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Cumplir 30 con ganas de ser madre y trabajo precario: aplazar los hijos hasta que quizá sea demasiado tarde

Varias mujeres pasean por un parque.

Noemí López Trujillo

Tenía diez años cuando mi primo David nació. Mi tía nos dejó una noche al bebé en casa, le preparamos una cama en la salita, junto a la bicicleta estática. Recuerdo que me desperté a medianoche y fui a hurtadillas a la habitación para verlo. Me asomé a la cuna improvisada y le di besos en la cara. Pensaba: “Te quiero mucho”. Pensaba: “Ojalá seas mío”. Durante el día los adultos –mis padres y mis tíos– me hacían darme cuenta de mi propia realidad, que yo era muy pequeña para cuidar de un bebé. Pero durante aquellos cinco minutos a solas imaginé que era su madre.

A partir de entonces, a veces fantaseaba con tener una barriga de embarazada. Me ponía un cojín bajo el jersey y apoyaba mis manos en la cintura, a la altura de los riñones, como si llevase una gran carga en mi diminuto cuerpo. En unos meses cumpliré 30 años y cada vez más imagino mi vientre como una tumba a la que algún día llevaré flores. Un lugar en el que nunca habrá nada, que siempre estuvo muerto. Soy una madre sin hijo. Y eso me aterra.

Hace un año leí Quién quiere ser madre de Silvia Nanclares. Ese libro fue una revolución para mí; abrió una compuerta y dio paso a un pensamiento que me martillea desde entonces: ¿será demasiado tarde para mi cuerpo cuando mis circunstancias económicas, laborales y personales me permitan ser madre?

La escritora narra en primera persona la odisea del fracaso. A sus casi 40 años, Silvia intenta quedarse embarazada. Un deseo que experimentaba desde los siete años y que estalla con la muerte de su padre: “La vida me debe otra vida”, pensó. Cada mes, la sangre en su ropa interior era el preludio de un pequeño desastre: la constatación, una y otra vez, de que no hay una nueva vida gestándose en su interior. Tras unos meses, su pareja y ella deciden intentarlo por la vía química: tratamientos hormonales, pruebas, fecundaciones in vitro... Una jerga burocrática de su propio cuerpo. Pero el éxito nunca llega. ¿Seré yo ella? ¿Me ocurrirá lo mismo? ¿Ese retrato íntimo es una advertencia para que reaccione a tiempo?

Este es un reportaje sobre el retraso en la edad de la maternidad y sobre cómo algunas mujeres de mi generación afrontamos ese anhelo que puede que nunca se materialice. Pero también es un desahogo, una carta al hijo que no tengo y que quizá nunca tenga. Casi un duelo anticipado. ¿Se puede amar algo que ni siquiera existe aún? ¿Le habla Silvia a chicas como yo, que creen que la juventud es eterna y que un día deberán asumir que son no-madres?

Un coste de oportunidad

La noche antes de cumplir 29 años, María Sánchez, veterinaria y poeta, responde a mi correo electrónico. Hace cuatro años, publicó un texto titulado Ejercicios para una maternidad inventada. Ya entonces se planteaba si las chicas de su edad podrían ser madres cuando y como quisieran: “Tengo 25 años que dejarán pronto de serlo y no paro de pensar en que me acerco a la edad con la que mi madre me tuvo. Tengo 25 años y a veces me toco la barriga, la hincho, la imagino isla y alimento para alguien que no sé si terminará existiendo”.

Tiempo después, me cuenta que iniciativas como las que ofrecen ciertas empresas a sus trabajadoras (congelar los óvulos) esconden algo perverso: “¿De verdad esa es la solución? ¿Cuánto más años pasemos trabajando sin ser madres somos 'mejores'? Me parece increíble que nuestro trabajo, directa o indirectamente, influya en esta decisión, que nos condicione tanto. Que ser madre suponga un lastre en nuestra carrera. Es triste, pero muchas veces es así. Con los hombres no pasa, es impensable. Yo por ahora no lo pienso mucho, pero sí es verdad que a mi edad mi madre ya me había tenido. Nuestras madres, una generación olvidada que ha hecho posible que nosotras hoy contemos, escribamos, trabajemos, seamos independientes...

Sí es verdad que tengo amigas que se plantean la congelación de óvulos o la inseminación si no tienen pareja a una edad que se han puesto como límite. Yo, por ahora, no me planteo nada, pero sé que en un par de años entraré en este dilema“, escribe en el e-mail.

