se alojaba en lo más profundo de sí misma. “Hace más de 60 años que vivo aquí”, dice, “y no pienso moverme”. “Si me quitaran esto me quitarían la vida. Aquí hay cosas muy bonitas, y la gente le tiene mucho cariño. Hasta tal punto es así que mi marido, que enfermaba y estuvo algunas veces en el hospital a lo largo de su vida, lo primero que quería hacer, cuando le daban el alta, era venir a la Algameca. Cuando llegaba y olía el mar y le daba el viento en la cara se curaba, se le pasaba el mal rato de la enfermedad”.

La “confusión” de las administraciones, la incertidumbre del derribo

En los márgenes de la misma calle en la que Emilia Peñalver ya ha comenzado a preparar la comida, los vecinos se ayudan unos a otros en el mantenimiento del poblado, y contemplan, mientras se ocupan de las tareas, el ajetreo constante de gente que, casi cada día, dicen, viene desde fuera para conocer el lugar, para pasearlo y descubrirlo, y también el de los niños que se persiguen y aguardan la hora de comer jugando con palos que ellos empuñan como espadas. Unos reparan vallas de madera; otros pintan barcas en desuso o cuidan de mantener los mosaicos y los murales que adornan las paredes de cal, fabricados, muchos, con esquirlas de cristales que las olas del Mediterráneo transportan hasta la Algameca. 

Las generaciones se suceden. Hay matrimonios que se conocieron de niños en este mismo asentamiento y personas que prácticamente han nacido aquí y que invierten su tiempo libre, sus vacaciones, en la penumbra húmeda de sus barracas, en el hormigón granulado de las calles y en el agua del mar que choca incesante contra las rocas que sujetan las colinas. Los hay, asimismo, quienes descubrieron este sitio en su juventud y ya no pudieron abandonarlo. Es el caso de Diego Fernández, un antropólogo que desde 2022 lleva en marcha un proyecto de desarrollo comunitario que pretende construir, a través del relato de los propios vecinos, una imagen positiva del asentamiento.

Asegura el investigador que, como parte de la iniciativa, organizan visitas guiadas los fines de semana. En ellas explican la historia y las leyendas del lugar. En 2023, enumera, acudieron 3.500 visitantes de muy diversos países. “Queremos recuperar la vida humilde, lo auténtico, lo sencillo. El venir a la playa más cercana, el estar en los barrios. Lo que ya se hacía en los 70 y los 80 y se fue irremediablemente perdiendo con el desarrollo urbanístico de la costa. Antes la gente venía aquí, a comer, a hacer excursiones, a explorar. Había un vínculo muy fuerte de la Algameca con la ciudad, pero luego dejó de tener ese gancho, esa magia de escapada de domingo. Ahora, poco a poco, eso va volviendo”.

“Buscamos asociar el poblado a valores positivos. Durante meses llevamos a cabo entrevistas a todos los vecinos, e identificamos una serie de convicciones comunes: la tradición, la sostenibilidad, la autogestión, el sentimiento de comunidad”. Pero, prosigue Fernández, las entrevistas resaltaron, además, cuestiones urgentes: “A la gente de aquí, las administraciones les transmiten incertidumbre. Se supone que deberían facilitar la vida de las personas, pero no es así. El riesgo y el miedo al derribo, el qué va a pasar, están siempre presentes”.

Hasta cuatro órganos administrativos distintos confluyen en el espacio en que se asienta la Algameca Chica: el Ayuntamiento de Cartagena; la Demarcación de Costas de la Región de Murcia; la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS), por tratarse del final del cauce de la rambla de Benipila; y el Ministerio de Defensa, que posee todos los terrenos montañosos pegados al mar en la ciudad portuaria.

Ninguna se decide a resolver la alegalidad del asentamiento. Las viviendas, por supuesto, no están adscritas al régimen catastral ni pueden beneficiarse de la red pública de aguas ni de la de electricidad. Algunos vecinos sí están empadronados en ellas. De manera interna, es la Asociación de Vecinos la que toma las decisiones y establece el rol de intermediación con las autoridades, pero la comunicación con ellas, aseguran José Manuel de Haro, el presidente, y José Ángel García, el tesorero, es prácticamente nula.

