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Lo del rey Juan Carlos no se podía saber

El Rey Juan Carlos y el Príncipe Felipe

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Estoy impactado por las sucesivas revelaciones sobre el rey Juan Carlos, como imagino que estarán impactadas varias generaciones de españoles. ¡Comisiones, dinero negro, paraísos fiscales, testaferros! Quién lo iba a decir, quién podía sospechar que el rey ejemplar andaba metido en negocios turbios, quién diría que amasaba una fortuna ilegal amparado en su inviolabilidad. ¿Quién? Pues yo mismo.

Hace más de veinte años yo era un mindundi. Un cero a la izquierda en cuanto a información privilegiada: no escribía en ningún periódico, no tenía contactos políticos, en los cuerpos de seguridad solo conocía a mi excuñado policía local, y mis únicas fuentes periodísticas eran los colegas con los que había estudiado Periodismo y que tampoco habían llegado muy lejos. Pues bien, este mindundi ya conocía hace más de veinte años unos cuantos trapicheos del rey. No lo de Corinna y el AVE saudí, que eso es más reciente; pero sí las comisiones por la venta de petróleo que siempre se le han atribuido, las inversiones ruinosas con dinero de amigos, su relación con ciertos pájaros que acabaron invariablemente condenados por corrupción, o el enorme patrimonio que nada tenía que ver con la asignación presupuestaria de la Casa Real.

Yo era un mindundi que sabía todo eso y más (sus intrigas políticas en la Transición, su cuestionable papel en el 23F, sus amistades peligrosas, su afición al lujo o su ajetreada vida amorosa), y lo sabía en un tiempo en que no había redes sociales, ni blogs, ni Anonymous o Wikileaks, ni tantos medios independientes como tenemos hoy. ¿Cómo podía saber todo aquello? No crean que me encontré un documento clandestino en una papelera, ni tampoco me crucé con un espía herido que antes de morir me entregó un microfilm de los servicios secretos. No fue nada épico: me bastó leer alguna revista independiente (que las había, aunque a veces acababan perseguidas y cerradas), prensa extranjera, algún libro que circuló bajo cuerda (Un rey golpe a golpe), o ni eso: me lo pudo contar cualquier compañero de militancia juvenil, cualquier mindundi como yo.

Con los años fui siendo un poco menos mindundi, empecé a publicar libros y colaborar en medios, conocí a algunos políticos de segunda fila y periodistas que presumían de estar en la pomada, y me sorprendió la alegría con que unos y otros hablaban de los chanchullos del rey, como una gran broma compartida, un secreto que otorgaba categoría a su portador, un chiste picante contado a media voz pero nunca jamás en público ni por escrito.

Que el rey se dedicó desde el comienzo de su reinado a actividades dudosas lo sabíamos los mindundis, pero nada sabían de ello los sucesivos gobiernos de la democracia, ni las cúpulas de los partidos, ni los servicios secretos, ni los cuerpos de seguridad, ni la judicatura, ni los propietarios, directores y periodistas estrella de los medios de comunicación, ni los grandes empresarios, ni los cortesanos habituales, ni los famosos que le reían la campechanía en actos oficiales, ni las personalidades que repetían que ellos no eran monárquicos sino juancarlistas; ni por supuesto lo sabía su familia, ni en ningún caso lo pudo saber su hijo y actual rey.

Las sospechas sobre el rey Juan Carlos solo estaban al alcance de los mindundis, que somos los que hoy no nos sorprendemos. En cambio la clase política, mediática y empresarial de los últimos cuarenta años debe de estar en shock, no saben qué decir, miden mucho sus palabras de condena y rechazo, miran con vergüenza las fotos dedicadas junto al rey que todavía tienen en el salón, revisan abochornados las hemerotecas donde queda constancia de lo que dijeron y escribieron sobre el entonces rey, y cuando coinciden con otros traumatizados como ellos, se dicen unos a otros: “¡quién lo iba a decir!”.

Nadie lo podía saber, solo los mindundis. Decimos que la causa de los desmanes del rey Juan Carlos está en la inviolabilidad constitucional; pero por muy inviolable que fuese, ninguno de esos desmanes habría sido posible sin la complicidad y el silencio de todos los que durante cuatro décadas hicieron la vista gorda. El problema no ha sido la inviolabilidad, o no solo la inviolabilidad, sino sobre todo la complicidad, el blindaje político y mediático que lo acompañó, que implicaba silencio pero también censura y persecución, y lograba que nadie se enterase. Nadie, salvo los mindundis.

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