Sílvia Claveria, politóloga especializada en temas de género, explica algunos de los factores estructurales que han condicionado la maternidad: “La inestabilidad laboral es uno de ellos. Hasta que no existe una seguridad económica y/o laboral, muchas mujeres no se pueden plantear tener hijos. Además, la mayoría de ellas están concentradas en puestos de trabajo inseguros, además de temporales, a tiempo parcial o de falsas autónomas, lo que incentiva no quedarse embarazadas para conservar el trabajo”.

Por ello, señala Claveria, la maternidad a día de hoy “es un coste de oportunidad que mayoritariamente afecta a las madres”, señala. “Las mujeres con más formación retrasan más la edad de tener el primer hijo porque coincide el punto álgido de estabilización o promoción de la carrera laboral con el de la media de ser madre. Y cuando lo son, ellas tienen que hacer unas renuncias que los hombres, muchas veces, ni se plantean”, añade.

“Las mujeres estamos por fin ocupando espacios y siendo reconocidas profesionalmente, pero no tenemos una seguridad a ese respecto. Creo que nos sorprenderíamos si empezáramos ahora mismo a preguntar a las mujeres de nuestro alrededor qué supondría y qué consecuencias traería ser madre en su trabajo”, apunta María Sánchez.

Congelar óvulos

Yo, por lo pronto, ni siquiera tengo trabajo estable y a menudo siento que en siete años no he avanzado lo suficiente. ¿Tengo que esperar otros siete años para tener, al fin, estabilidad económica? María Rodríguez, una ginecóloga de 33 años con la que contacto a través de una amiga en común, me explica: “A partir de los 35, la fertilidad baja porque se reduce la reserva ovárica, y además los óvulos tienen peor calidad. Mientras tengas la regla, te puedes quedar embarazada, pero por encima de los 35 y según te aproximas a los 40, cuesta mucho más. A la consulta [trabaja en una clínica privada] me llegan muchas mujeres en esta situación, que no consiguen embarazarse. Empiezan con técnicas de fertilidad pero a veces no lo logran. El desgaste psicológico es brutal. Al verlo cada día empezó mi agobio, así que decidí congelar mis óvulos”.

Le pregunto a María Rodríguez por el proceso de criogenización de óvulos y lo resume así: “Tienes que estar dos semanas pinchándote hormonas, los ovarios se ponen supergrandes, llenos de folículos, y cuando están todos preparados, te llevan a quirófano, te pinchan por vía vaginal, te sacan todos los óvulos y los congelan. Cuando los quieras usar en el futuro, tendrás que pagar la segunda parte, que sería la fecundación de tu óvulo con un espermatozoide en un laboratorio y ya ponerte el embrión”.

En Quién quiere ser madre, Silvia recuerda que a finales de los noventa, en algunos círculos feministas se cuestionaban y criticaban las técnicas de reproducción asistida, sin imaginar que por muchas circunstancias algunas acabarían recurriendo a ellas. “¿Y si pudiéramos hablar con esa Mara y esa Silvia de principios de siglo? ¿Qué les diríamos? Chicas, vuestras criaturas van a aplazar su llegada, más bien seréis vosotras quienes lo vayáis aplazando hasta casi el tiempo de descuento. ¿Es un aplazamiento elegido? ¿Forzoso? ¿Habríamos hecho algo diferente en nuestra vida si hubiéramos podido mirar el hoy por un agujero del tiempo? Probablemente. O no”, escribe.

Paula, que también cumple 30 años en unos meses, fue la primera amiga de mi entorno que me habló de la congelación de óvulos. Hasta entonces, esa posibilidad ni siquiera existía para mí. Vivía con cierta angustia comprobar que cada año mi inestabilidad laboral era la misma, y el sueldo, también. “A los 35 lo tengo sea como sea, sí o sí, sola, como sea”, pensaba. Pero me veía a mí misma diciéndome: “Aún hay tiempo, eres joven. Sales, vives en un piso compartido, a veces comes a deshoras. Soy una adolescente tardía”.