Al término de la calle principal, en el hueco de una escalera, ambos señalan el elemento que desató la denuncia del Seprona y la investigación posterior de la Justicia: un muro de obra, de cemento descolorido, de poco más de un metro de alto, que cerca una terraza que nunca se llegó a construir. En el otro margen del poblado, en el lado opuesto de la montaña y del mar, una casa, muestran, que ha ampliado enormemente su estructura, hasta dejarla en una especie de dúplex culminado por una azotea que se abre paso entre la falda de la ladera. Y hay otras siete investigadas. Se han cometido irregularidades en nueve viviendas del total de 110 que componen el asentamiento.

De Haro lo explica: “Por un lado, está la gente con su barraca de toda la vida, que respeta el espacio que ha tenido siempre y no lo ha tocado. Pero otras personas han ido agrandándolo con construcciones nuevas. Eso, aparte de incumplir la ley, porque estas montañas son un entorno natural protegido”-parte de la red Natura 2000 de la UE-, “incumple nuestros estatutos, que velan por el mantenimiento de lo que siempre hemos tenido”. “Nosotros queremos preservar la identidad del poblado, no que esto se descontrole y que cada uno haga lo que quiera”.

Los mandatarios de la asociación vecinal, sin embargo, no están tranquilos. “Las administraciones tienen muchos contrasentidos”, comenta García. “No vivimos de forma legal, nos dicen. Pero no nos ilegalizan. No hay ninguna ley que sea tan antigua como el poblado. No es que la Algameca se haya construido fuera de la ley: es que la ley ha cambiado y ha dejado a la Algameca en el limbo”, manifiesta.

Incluso hace no muchos años, con de Haro ya al mando, llegó a haber mesas de negociaciones con el Ayuntamiento en las que hablaron brevemente de envolver el asentamiento en una burbuja de conservación. Pero no prosperaron. Desde entonces, las relaciones han derivado en un páramo de continua desinformación. “No existimos para ellos. Nos omiten cualquier detalle que pueda ser de nuestro interés. Hace más de una década que no me recibe ningún alcalde ni alcaldesa de la ciudad”.

Poniendo en valor su casa, su pueblo, su Algameca, piensan los vecinos que las administraciones depositarán todos sus esfuerzos en protegerla. “Cada vez hay más gente enamorada de este sitio. Y sin inversión turística ni campañas ni nada. Solo la Algameca, y su esencia. La gente se enamora sola. Esa es la fuerza que tiene”, concluye de Haro. José Ángel García añade, nostálgico: “Cómo no voy a defenderla, si aquí ha vivido mi abuelo, mi padre, y ahora yo”.

La mañana invernal avanza en el poblado. Incluso la llegada desde el centro de Cartagena, la única posible, tiene algo de hipnótico, de descubrimiento repentino, porque primero hay que atravesar una breve carretera que se abre paso entre un bosque colmado de pinos y, justo después, tras subir una cuesta, surge el mar y la apertura de la rambla entre las montañas y las casas como suspendidas o como flotando en el agua. 

La vida en la Algameca Chica sigue igual, aunque pase el tiempo, aunque lo que haya alrededor, la ciudad, las administraciones, las leyes, se transforme. Desde un punto alto y privilegiado de la colina es posible apreciarlo con un simple golpe de vista. Ana María Ortega cose en su terraza, recibiendo agradecida los rayos del mismo sol que ha visto levantarse desde el amanecer. Emilia Peñalver se sienta a comer con su familia en el porche de la casa de su hija. Un grupo de amigos bebe cervezas y toma el aperitivo sobre un embarcadero de madera. A su lado, en el agua, un niño navega con una barca de color rojo, remando con dificultad, y su padre, desde la orilla, lo vigila sin quitarle ojo. Todos llevan consigo esas cuatro palabras que en realidad parecen un poema: quién fuese el mar.

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