La trampa de la juventud contra la que Kiko Llaneras escribió un alegato: “Ya no eres joven. Pero no importa: aún puedes salir, puedes jugar a videojuegos, puedes quejarte de cosas que no importan y tener cuenta en Tinder. Dejar la juventud no significa que debes ser otra persona. Significa que eres un adulto. Dejar de ser joven es reconocer que has aprendido suficiente para ser útil. Significa que no eres un chaval que se sacrifica invirtiendo en su yo del futuro: tú eres el del futuro. Querrás cosas razonables como un salario digno y un horario humano. Y tendrás, quizás, responsabilidades esperándote en casa al salir del trabajo: hijos que bañar, amigos que socorrer, padres que cuidar. Ser un adulto, y que te reconozcan como tal, significa que nadie ignore esas cosas”.

Quedo con Paula en una cafetería de Lavapiés y se me viene a la cabeza un párrafo de Silvia Nanclares en el que recuerda que diez años atrás sus amigas y ella bebían cervezas en terrazas mientras fantaseaban con tener bebés. Bromeaban inconscientes sobre el “fatalismo edadista” de la biología.

Paula me cuenta que ya incluso se ha informado sobre el proceso de congelación de óvulos, aunque no tiene claro si lo hará o no. “Dependerá de si a los 32 o 33 sigo con mi pareja o no, si queremos tener hijos o no en ese momento... Puede que sí los congele porque en principio queremos ser padres, pero quizá queremos retrasarlo unos años para poder alcanzar más estabilidad económica o laboral. Lo que sí tengo claro es que quiero ser madre y si el día de mañana no tuviese con quién, lo sería sola”.

Paula llamó a una clínica de fertilidad para saber en qué consistía el proceso: “Me dijeron que costaba unos 2.000 o 2.500 euros y que luego había que pagar un 'alquiler' cada año, es decir, pagar para que cada año te mantengan tus óvulos congelados. Eran unos 500 euros al año”. Me pregunto cuántas chicas podrían costeárselo.

“Lo haría si tuviese un sueldo decente”

En el tema de los hijos, además de una obvia cuestión de género (los hombres de mi edad apenas se preocupan de si en diez años sus espermatozoides habrán perdido calidad y si quizá no sirvan para la fecundación), hay una cuestión de clase. Conozco a Sandra porque estudiábamos juntas de pequeñas, aunque ahora apenas nos vemos. Hace poco subía una foto cogiendo a un bebé en brazos, el de un amigo que acababa de ser padre. En el pie de foto escribía: “Tendré que conformarme con ser la tía de los hijos de mis amigos”.

Le mando un mensaje privado para preguntarle si siente que quiere ser madre pero quizá nunca lo sea, que estoy escribiendo un artículo al respecto. Sandra trabaja en hostelería y su salario apenas llega a los 900 euros al mes. “¿En serio cuesta eso?”, responde cuando le digo el precio de congelar los óvulos. “No tendría cómo pagarlo”, añade. “No tengo novio y eso me frustra. He pensado en apuntarme en una lista de esas para adoptar pero... ¿yo sola? ¿Y si no puedo mantenerlo? ¿Y si me dan uno cuando tenga casi 40? Me gustaría poder decidir cuándo tenerlo, por mí me inseminaría mañana mismo. Pero es carísimo. Solo me queda esperar y ver si en unos dos o tres años mi situación ha cambiado un poco”.

Hace una semana, mi amiga Ángela (nombre falso para preservar su identidad) comenzó a ir a una psicóloga. También cumple 30 este año y tiene un contrato temporal de media jornada. “Pasar rachas sin trabajo y ver que con esta edad aún no sé qué va a pasar con mi vida me ha afectado mucho. Siempre he pensado en ser madre por mi cuenta, con inseminación artificial. Lo haría ya, este año mismo. Lo haría si tuviese un sueldo decente y un contrato decente”, cuenta. Por un lado, dice, no quiere renunciar a sus expectativas laborales, pero tampoco a las personales. Su opción, ahora mismo, es esperar. Como si la maternidad fuese sentarse en la parada del autobús. “Antes me encantaba rodearme de bebés de familiares y amigos, pero ahora lo evito porque luego me voy con la sensación de que quiero uno y no puedo”, añade.

Tengo muchas amigas que no quieren ser madres. A veces querría ser como ellas, extirpar ese impulso que habita en mí desde que era una cría. Escucho a las que sí quieren serlo, sus lamentos, y no puedo evitar sentir que nos han arrebatado espacios de control de nuestras vidas. Empecé a trabajar en 2011, el mismo año en el que en España la incertidumbre se materializaba en el lema “Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”. Pienso: “Y sin hijos”. Y una parte de mí sí que admite el miedo.

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